jueves, 29 de agosto de 2024

INTRODUCCIÓN A UNA ANTOLOGIA DE LA POESIA NORTEAMERICANA DESDE 1950 // Eliot Weinberger

 






    La poesía norteamericana no puede antologarse, toda vez que “norteamericano”, en tanto adjetivo, casi siempre carece de sentido. Se refiere, cuando mucho, a un lugar de origen circunscrito por fronteras que son, como muchas otras, accidentes de la historia o de la geografía. Pero cualquier delineación de un carácter nacional, un arte o una sensibilidad debe enfrentarse de inmediato a la pregunta: “¿La Norteamérica de quién?”. Lo norteamericano, ¿se refiere a los indios algonquinos o a los sioux de la Lakota que han vivido ahí hace milenios, a los noro-europeos blancos que llegaron hace casi cuatrocientos años, a los esclavos africanos, a los fugitivos de las hambrunas irlandesas, o del zar o de Lenin, a los vietnamitas o a los haitianos recién llegados? En cualquier registro, una vez sometido a escrutinio, el término “América” se derrumba: lo “americano”, a fin de cuentas, no expresa un lugar, sino un desplazamiento. Es la segunda mitad de un patronímico compuesto (afroamericano, méxico-americano), de un lugar al que también llegaron otros pueblos. Una suma que es menor al total de sus partes, una cultura amorfa compuesta por mil culturas que, muy frecuentemente, son ignorantes unas de las otras.

    Sus artefactos típicos siempre son medio originarios de otra parte: las hamburguesas, que vienen de la ciudad alemana que las inventó; o la mezclilla, los blue jeans, que antes se llamaban denims (porque venían de Nimes), o dungarees, que es palabra hindú; o Hollywood, cuyos fundadores, productores y mejores directores eran europeos. Incluso la pregunta “¿En qué idioma está escrita la literatura norteamericana?” carece de respuesta: téngase en cuenta, por ejemplo, que los tres más recientes ganadores del Premio Nobel de Literatura que eran ciudadanos norteamericanos escribían en yidis, inglés y polaco.

    La poesía norteamericana escapa también de toda categorización. Nunca ha tenido un centro y ha tenido pocos movimientos o grupos organizados como los de Europa o América Latina. Ha sido producida, en buena medida, en el aislamiento, y frecuentemente por poetas que no se conocen entre sí. Si ciertos poetas o estilos han predominado en algunas épocas, ha sido por regla general a costa de lo que, más tarde, se considera lo más representativo del periodo. (De los doce poetas ya muertos en este libro, siete murieron con la mayor parte de su obra inédita o fuera de catálogo: en los Estados Unidos, la primera condición de la inmortalidad es la muerte.)

    La poesía, con algunas notables excepciones, continúa siendo una actividad clandestina. Pocos poetas han sido considerados contribuyentes activos de la vida intelectual del país; pocos, durante su vida, llegan a ser conocidos, incluso entre personas que leen. A pocos se les ha entrevistado o se les ha publicado algo más que unas reseñas en los periódicos. A diferencia de otros muchos países, los Estados Unidos no consideran parte de su orgullo nacional a sus poetas: la idea de un poeta-embajador, un Paul Valéry, un Neruda, un Giorgos Seferis o un Paz, es inimaginable; rara vez una calle lleva el nombre de un poeta. “No hay lugar para un poeta en la sociedad norteamericana”, escribió Kenneth Rexroth. “Lugar de ningún tipo para poeta de ningún tipo.” Y sin embargo, es precisamente el aislamiento y el desdén lo que ha colaborado a la creación de la extraordinaria diversidad de la poesía norteamericana de este siglo. En una literatura que ha sido tan poco codificada o canonizada, cada poema —como un nuevo inmigrante en las planicies del medio oeste o en los barrios bajos de las ciudades— debe inventar su ser y persistir en una labor poco determinada por la opinión ajena.

    Los simples números derrotan cualquier intento por caracterizar lo que ha sucedido y está sucediendo en la poesía norteamericana a partir de 1950. En los años treinta, de acuerdo con una bibliografía, había menos de doscientos poetas norteamericanos que habían publicado libros: a un ritmo de dos o tres poetas mensuales, podía leerse toda su obra. Hoy, el Directorio de poetas norteamericanos, bastante más amplio, registra a cuatro mil seiscientos setenta y dos poetas publicados. Leer un solo libro de cada uno, a un ritmo de uno diario, nos llevaría trece años durante los cuales, desde luego, brotarían miles más. Lo que alguna vez fue una atomización de individuos aislados, pero tradicionalmente al tanto unos de otros, ha devenido una balcanización: valles enteros de poetas definidos no solo en términos estéticos, sino por su grupo étnico, su preferencia sexual o su ubicación geográfica, que trabajan en condiciones de mutua ignorancia u hostilidad.

    Cualquier antología de poesía norteamericana —en especial una tan pequeña como ésta— no puede, pues, ser una muestra objetiva o democrática de la variedad de obras que se estén escribiendo en ese país en este momento. No puede ser sino una selección, determinada por el número de páginas, de algunos poetas y poemas que el antologador, en términos personales, admira. Las antologías suelen juzgarse por sus omisiones; cuando se han seleccionado treinta de entre varios miles, es predecible que cada lector encuentre, inevitablemente, conspicuas ausencias que, a su vez, constituyen otra antología personal, publicada o no. Existen, en suma, tantas antologías de poesía norteamericana como lectores. Cualquier aspiración a la “representatividad” o, lo que es peor, a la “definitividad” —y existen las que reclaman esta categoría— puede entenderse solo como un profundo signo de ignorancia. Quien se pasa la vida leyéndola, sabe que lo que sabe de poesía norteamericana es muy poco.

    No obstante, esta selección tiene coherencia, creo, para los que tienen cierta familiaridad con el terreno y es adecuada para los que aspiran a ingresar a él. Se interesa, básicamente, en seguir ciertas posiciones del avant-garde (expresión que, como “americano”, rechaza un excesivo escrutinio). Abre con las composiciones finales de los grandes modernistas (Ezra Pound, William Carlos Williams y H.D.), continúa con cuatro generaciones de escritores que suelen considerarse, por lo menos en parte, sus herederos —si bien cualquier definición de escritores y obras tan variadas como éstos debe calificarse de inmediato a fuerza de excepciones. Esta colección no es de ninguna manera el trazo de un grupo, pero la mayor parte de los treinta poetas aquí reunidos, como será fácil imaginarlo, respetan, o hubieran respetado, a los otros. Eso, así de sencillo, es el máximo grado de cohesión al que puede aspirar la poesía norteamericana.




