lunes, 25 de mayo de 2015

TÁNATOS Y CIVILIZACIÓN


En los primeros trozos de prosa de Austerlitz, la novela-bitácora de W.G. Sebald, nos encontramos con una nota a pie de página que recrea la sensación que hubo provocado en el autor el incendio de la cúpula del Lucerna Station en los Alpes Suizos. Años antes de aquel siniestro, en otro paisaje bien parecido, la Centraal Station de Amberes -Bélgica-, el mismísimo Austerlitz le contaba, con la pasividad del turista ocioso, la portentosa historia arquitectónica de ese monumento, matizado, por supuesto, con las vetas románticas e histriónicas que le eran inevitables al momento de narrar, naturalmente, las historias más complejas. Cosa que al parecer a Sebald le fascinaban, sobre todo porque Austerlitz era él mismo, pero uno mismo que se permitía esas digresiones. Un personaje. Un fantasma.
En ese pie de página, en aquellos breves pasajes, como entretejidos, encontramos unas fotografías. Un contrapunto entre la fotografía de esa cúpula de Amberes desmenuzada teóricamente por Austerlitz, casi a cabalidad en la página; y otra fotografía, más pequeña y como en un borde de la página, de la cúpula del Lucerna incendiándose, posiblemente extraída de un periódico de aquellas fechas (1971). 
La sensación descrita por el autor en ese pie de página, y esas fotografías que funcionan como textos inexplicables, provocan en la lectura una vividez, como también, otra forma de presentar el impacto, o en jerga médica: el shock, que lo ponen a uno en una posición ambigua, cuando al autor le da una especie de complejo de culpa dejando constancia de que probablemente el incendio lo había provocado él. "He visto a veces en sueños cómo las llamas brotaban de la cúpula e iluminaban todo el panorama de los Alpes nevados" - termina Sebald dando cuenta del desasosiego que aún le provoca un hecho, aparentemente, aislado. 



Podríamos hacer una unión casi artesanal de estos aspectos presentados en esta mínima escena de esta novela: por un lado, la apreciación intelectual del monumento hecho por el hombre, la contemplación estética, el goce; y por otro, la culpa -que, en fin, viene a significar querer ser culpable- del siniestro, como una forma de la destrucción (pongamos el ejemplo de la Historia Natural de la Destrucción -uno de los prodigiosos ensayos de Sebald- que de natural no tiene nada, pues de lo que se habla allí es de la destrucción provocada por el humano -¿o será que todo aspecto cultural, no deja de ser a la vez natural?).
¿A qué se quiere llegar con todo esto? Al Eros y al Tánatos, nuevamente por supuesto. Pero lo que quería introducir aquí es un gesto, más que una reflexión, que otro gran escritor presentó sin palabras en uno de sus libros más significativos. 


Enrique Lihn en la primera edición de La Musiquilla de las Pobres Esferas usó una fotografía de otra "cúpula" incendiada. En la solapa frontal, al reverso, una pequeña nota reza: techumbre de la Escuela de Bellas Artes luego del incendio, 1969. ¿Cómo presentar la destrucción de forma decorativa,  y a la vez, ocultamente conspicua, digamos elegante? Nadie ve en esos trazos en sepia, y como pintados encima, los restos de un museo en llamas. Nadie, al menos, de los lectores salteados, o con poca paciencia. No sé, tampoco, si esto es toparse con ese doble juego de la inteligencia de la obscenidad, o de lo obsceno como forma pensante, y como sentimiento.
La atracción por los monumentos devastados, este deseo ambivalente, de horror y éxtasis a un mismo tiempo: la contemplación estética, decía, y a la vez, como se acusara Sebald, la culpa; pero que en Lihn no deja de ser precioso, el horror precioso de la mendicidad, aquellas techumbres con las que se tapan del cielo los vagabundos; nuestra casa rota, diría quizás. Ese paraíso que disfrutamos a solas y con nuestra vergüenza de testigo. Esa atracción morbosa del esteta por todo lo pútrido y lo arruinado.
Un sentimiento que la verdad no comparto, sino solo fuera por el afán adolescente de ver arder las cosas sagradas.

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