He aquí a simple vista un articulito, que si se le presta atención, una atención casi clínica, podría perfectamente convertirse en un tratado psicosocial de las familias. El clásico diagnóstico que hiciera Tolstoi al comienzo de Ana Karenina lo toma prestado Pedro Mairal (Buenos Aires, 1970) para hacer otro diagnóstico sino lúcido, sí mucho más útil. Mairal parece ser un viviseccionista de lo común y corriente a tal punto que logra poner las palabras en tu boca para nombrar hechos evidentes, situaciones presentísimas, que te involucran a lo largo del día y que uno no se toma el tiempo (o la razón) de nombrar. Un lenguaje no, como suele decirse, sencillo, sino llano, sin asperezas, práctico en fin, que se ha convertido desde ayer en una de mis últimas lecturas devotas y placenteras.
El Subrayador, libro que contiene una serie de artículos de diversa especie, publicado por ediciones LAUREL de Chile (Anteriormente publicado como El Equilibrio, por Garrincha Club en Argentina) se presenta como un ejercicio de la conjetura, de ojo clínico, hábil de palabras e inteligentísimo, que podría emparentarse, sin duda, con otro que ya he presentado en el blog, el gran escritor mexicano Fabio Morábito y su Idioma Materno, otro texto de rara especie, breve y profundo, como los haikús.
Existen dos tipos de familias: la teatral y la telepática. La familia teatral es la más expresiva, donde todo sale para afuera y la gente se grita las cosas en la cara. Familias de estilo italiano, por ejemplo, donde los hermanos pueden tirarse las sillas por la cabeza y al rato estar abrazados riéndose. Los conflictos salen a la luz, se ventilan en la mesa, hay confrontaciones, se levanta la voz, todo sucede más rápido, porque la energía se libera, el conflicto se vuelve materia actuada para todos los presentes. Esas familias ya tienen abiertos los canales de lucha y así aprovechan como un deporte en los asados y comilonas, se miden entre sí, forcejean. La madre o el padre quizá hacen de árbitro, aunque nadie está libre del “¿y vos qué te metés? ¿Qué te peinás si no salís en la foto? No saltés que no hay charquito”, etc. Los invitados o familiares políticos recién llegados pueden asustarse, porque les parece que se van a matar, que de esa pelea no se vuelve, que ese llanto va a incubar un odio eterno, que el insulto le va a quedar colgado al otro de por vida. Y no. El fluir del domingo dentro de la casa se va llevando lejos el mal rato, un par de carcajadas soplan la nube de la mala onda, lo dicho dicho está y quedó claro. El sacudimiento de brazos en plena discusión fue como un karate a distancia, un “kame hame ha” de dibujito japonés, puños aéreos de llamas encendidas, y así se resolvió, uno aplastó al otro, lo revolcó en el barro de la humillación doméstica, le enseñó, sonó un portazo, bajó al rato la hermana menor después de encerrarse a llorar en el baño, la tía hizo el rogel famoso y no faltará quien le diga que le salió horrible, un mazacote, aunque igual se lo coma y pida otro pedazo.
La familia telepática, en cambio, es para adentro, más de drama psicológico, de angustia larga y silenciosa. En este tipo de familia no se pierde nunca la cordialidad básica, y toda emoción se terceriza. “Estuviste medio duro con papá, aflojá un poco”, o “A tu hermana no le gustó nada que te metas con el tema del bautismo”. En la mesa se cuentan anécdotas, se intercambian opiniones que pueden diferir, pero nadie lleva nada al plano personal. A lo sumo el aparente choque mínimo se resuelve en chiste y la causa pasa al juzgado telefónico del lunes a la mañana, donde alguien hace de mediador, habla con uno, habla con otro, el tema se patea, quizá se disuelve pero queda como el mercurio en el agua. Y se hacen intensas telepatías donde cada uno cree que el otro debería ya haber entendido algo que nunca se dijo. Hay mucha burocracia emocional, se trabaja la culpa con triangulaciones del mensaje. No se le pega directo a la bocha, se juega al menos a dos bandas, hasta con el cariño, porque “dice mamá que Sofi está tan agradecida con ustedes”. Se aman y se odian pero a través de los ríos subterráneos. Aunque esté presente en los gestos distantes, la palabra amor no se susurra cara a cara ni en situaciones terminales, y así todo lo no dicho se puede volver cuento o poema o novela, pero nunca teatro.
En El Subrayador, Ediciones LAUREL, 2014
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