Nueva York, 6 de febrero de 1992
Traducción de Guillermo Sheridan

martes, 20 de agosto de 2024

LENGUAJE Y MORALIDAD // Juan Rodolfo Wilcock

 






    Un ser pensante es aquel que utiliza el lenguaje. De los seres que hoy utilizamos el lenguaje, una vez extinguidas las religiones que de alguna manera habían sostenido hasta ahora el conjunto de los llamados principios morales, aún queda una solapa, un trapo, una posibilidad de un principio moral, que es el uso correcto del lenguaje. 


    Ciertamente de ninguna manera teleológica justificable. Vagamente justificable, sin embargo, desde el punto de vista de una especie de ley de conservación de la energía mental, sin la cual se produciría una explosión en la mente. Así como nadie come para sentir náuseas, parece natural que nadie utilice el lenguaje para decir lo que no tiene sentido, es decir, para sacar conclusiones contrarias a la lógica común y natural, que es la forma más corriente y condenable de mentir. 


    El uso correcto del lenguaje aquí no significa obediencia sólo a las complejas leyes de la gramática, sino también obediencia a aquellas leyes bastante simples que regulan la lógica. «El rey de Avellino es calvo» es una frase gramaticalmente correcta pero, al no haber ningún rey de Avellino, ya es fuente de confusión. Entonces decir al mismo tiempo que "algunas ranas son verdes" y "ningún animal verde es una rana" es un uso incorrecto del lenguaje, aunque mucho más común de lo que uno podría pensar. No son los terribles signos del infierno en la cara, sino discursos locos de este tipo los que sirven hoy para distinguir a los falsificadores, estafadores, a muchas mujeres, a muchos políticos, y a la mayoría de los hombres de letras.


    Por tanto, se puede decir que muchos políticos, muchos hombres de letras y, en general, muchos ciudadanos son inmorales, no tanto porque disfruten, como siempre lo han hecho, de la educación de niños discapacitados, sino porque, a pesar de hacerlo y hablar de eso, dicen que no lo hacen; porque casi no tienen idea de cuál es el uso correcto del lenguaje. Sin embargo, quienes poseen cierta familiaridad con las ciencias de la naturaleza física, y más particularmente con las ciencias matemáticas, están en gran medida libres de este defecto (véanse, por ejemplo, las raras posiciones adoptadas por los profesores de la Scuola Normale de Pisa). Porque en su trabajo diario —como para todos aquellos que saben qué es la ciencia y el conocimiento— el uso correcto del lenguaje es una condición necesaria.


    Para quien está familiarizado con una de las ciencias reales (ciertamente no estamos hablando de sociología-propaganda o psicoanálisis), si A es mayor que B y B es mayor que C, parece casi un compromiso moral reconocer que A es mayor que C. 


    Consideremos en cambio lo que sucede en el ambiente falsamente llamado humanista. A, B y C son tres escritores que se presentan a un premio literario. El jurado razonará así (o de alguna otra manera comparable): aunque A es mayor que B y B mayor que C (aquí por grande entendemos mejor escritor) lamentablemente nos vemos obligados a declarar que el mayor de los tres es B, porque el año pasado no recibió ningún premio literario, ya sea porque los otros dos escriben en uno de los cuatro periódicos que quedan en Italia y que no son bienvenidos por la izquierda, ya sea porque el hijo de B hizo una película que gustó mucho a los sindicatos, o como quieran ponerlo. La motivación, sin embargo, explicará que el premio le fue otorgado porque B es mayor que A y C. Este es un uso incorrecto del lenguaje, y hemos decidido llamar a este uso incorrecto inmoral; como siempre se le ha llamado.


    Personalmente, casi todas las personas que conozco pertenecen a alguna de las dos categorías antes mencionadas: o son hombres que estudian la naturaleza, o son hombres de letras; por eso tengo una conciencia tan aguda de su incompatibilidad ética. Los primeros casi nunca mienten; tal vez mentirían, como todos, si tuvieran que hablar de sí mismos; pero mientras hablan del mundo exterior, lo hacen según las reglas del lenguaje y nunca prometen que aparecerán o que estarán en dos lugares distintos al mismo tiempo, como siempre lo hacemos, y es conocido y aceptado, en quienes trabajamos en el errante terreno cinematográfico. 


    Los estudiosos empíricos a veces pasan por alto la verdad si son nombrados peritos en un juicio, pero lo hacen de mala gana y sólo porque los abogados les han explicado con tanta insistencia que en los pasillos de la justicia la verdad desnuda y común se considera obscena. Por lo demás, ni siquiera un agrimensor, lo cual no es mucho decir en términos de volumen o peso específico de la ciencia, intentaría medir un campo con un teodolito torcido y una cinta métrica de sólo noventa y cinco centímetros: los cálculos serían tan inviables y enrevesados para él que acabaría haciéndose con un teodolito exacto y una cinta métrica de cien centímetros.


    En cambio, los literatos, tal vez porque están acostumbrados a tratar con el mismo material del que están hechos los sueños, ¡con qué inconsistencia e inconsistencia pueden tratar el material del que está hecha la realidad! He oído de ellos, a lo largo de los años, que la fallida insurrección de Hungría contra el extranjero fue obviamente dirigida y encabezada por realistas, y muchos años después que la exitosa invasión de Checoslovaquia por el mismo extranjero no había sido una invasión, sino un simple cambio en el asunto superior e interno de un país amigo.


    A otros los he visto (y debería haber conservado sus nombres, por si tuviera que escribirles una carta) dispuestos a afirmar que "la lengua italiana no existe"; pero lo decían en italiano, lo que presuponía que esas palabras fueran las últimas dichas en esta lengua, o las primeras de una lengua nueva, entonces naciente. Pero se trata de un verdadero círculo, porque cuando fue asesinado un hombre pobre, que había sido uno de los primeros defensores de la mencionada inexistencia de la lengua italiana (aunque había escrito kilómetros de papel en italiano hasta el día de su muerte), frente a su asesino capturado y confesado, sus amigos afirmaron públicamente que se trataba de una conspiración internacional.


