miércoles, 29 de julio de 2015

TEOGONÍA DE LA LIBERACIÓN [Fragmento de "El Mal Lector"]





Imaginó que somos fragmentos de un Dios, que en el principio de los tiempos se destruyó, ávido de no ser. La historia universal es la oscura agonía de esos fragmentos

Jorge Luis Borges


No existiría Cioran sin Dios,
No existiría Nietzsche sin Dios,
no existiría Mainländer sin Dios.
Sin Dios no hay nada.
Todo surge de Dios.
Sea tangible o mentira, sea una blasfemia a la vida
o una bendición. Todo
surge de Dios. De la neurosis universal,
diríamos en Freud.
Queridísimos fieles, laméntense,
nada existe sin Dios; prueben a deshacerse de él, incluso no creyéndole:
una paranoia terrible os atacará.
Pero, hay una palabra clave en aquel aforismo borgeano
y esa es: imaginar. El imaginar
de Castoriadis, el imaginar
de Breton, el de los Situacionistas.
Mainländer imaginó a un Dios suicida, que antes de hacer
aparecer lo que de hecho vive, murió;
y en la medida de su agonía se extienden las fronteras del universo.
Los límites del universo no son sino los aullidos del divino moribundo,
el movimiento con que la muerte devora
la vida, y con el que, así mismo, la vida
se devora a la muerte. Muerte de vida,
muerte viva, eros y thánatos perpetuo; el fuego circulando
por las redes de Moebius,
un Moebius imaginado por otro Moebius.


Es 31 de marzo de 1876. El filósofo alemán
Philipp Batz contempla no sin admiración
la portada del primer ejemplar de su primera obra.
Acaricia el lomo plomizo de género, escucha cantar a un canario.
Tiene 34 años. Camina con la displicencia que lo caracteriza
por el empedrado que lo conduce a su casa. De una mano
le cuelga un abultado maletín con varios ejemplares de su libro.
Toma asiento en el comedor, enciende su pipa con el mismo tabaco
                                                         [renegrecido de la pasada noche.
Expulsa unas volutas amplias y grises como sus libros.
Acerca algunas hojas dispersas sobre la mesa y revisa sus apuntes.
Odia su caligrafía que ha ido tomando, con el tiempo,
los contornos y ondulaciones de la caligrafía árabe.
Entra a su estudio en penumbras y escudriña a tientas
en un cajón. Da con un cuaderno de su adolescencia,
la letra es timbrada, negra y locuaz. Siente una ridícula nostalgia.
En un gesto, que aparenta revisar de reojo,
pasa velozmente las páginas y se detiene en una al azar.
Lee lo siguiente:

febrero de 1860. Entré en una librería y le eché un vistazo a los libros frescos llegados de Leipzig. Ahí encontré El Mundo como Voluntad y Representación de un tal Schopenhauer, pero ¿Quién era Schopenhauer? El nombre nunca lo había oído hasta entonces. Hojeo la obra, leo sobre la negación de la voluntad de vivir y me encuentro con numerosas citas conocidas en un texto que me hace preso de sueños.[1]  

Luego de una panorámica absorta a su casa, cierra el cuaderno.
A eso de las 7 toma un baño, se prepara comida
y se la lleva a su habitación, junto con un libro de Kierkegaard.
Lee a la luz de una bujía.
Cerca de la media noche, se levanta, va a la cocina
a buscar su maletín. Apila los libros como una torre irregular
a un costado de su camarote. Coge un lazo que cuelga del techo
y se lo ata al cuello.
De la cama se encarama a la pila de libros
y, sin preámbulos, los deja derrumbarse




 Extraído de "El Mal Lector" de Sebastian Diecz





[1] Von Verwesen der Welt und anderen Restposten, Leipzig: Edition Sonderwege bei Manuscriptum.

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