    Eliot había dicho que demasiada realidad era mala; vale la pena señalar que a muchos de nuestros escritores, incluso a personas con talento, incluso un mínimo de realidad les duele. Otro entrevistado muy frecuentemente afirmó en público hace unos años que el western italiano era la mejor arma contra el neocapitalismo (cuando se sabe que enriqueció a algunos neocapitalistas). Estos son otros tantos ejemplos de uso incorrecto del lenguaje. Pero el lenguaje siempre es más fuerte que cualquier tiranía. Hoy el tirano puede decir, y obligar a todos a decir, que el fusilado se suicidó en un momento de desesperación: sin embargo, mientras subsista el lenguaje, todos sabrán que fue fusilado. Y ésta es nuestra esperanza, aunque sea a largo, muy largo plazo: la moralidad natural del lenguaje.








*


De: El delito de escribir, Adelphi, 2009




martes, 13 de agosto de 2024

LA LITERATURA COMO HISTORIOGRAFÍA // Hans Magnus Enzensberger

 





 

 

 

La literatura como historiografía: es un punto de vista tan común, tan antiguo y, sin embargo, tan oscuro e inexplorado que presumiblemente planteará más dificultades de las que puede resolver. Aquí presentamos un laberinto de concepto y método. Para indicar al menos su entrada, tomemos dos textos y evaluémoslos. En ambos casos se expone un momento histórico que podemos señalar con precisión en el espacio y el tiempo. Esta es la Alemania del año 1928:

 

Bares, restaurantes, fruterías y verdulerías, farmacias, confiterías, transporte, decoración, ropa de mujer, harinas y productos molidos, garajes, seguros contra incendios: la ventaja de las bombas X es su construcción sencilla, su fácil uso, su peso y sus dimensiones insignificantes. “Camaradas alemanes, nunca un pueblo ha sido engañado más abominablemente, nunca una nación ha sido engañada más abominablemente e injustamente que el pueblo alemán. ¿Recuerdas cuando el 9 de noviembre de 1918, desde una ventana del parlamento, Scheidemann nos prometió paz, libertad y pan? ¿Cómo se cumplió esta promesa?” Artículos de conductos, empresas de limpieza de cristales, el sueño es medicina, colchones de plumas Steiner... Pero encima de las tiendas y detrás de las tiendas hay casas, y detrás de las fachadas todavía hay patios, edificios laterales, edificios transversales, patios, huertos... Delante hay una bonita zapatería, cuatro escaparates relucientes y hay seis muchachas para atender, claro, cuando hay necesidad de ser atendidas, ochenta marcos al mes cada una, y cuando el sueldo sube a cien, ya tienen canas. La hermosa tienda pertenece a una anciana que se casó con su gerente y desde entonces duerme en la trastienda y siempre está enferma...

En lo alto hay un charcutero: naturalmente hay mal aroma y gritos de niños y olor a alcohol. Cerca, por fin, un panadero con su mujer, que trabaja como plegadora en una imprenta y tiene una inflamación en los ovarios. ¿Qué tienen estos dos de la vida? Primero él la tiene a ella y ella a él, el último domingo fueron al cine y, de vez en cuando, asisten a una reunión en el club o hacen una visita a sus padres. ¿Y nada más? Estimado señor, no se dé aires.1

 

Así ve el escritor Döblin el Berlín de 1928. ¿Cómo aparece la misma realidad en la descripción de un historiador profesional? Cito de Golo Mann, Historia de Alemania en los siglos XIX y XX:

 

El capital extranjero se volvió escaso. El número de desempleados creció, con ello la carga financiera del seguro para los desempleados; los ingresos tributarios se contrajeron. En la industria del hierro y el acero hubo cierres patronales y conflictos salariales que, una vez más, sólo pudieron resolverse mediante arbitraje estatal después de largas y difíciles negociaciones. Los empresarios empezaron ahora a tomar medidas serias contra todo el sistema de "salarios políticos", de la jurisdicción arbitral de los contratos colectivos de trabajo garantizados por el Estado: a esto, decían, debía atribuirse la crisis incipiente y no a la responsabilidad de los economistas. El conflicto entre el capital y los sindicatos inevitablemente tuvo que vivirse incluso dentro del gobierno 2.

 

Dos ejemplos, elegidos a voluntad, reemplazables por otros del mismo modo. ¿Qué nos enseña su comparación y qué deducciones se pueden sacar de ella?

Primero. El relato del historiador está singularmente desprovisto de humanidad. Tiene el efecto de una cosa muerta, como un paisaje de De Chirico. La historia se expone sin tema: las personas de las que trata aparecen sólo como figuras accesorias, como escenografía, como una masa oscura en el fondo del cuadro: "los desempleados", se dice, "los empresarios". Generalmente, cuando hay personajes que pasan a primer plano, se les llama Hindenburg, Stresemann, Schleicher: presuntos hacedores de historia; pero ellos tampoco tienen rostro, también ellos están afectados por la misma falta de vida que todo el cuadro; el destino de los demás -aquellos de cuyo destino nunca se habla- se venga de esos apellidos; rígidos como maniquíes y parecidos a las figuras de madera que reemplazan a los hombres en las pinturas de De Chirico. Por otro lado, Döblin muestra un primer plano que es todo un enjambre. La comunidad se disuelve en una multiplicidad de sujetos que se acercan a ti, son captados individualmente como por una cámara y luego devueltos al movimiento del conjunto: el charcutero, el panadero, la dobladora. Dice el historiador: «Los ingresos fiscales se contrajeron». El escritor describe una zapatería: "hay seis muchachas para atender, claro, cuando hay necesidad de ser atendidas, ochenta marcos al mes cada una, y cuando el sueldo sube a cien, ya tienen canas.".

El estadista sufre un trato contrario al que le da el historiador: se convierte en un cartel puro y duro, la gente pasa a su lado; es una apariencia ficticia, un nombre vacío en un volante que los transeúntes pisan con el pie en la alcantarilla.

Segundo. Tanto Golo Mann como Döblin intentan responder a la pregunta: ¿cómo sucedió? Pero esta afinidad no llega tan lejos desde su respuesta: sucedió así, es equívoca por su parte. Sucedió así en sí mismo: es el gesto del historiador y esto condiciona su texto en todos los aspectos: el vocabulario abstracto, la predilección por las construcciones impersonales, la perspectiva del racconto (o más bien el intento de evitar toda perspectiva del racconto) todo utilizado como pretexto de objetividad o más precisamente: un interés desprovisto de interés. Inevitablemente, quienes escapan de cualquier perspectiva subjetiva se convierten en esclavos de una perspectiva objetiva, la del poder, que hoy implican relaciones de poder anónimas. El futuro historiador está condenado a ello por el método que se ha fijado, por las fuentes de las que se nutre, por las personas que utiliza y por los enfoques que ha ofrecido. Por otro lado, la respuesta de Döblin dice: así sucedió, y precisamente para las seis chicas de la zapatería, para el charcutero y para Franz Biberkopf. Todo lo que sucede encuentra un destinatario en quien sucede. Así sucedió pero ¿para quién? Por otra parte, esta cuestión condiciona el estilo de Döblin y su gesto narrativo. Aquí la perspectiva es la de un transeúnte en la gran ciudad, del tantas veces citado "hombre de la calle", y al mismo tiempo subraya una intención eminentemente política.

Tercero. Una clara diferencia entre las dos representaciones es la escala de oro. En diez líneas el historiador abarca la situación económica de todo un país y menciona sus consecuencias políticas. Las luchas sindicales de todo un sector industrial se relatan en una sola frase que tiene aire de abreviatura, de cifra. Döblin dedica cuatro páginas a una sola esquina de una calle, y estas cuatro páginas están repletas de detalles de una manera casi brutal. El historiador busca la totalidad y trabaja con inmensas reducciones; el escritor agradece el detalle.

Cuatro. Las dos representaciones difieren no sólo en su tema, su escala y su perspectiva, sino también en su lenguaje. ¿Quién habla en el breve resumen de Golo Mann? ¿El historiador? Sería una afirmación precipitada. Su ambición es más bien hacer hablar las cosas mismas, es decir, las relaciones que se establecen en las instituciones. La prueba de ello la encontramos en el propio texto: en la industria “se produjeron” conflictos salariales. Podrían resolverse mediante arbitraje estatal. Por contraste el "sí" se hizo oír. Es una lengua que esconde quién habla, al hablante. Ella misma se ha transformado en una institución como la que quiere retratar. Hace el papel de autor y guía la pluma de quien la escribe y la utiliza. Sólo una vez en el "dijeron" del discurso citado el historiador se separa de él sin, por supuesto, hablar él mismo.

Por otro lado, Döblin se mantiene firme en su autoría precisamente donde la delega y su estilo personal se hace más evidente donde cita. No se evita el lenguaje burocratizado, que se retoma en múltiples variaciones, la mayoría de las veces sin comentarios. En marcado contraste, otras lenguas se sitúan a su lado. Con la misma inmediatez con la que emergen de la multitud individuos, transeúntes o charcuteros, interlocutores anónimos. Uno pregunta: “¿Qué tienen estos dos con la vida?” «Primero él la tiene a ella y ella a él» y añade: «Estimado señor, no se dé aires». En esta Babel de lenguajes subjetivos y objetivos, uno critica y expone al otro: anuncios, agitación política, jerga, alemán de Lutero, terminología jurídica, etc. En comparación, el texto del historiador, al igual que sus sujetos, parece completamente sin vida. De manera similar a las naturalezas muertas, se podría hablar de una histoire morte: la narración del historiador tiene el efecto de una cosa extinta.

Quinto: No me parece nada claro que de esto se pueda sacar algún motivo para desprestigiar al historiador. ¿Podemos imponerle la responsabilidad de la estructura de la sociedad que describe, a la que evidentemente también remite su propio lenguaje? Döblin dice: productos molidos, empresa de limpieza de cristales, máquina dobladora. Golo Mann dice: capital, sindicatos. El año 1928 le resulta comprensible pero no representable; en Döblin representable pero no comprensible.

El resultado de nuestra comparación es digno de mención pero no sorprendente. Lo sorprendente es el hecho de que en apariencia elimina un problema de capital importancia. Me refiero a la diferencia epistemológica entre la representación del historiador y la del escritor. Cuando Golo Mann escribe: "El número de desempleados ha aumentado", demuestra un hecho y está dispuesto a aportar pruebas de su afirmación. El charcutero de Döblin, sin embargo, tal vez nunca existió o no tuvo hijos y vivió en abstinencia. Es una ficción. Incluso para Voltaire ésta fue la diferencia decisiva entre literatura e historiografía. “La historia - dice en el Diccionario filosófico - es el relato de acontecimientos que se consideran verdaderos, mientras que la fábula [es decir, la obra literaria] es el relato de acontecimientos que se consideran falsos". Ninguno de nosotros querrá volver a aceptar una diferencia tan sencilla. La simple cuestión de saber cuál nos parece más fiable, si la historia de Döblin o la de Golo Mann, nos expone, en la medida en que no rechacemos completamente las dos versiones por carecer de sentido, a la mayor de las dificultades.

Aquí podemos recordar el hecho de que el lenguaje mismo se resiste a cualquier separación pura entre inventado y no inventado. En los campos de significado de las palabras historia y Geschichte, lo ficticio y lo real se interpenetran de manera inseparable. En efecto, ni siquiera la cosa misma puede distinguirse de la forma lingüística que le damos: la palabra Geschichte bautiza el proceso y la historia con un mismo nombre. Esta indeterminación semántica revela que "die Geschichte", es decir, la conciencia que tenemos de él, como producto social, siempre sigue siendo una ficción, es decir, algo que inventamos. Curiosamente, no se sabe mucho sobre el proceso mediante el cual se genera este producto. Hasta donde yo sé, esta cuestión nunca ha sido investigada en profundidad, por ejemplo con los métodos de la sociología empírica, y hasta ahora ni siquiera los psicólogos se han ocupado de la génesis de la conciencia histórica, o casi nada. Por tanto, el problema siguió siendo dominio de la llamada "historia del pensamiento"; en rigor, de ello se ocupa la historiografía de la historiografía, es decir, una disciplina que, como su propio nombre indica, actúa dentro de un método específico.

Sin embargo, la historia, que consideramos nuestra y aceptamos como nuestra, no debe confundirse con un conjunto de hechos. Precisamente lo que en él es puramente eficaz tiene el valor, por así decirlo, de figura. Estas figuras tienen un significado sólo para quienes pueden interpretarlas y por tanto ya conocen el significado que representan.

Sin embargo, en el proceso de realizar esta precomprensión, por el momento debemos recurrir a puras suposiciones. Probablemente su estructura básica se forma en la experiencia de la historia de la vida individual, según el modelo de la memoria. Se modela y extrapola con la ayuda de la tradición, cuyo proceso extremadamente complejo se experimenta y practica incluso en la infancia. Y, en este caso, no se trata sólo de procedimientos receptivos sino abiertamente productivos. A partir de estas primeras experiencias es posible comprender la proyección de la historia hacia un pasado lejano.

De esto se sacaría la consecuencia de que la ciencia histórica tiene un papel mucho menor en la creación de representaciones históricas de lo que comúnmente se admite; la conciencia del individuo, sin embargo, llega tarde a ella, mediada por una enseñanza que sólo ofrece un marco de referencia, cuyas coordenadas están indicadas por cifras.

Se origina así una imagen abstracta, que carece de densidad material. De que ante nosotros había en general algo concreto, nos convence más un bloque de viviendas en arriendo de la época de los fundadores que ocho años de enseñanza de historia. Precisamente esa credibilidad que es tan importante para la ciencia histórica y que ella sola se atribuye a sí misma, no puede ser establecida por ella. El único sistema coherente de signos a partir del cual se puede captar la historia como realidad material parece ser la literatura. Cada uno puede comprobar esta afirmación mediante su propia experiencia. Si queremos, en la medida de lo posible, tener una idea actual de la Guerra de los Treinta Años, por ejemplo, nos ayudan las novelas de Grimmelshausen y los poemas de Andreas Gryphius. Lo que el gran Ploetz tiene que decirnos sobre el protocapitalismo de las ciudades italianas está ciertamente fuera de toda duda, pero no vale -o casi- vale la pena aprenderlo. Para entenderlo debemos recurrir a los discursos y cartas de Maquiavelo y Guicciardini. Ni hablar de la Inglaterra victoriana y la Francia del siglo XIX, cuya imagen, desde las puras superficies de los fenómenos hasta sus raíces más ocultas, está marcada por la gran literatura. La contraprueba no es difícil: tiempos y espacios que no han dejado literatura, por ejemplo, los siglos de las invasiones bárbaras y el dominio de los merovingios, los llamamos oscuros, y su historia, a pesar de todos los hechos que pueden ser siempre averiguados, permanecen confusos y sin forma. En este sentido Herder pudo decir que la literatura es la verdadera historiografía de la humanidad.

La frase tiene un tono venerable pero sus consecuencias siguen vigentes hoy. Su supervivencia explicaría una tradición alemana que, a través de autores como Lenz y Klinger, Lang y Werth, Büchner y Börne, llegó hasta Brecht. La estética de Weimar, a decir verdad, no quiso oír hablar de ello y desde el veredicto de Goethe sobre la historia, "una mezcla de errores y violencia", la propuesta idealista de Herder con todo lo que la conecta, no se tomó del todo en serio. Heine lo aplicó a la política, cuando señala que el pueblo quiere su historia "de la mano del poeta, y no de la mano del historiador", anunciando así una desconfianza hacia la historiografía oficial del siglo XIX, que perduró más allá de su objeto. Brecht sacó las conclusiones. Su obra, desde el drama juvenil Tambores en la noche hasta las Elegías de Buckow, forma claramente parte de la historiografía alemana entre 1918 y 1953.

Al mismo tiempo, esta obra cuestiona radicalmente el concepto de historia, especialmente el valor que le han otorgado los historiadores. Se rechaza la perspectiva de dominación que permaneció indiscutida, desde Tucídides en adelante, en la historiografía europea, incluso por los marxistas. Brecht exige su derrocamiento.

 

Tebas de las Siete Puertas, ¿quién la construyó?

Están los nombres de los reyes dentro de los libros.

¿Los reyes arrastraron esos bloques de piedra?...

¿Adónde fueron los albañiles la tarde en que se terminó

la Gran Muralla? Roma la grande

está llena de arcos de triunfo. ¿Sobre quién

triunfaron los Césares?...

Cada diez años un gran hombre.

¿Quién pagó las costas?....

 

Por tanto, se rechaza la idea de una historia en sí misma, tal como todavía la concibe el historiador Golo Mann. No cómo fueron las cosas, sino cómo les fue a los albañiles: esto es lo que pretenden abordar las Preguntas de un obrero que lee. La ciencia no puede darle una respuesta: se ocupa de potencias, naciones, pueblos, alianzas, grupos de intereses, nunca de los hombres. A los hombres que vivieron antes que nosotros sólo los encontramos en la literatura. También éste sólo puede responder a medias a las preguntas de los trabajadores. Sin embargo, no es como si alguna entidad humana universal hablara desde dentro. Los amantes de lo atemporal, que quieren tener al menos un atisbo de historia, siguen prestando atención a esto.

La perspectiva de la literatura rara vez se ha identificado con la de la clase dominante, sino que siempre ha sido específica, limitada por intereses nacionales y de clase, marcada y circunscrita ya por el hecho de que su existencia presupone comodidad, por tanto riqueza y, por tanto, explotación. La pobreza extrema guarda silencio. Por esta razón, lo que hoy llamamos literatura universal concierne a los países industriales avanzados. Vietnam y Birmania están excluidos. Aún no está claro dónde llegaron los constructores. Si se examina la literatura en busca de huellas de los olvidados, y éstas son mayoría, se encontrarán en la sombra de las obras, en las figuras colaterales. Así aparece el proletariado parisino en La educación sentimental de Flaubert; pero su Dasein es aún más claro de leer en los rostros de la burguesía victoriana y en su lenguaje, es decir, en las tergiversaciones y deformaciones que dejó la época. Así, la literatura también habla de aquello sobre lo que guarda silencio. De todo esto la crítica de la historiografía ha sacado alguna ventaja y la crítica de la literatura muy poca. Las preguntas de Brecht, elevadas a criterios de juicio, conducen directamente a una dificultad teórica que tiene al menos cien años de antigüedad. Si lo tomamos literalmente llegamos necesariamente a las siguientes conclusiones: la literatura como historiografía sería Thyde Monnier, y no Marcel Proust; Theodore Dreiser y no Faulkner, Hans Fallada y no Kafka.

Ésta no era la intención de Brecht, sino de ese marxismo vulgar que entretanto ha perdido toda función teórica real, pero que hoy prácticamente sigue en el poder en muchos países. Redujo las Preguntas de un obrero que lee al fundamento de una perenne investigación inquisitorial y la crítica literaria a una especie de examen que involucra no sólo a los autores sino también a las obras. El error de principio utilizado por esta inquisición no es ciertamente un descubrimiento marxista, sino la parte hereditaria de una estética de clase alta.

En la segunda mitad del siglo XIX, en el momento de su mayor conciencia de sí misma, la ciencia burguesa vio el momento historiográfico de la literatura no como un problema sino como un hecho completamente obvio. Críticos como Taine le dieron un valor absoluto.

Su problema ciertamente no concernía a los albañiles; pero por aquellos días inició un estudio de la literatura que opera con los conceptos de monumento y testimonio. Desde entonces, las bibliografías han registrado títulos de series del siguiente tipo: Deutsche Literatur Literaturdenkmäle des 18. Jahrhunderts; Sammlung literarischer Kunst- und Literaturdenkmäler; etc. También surgió entonces el concepto del documento, que desde entonces ha cobrado fuerza y necesita un examen crítico urgente. “Las obras de arte - dice Taine - representan documentos, aunque sean monumentos”.

Estas tesis reducen la literatura a una colección pura y simple de fuentes que pueden catalogarse en relación con información objetiva y le quitan precisamente lo que la convierte en literatura. Finalmente, como documento, la factura de la lavandera puede tener el mismo valor que El cuento de invierno y con algo de razón se podría decir que una novela trivial de Benedikte Naubert, para la recopilación de datos sociológicos, daría mejores resultados que Las afinidades electivas; porque es más "representativo" desde el punto de vista demográfico. Quien lea ambas podrá extraer de ellas, entre literatura y sociedad, siempre y sólo relaciones unívocas y lineales, como las que dominan entre representación y objeto representado; raspa su tema manifiesto de la superficie de las obras y deja de lado lo que realmente importa, su contenido histórico-objetivo, que está mediado sin fronteras y, por lo tanto, no puede extrapolarse.

Heine y Engels eran conscientes de ello, pero no Taine y Plejánov. Rivales irreconciliables en su época, ambos coincidían sin embargo en una idea: no leían la literatura como una historiografía sui generis sino como un apéndice de la historiografía existente hasta su época. En lugar de someterlo a una revisión, en lugar de cuestionar sus premisas, quisieron reducir la literatura a las funciones de sierva de la historiografía.

La gran disputa sobre los métodos de crítica literaria de los últimos cincuenta años, desde Gundolf hasta Spitzer y desde los formalistas rusos hasta la Nueva Crítica norteamericana, ha puesto fin a este error. Sin embargo, la disputa no ha terminado sobre el tema en sí. El triunfo de la llamada interpretación inmanente a la obra demuestra que la crítica literaria burguesa ha comenzado a alejarse de la historia. En Alemania tenemos a Walter Benjamin y sus anexos.

Hoy sólo tenemos una idea de lo que puede significar la literatura como historiografía a través de las obras críticas de individuos: en Alemania los escritos de Adorno sobre Balzac y Beckett, en Francia los trabajos de Roland Barthes sobre Racine.

Llegaremos así a un terreno, en cuanto al método, extremadamente incierto, si volvemos a algunas obras. No tenemos otra opción. Dado que las creaciones y debilidades, el desarrollo y los problemas de la literatura alemana después de la Segunda Guerra Mundial están notoriamente tan relacionados entre sí, que la propia literatura es reconocida en grandes sectores como historiografía.

Después del fin del fascismo ésta era una tarea de la que no había escapatoria. Un escritor que eludió este requisito fue condenado. En el año 1946 aparecieron en Alemania las siguientes obras: Canción de alabanza, Escolta terrenal, Polvo mágico, La habitación de los pájaros; y nuevamente cuatro años después: La vieja fuente y El mundo intacto. De todo esto no queda nada, ya era papel de desecho nada más salir de las máquinas. Incluso el concepto de evitación sería excesivo si se aplicara a estos escritos; ni siquiera expresaban la huida de la realidad, sino sólo la parálisis que el shock colectivo había dejado como secuela en los vencidos. Quien quisiera liberarse a sí mismo, y también a los demás para quienes escribía, de esa parálisis debía articular el shock, recuperar el pasado, escribir la historia. Sabemos que este proceso continúa hasta el día de hoy, con giros, transformaciones e intentos cada vez nuevos. Al principio está la fase de intervención ingenua, a cualquier precio. En su mayor parte, los nuevos escritores de finales de los años cuarenta y principios de los cincuenta intentaron afrontar lo sucedido de una manera directa y frontal.

Para ello se necesitaba valentía pero también una falta de reflexión estética que hoy ya nos resulta difícil de comprender. Sin embargo, debemos tratar a esos escritores de manera justa.

Sería divertido y barato reprocharles sus defectos hoy. El hecho de que no se hayan tomado el tiempo de reflexionar sobre la crisis de la novela, de que fueran tan impacientes que no pueden no escribir en una libreta, es algo que incluso los honra.

En primer lugar menciono algunos títulos: Theodor Plivier, Stalingrado (1945); Günther Weisenborn, Memorial (1947); Hans Werner Richter, Los derrotados (1949); Heinrich Böll, ¿Dónde estabas, Adam? (1951); Gert Ledig, El órgano de Stalin (1955). En la RDA la literatura de la que hablo ha perdurado hasta hoy. Dos títulos entre muchos: Bruno Apitz, Desnudo entre lobos y Karl Mundstock, Hasta el último hombre, ambos de 1957. Estos libros en su mayor parte están hoy olvidados, tan olvidados como si no hubieran aparecido en nuestra época. Pondré un ejemplo que me parece característico.

 

No pudo arrastrarse más, el dolor lo paralizó, permaneció allí tendido y durante unos momentos toda su vida se desplegó ante él: un caleidoscopio de tormentos y humillaciones indescriptiblemente monótonas. Sólo las lágrimas le parecían importantes y reales, las lágrimas que corrían violentamente por su rostro hasta el barro, el barro que podía saborear en sus labios: paja, agua fétida, tierra y heno... Se levantó de nuevo, agachado. Abajo, buscó el rifle. Se tambaleó a través de la tormenta ahora suave. No llegaría muy lejos, también lo tenía claro. Antes sus probabilidades eran de diez a uno, ahora eran cero. Había intuido que tenía que ser así... ¡Se acabó el sueño, camarada! ¡Y llevabas diez años esperando algo completamente diferente! A nadie le gusta morir justo antes del final... Todavía lloraba cuando un disparo de cañón atravesó la viga del tejado de un granero y la gran choza de madera con sus fardos de paja prensada lo lapidó... La pared de al lado desapareció. Oyó el leve zumbido de las balas justo encima de su cabeza. Por un instante sintió la dolorosa presión del casco de acero contra su frente. Se abrazó al suelo. La tierra estaba húmeda por el rocío de la mañana.

 

Este texto no es una cita continua, sino un montaje. Se compone de cinco pasajes que tomé de diferentes libros. Sus títulos se encuentran entre los citados anteriormente; sería inútil volver a mencionarlos.

El pronombre «él» indica, por tanto, cuatro personas diferentes: un soldado en Hungría; un desertor en Noruega; el recluso de un campo de concentración en Alemania; un cabo en Italia. Los autores han dotado a sus héroes, con esmero y a veces con amor, de nombres, peculiaridades y destinos, en definitiva, de una individualidad. Sin embargo, se han vuelto inseparables, al igual que las situaciones y escenarios de las distintas acciones, como si fuera lo mismo estar prisionero en un campo de concentración, decidir desertar o querer obedecer las órdenes de sus oficiales. «Por unos instantes toda su vida se desarrolló frente a él» o «Había intuido que tenía que ser así», podemos decirlo tanto de uno como de otro. Incluso los autores difieren muy poco entre sí, al igual que sus personajes. Los textos no revelan desde qué perspectiva cuentan ni en qué idioma hablan.

Lo único que revela su trabajo uniforme y colectivo es que se expresa contra su voluntad: es decir, que la cosa no puede ser representada con sus medios; lo que significa, sin embargo: ellos, estrictamente hablando, se niegan a sí mismos: con esto todo realismo, que no reflejaba sus propios presupuestos, ya había agotado su función.

Podemos explicar lo que sigue de dos maneras: una de ellas, que concierne a la historia puramente literaria, es la preferida. El argumento, mal resumido, es más o menos el siguiente: durante doce años de oscurantismo e ignorancia, la literatura alemana estuvo excluida de todas las literaturas modernas. Los años cincuenta fueron, desde este punto de vista, una época de readquisición y recuperación no sólo de lo que se había producido a partir de entonces en el exterior, sino también de lo que había ocurrido en Alemania y, durante el fascismo, en los países del exilio. Esta era de descubrimientos dio a los últimos escritores alemanes lo que todo el mundo, excluidos ellos, ya conocía: el expresionismo, primero prohibido y luego olvidado, las grandes novelas de Proust, Kafka, Musil, Joyce, el teatro de Brecht, el surrealismo, la poesía moderna de todos los tiempos de todo el mundo, una riqueza que no se puede calcular con una enumeración. Esto es incontrovertible y, sin embargo, es sólo una verdad a medias. El proceso en el marco de la "recuperación" muestra demasiado sus características de simple actividad importadora, y en él la literatura mundial muestra demasiado su naturaleza de simple mercado global. Muy pronto surgieron, con total coherencia, voces críticas que, por ejemplo, hablaban de una moda Kafka (debe haber sido alrededor de 1955), como si Kafka hubiese llegado a nosotros como la buena nueva o un Robinson Crusoe, como si los escritores pudieran elegir según les apeteciera aquellas "influencias" o esas "corrientes" que tanto han fascinado a los historiadores literarios. La otra cara del proceso, su necesidad objetiva, desde nuestro punto de vista revela mejor su naturaleza. La literatura como historiografía se ve expuesta a las limitaciones del objeto con el que compite. Con "influencias" o modas no se puede hacer nada, pero surge la pregunta básica de cómo se puede representar aún el movimiento de la sociedad.

Este problema, tras el fracaso del primer intento, influyó en una segunda fase de la literatura alemana de posguerra. Sus primeros resultados, y al mismo tiempo los más atrevidos, son las pruebas de Arno Schmidt. Cuanto más crece nuestra separación con el tiempo (Leviatán se remonta a 1949, De la vida de un fauno apareció en 1953), más evidente se vuelve el carácter ejemplar de estos libros. Precisamente lo que a los contemporáneos a menudo les parecía manierismo y fantasía constituye su rigurosa legitimidad. Desde el principio, Schmidt rechazó y renunció al panorama histórico, a la evidente objetividad del gran fresco. Su prosa ignora la totalidad. Su perspectiva es sumamente subjetiva, un procedimiento historiográfico microscópico. Cinco años de hitlerismo están representados en De la vida de un fauno en instantáneas tomadas de la vida de un pequeño empleado de la oficina del comisario rural de la provincia del norte de Alemania. Las catástrofes históricas se reproducen, de forma microscópica, en la estructura de la conciencia y el lenguaje de este empleado y del entorno que lo rodea. Este mundo de detalles se representa nuevamente, más tarde, a mayor escala. De esta manera se consigue una precisión que desmiente cualquier panorama. Al mismo tiempo y de manera colateral, Arno Schmidt emprendió otro procedimiento para delinear la ya no representable totalidad del proceso histórico: la proyección al pasado como en Gadir y Alejandro, o al futuro, como en Espejos negros y La República de los Eruditos. Naturalmente, este proceso no es nuevo, y esta ruptura entre el presente y la historia o el futuro trae consigo el peligro de esquematización, de agotamiento, del que Schmidt no siempre ha logrado escapar. Partiendo de otros supuestos, autores más recientes como Peter Hacks y Peter Weiss han utilizado su experiencia. Tanto La batalla de Lobositz de uno como el drama de Marat del otro tratan muy poco de la historia del siglo XVIII; sino que ambos tratan indirectamente de la historia contemporánea.

El método del Fauno, es decir, la parte del todo historiográfico, ha sido hasta ahora rico en efectos. No es posible ni necesario documentar aquí la multiplicidad de perspectivas que se han desarrollado en esta dirección desde Koeppen hasta Herburger, desde Grass hasta Jürgen Becker. Un conjunto de sus escritos no daría, como ocurrió con las novelas de la primera época, un resultado homogéneo.

Cada uno de ellas, no tanto para sí mismas, sino para cada obra individual, ha desarrollado módulos narrativos claramente identificables e intransferibles. Alfred Andersch definió Muerte en Roma como una coreografía del momento político y con ello indicó la historia de tiempos, figuras y orientaciones rítmicas en la novela de Koeppen. Martin Walser llamó a su método narrativo Mimikry: concuerda perfectamente con la profesión de su héroe, un representante. Respecto a Grass y Johnson, Walter Jens destacó el carácter provinciano de la tendencia al detalle y citó el ejemplo italiano de la literatura rural; Reinhard Baumgart explicó las mismas circunstancias fácticas en su ensayo sobre La pequeña burguesía y el realismo, donde llega a esta conclusión: “La intervención en el entorno pequeñoburgués no se justifica en modo alguno sólo a nivel estético, como una especie de operación artística con el objetivo de desbloquear la narrativa estancada. El necesario ajuste de cuentas con el pasado, la intención política y moral han provocado que la mirada se adentre en la historia. En realidad, los libros de Böll, Grass y Johnson tratan con especial favor las cosas del pasado. Incluso Johnson, incluso si describe la situación actual en la RDA, choca continuamente con la burguesía estática, hundida en la esterilidad y la depresión."

En las obras citadas, desde las novelas de Koeppen hasta Felder de Becker, podemos ver una progresión que ciertamente sería mal traducida como progreso. Su desarrollo está sujeto a la ley de la reflexión progresiva. En Johnson, la dificultad de escribir la historia en las condiciones imperantes ya se vuelve temática, primero como conjetura y luego como descripción de la descripción. Incluso la capacidad de carga del detalle ya no es segura; ya no se confía en los principios de una perspectiva cada vez más estrecha y de parte por el todo.

Una tercera fase, más reciente, de la literatura alemana de posguerra, hace de estas dificultades para escribir la verdad su tema exclusivo. Los acontecimientos se marchitan: los hombres pasan unos junto a otros. Uno se sienta. Alguien está comiendo. La perspectiva misma, desde la que suele partir la narración, se convierte en objeto, como si ya no necesitara otros problemas. Así en el Diálogo de los tres que caminan de Peter Weiss, en los cuentos de Manig di Lettau y en la secuela del reportaje de Ror Wolf. Como sucedió en una fase anterior con Arno Schmidt, aquí también hubo un antecesor aislado que inmediatamente sacó consecuencias de sus premisas. Me refiero a Helmut Heissenbüttel, cuyos primeros trabajos aparecieron ya en 1954. Hubo que esperar una década para ver los resultados.

Nos encontramos ante una literatura que ya no se concibe como historiografía, una literatura que elude la historia y expresa esta evasión. Los críticos de derecha lo acusan de “elevar su falta de naturaleza a programa”, de ser “moda”, “artificio”, y lanzan todas las invectivas posibles en el repertorio del irracionalismo alemán, que siempre apunta en una supuesta “pureza”, pero esto no significa en definitiva otra cosa que la transfiguración de los fenómenos preindustriales. Estas reacciones son aburridas; ni siquiera son capaces de darle estructura a las cosas perdidas por las que se enojan mucho.

Por parte de la estética partidista de la RDA, la literatura alemana más reciente sufre una crítica de izquierda que opera como siempre con conceptos estalinistas y por lo tanto no es tomada en serio en Hamburgo ni Frankfurt, como tampoco en Praga o Budapest. Esta vulgar crítica marxista también tiene en mente valores positivos; también él, como su antagonista conservador de Occidente, cambia el descenso metodológico de la producción más reciente por la vanguardia vacía; también prefiere afirmar que la literatura es responsable de la incapacidad de expresarse y de la inmovilidad política de la sociedad alemana. Semejante crítica repetirá sin cesar el argumento de que la novela o la literatura está “en crisis” en lugar de comprender que de ahora en adelante la literatura sólo es posible como crisis de la literatura misma. Con esto ya se dice que la literatura como historiografía del futuro no puede dejar de verificar su propia posibilidad. Incluso cuando hay un intento expreso en esta dirección, recientemente en las obras de Alexander Kluge, se pone en duda no sólo el material de esta literatura, sino, ante todo, el método inherente a ella; precisamente por este aspecto es superior a la ciencia histórica. Las respuestas que encuentra no van más allá del texto, es decir, no te dejan en paz. La historiografía son, por ejemplo, las biografías de Kluge precisamente porque se limita al gesto de registrar y los libros de texto de Heissenbüttel corresponden como crítica del lenguaje de manera ejemplar pero exacta a la condición histórica de Alemania, un país al que, por ambos lados, ha hecho de la eliminación de toda alternativa política la piedra angular de su política. Pero la historiografía como esbozo necesita un futuro abierto. Dado que en ambos estados alemanes el futuro no significa más que la mera prolongación del ritmo de producción, su situación en un sentido específico carece de perspectivas y de posibilidad de ser investigada. Cuanto más muda e irrepresentable en su totalidad, más locuaz se ha vuelto la historia alemana en sus detalles. Documentos, memorias, testimonios de testigos presenciales, protocolos, fotografías, estadísticas, entrevistas, películas, investigaciones, peritajes, cintas grabadas, reportajes, anote estos detalles. La literatura no puede competir con estos "documentos". No hay duda: la confianza en el documento es ciega; confunde autenticidad con verdad e ignora por completo el carácter problemático de todo lo que parece garantizado por el puro y simple blanco y negro de la anotación. Lo que permanece invariable es la duda sobre todo lo recogido. Los escritores mencionados anteriormente participan de esta duda y la hacen productiva. Tienen que lidiar con la historia alemana, ahora desprovista de lenguaje, y que, sin embargo, como una figura de Beckett, sigue tartamudeando para sí misma.

 

 

NOTAS

 

1 ALFRED DÖBLIN, Berlín Alexanderplatz, Olten 1961, págs. 131 y sigs. (principio del libro IV). [Trans. por Alberto Spaini, Milán 1963, págs. 137 sg8.1.

 

2 GOLO MANN, La cita está tomada del capítulo Von Stresemann zu Brüning, «Deutsche Geschichte des 19. und 20. Jahrhunderts», Frankfurt am Main 1958. [En italiano, Historia de la Alemania moderna 1789-1958, Florencia 1964].

 

3 BERTOLT BRECHT, Gedichte, Fráncfort del Meno 1961, vol. IV, pág. 45. [Trad. de Ruth Leiser y Franco Fortini, en B. BRECHT, Poemas y canciones, Turín 1965].

 

4 Introducción a la Histoire de la littérature anglaise, 1863; Cito de RENÉ WELLEK y AUSTIN WARREN, Teoría de la literatura, Nueva York 1956. [En italiano, Teoría de la literatura y metodología del estudio literario, editado por Pierluigi Contessi, Bolonia 1956].

 

5 Böll, Mundstock, Apitz, Böll, Richter, trabajos citados.

 

6 El artículo aparece en el número 4 de la «Neue Rundschau», Frankfurt am Main 1964.