lunes, 16 de enero de 2017

SOBRE LA NOVELA ALEMANA ACTUAL/ 1 ARTICULO DE ANTONIO AVARIA

 Antonio Avaria, junto con Mauricio Wacquez, ha sido uno de mis últimos y más deslumbrantes descubrimientos. Estoy seguro de que la verdadera literatura chilena aún está por descubrirse, pero con estos dos ya me he colmado. Tengo para meses de lectura. Avaria además de cuentista fue un prolífico articulista y ensayista. Wacquez quizás no escribió mucho, pero aún así sus libros son definitivamente inencontrables, joyas que las editoriales se han negado a republicar, ya sea por ignorancia, ya sea por lisa indiferencia. 
Lo que quiero mostrarles a continuación es uno de los tantos artículos que componen "El interlocutor perpetuo", editado por la extraña y excéntrica editorial Pequeño Dios Editores. La solapa avisa que está en proceso de editarse un segundo volumen de ensayos, y espero, considerando que el libro es del 2015, no hayan desistido en sus intenciones, pues a lo extraña y excéntrica me refería  a que o publican libros demasiado baratos o sus canales de distribución son malísimos, dos hechos catastróficos para una editorial independiente que desee mantenerse en el tiempo; a menos que se trate de editores kamikazes, lo que no estaría nada de mal. El caso es que quiero leer al Avaria ensayista. El articulista ya me ha deslumbrado. Si bien los artículos abarcan un amplio abanico de años, y por ende de situaciones que afectan al escritor (exilio, vuelta, censura) noto que el tono es sostenido. Lo único que cambia, puedo decir, es su mala leche; con el correr de los años percibo un dejo de acidez, de objetividad parca y estricta, que llegan a catalogar, por ejemplo, el volumen de "El circo en llamas" sobre los artículos de Enrique Lihn, como "mole descomunal", cuyo "valor se esfuma o pierde brillo, y músculo, ante tamaña obesidad", comentario que si bien recae en el antologador (Germán Marín), no deja de lado a Lihn de quien acusa artículos con "sintaxis enrevesada" y confusos. 
El siguiente artículo trata sobre la novela contemporánea alemana, contemporánea para aquellos años (¡1962!) en que Böll era novedad y Günter Grass un precoz novelista adolescente con apenas unas cuantas novelas. 






No sólo el mujerío: también la literatura fue fecundada por las tropas de la ocupación. Traían en su séquito a Hemingway, Faulkner, Joyce, V. Woolf, Sartre, Maiakowski, Proust, Eluard, García Lorca. En Alemania, la obra de estos escritores fue conocida después del 45. Porque desde 1933 esta nación había sido –en lo cultural– una torre de marfil oliente a gas. Existía un libro negro con una leyenda a letras rojas: Verboten und Verbrannt, “Prohibidos y quemados”; eran 250 nombres de alemanes degenerados, algunos apreciados ya internacionalmente (Thomas y Heinrich Mann, Brecht, Döblin, Kaiser, los Zweig). Estos datos bastan para poner de relieve la circunstancia espiritual de la generación que sobrevivió al desastre.
Con los extranjeros y con los proscritos recomenzó la novela en las –ahora– dos Alemanias. Después de década y media de vida literaria estrangulada, aparecen tres novelas de escritores que habían realizado en el exilio una obra vasta: La ciudad detrás del río de Hermann Kasack, Dr. Faustus de Thomas Mann y Juego de abalorios de Hermann Hesse.
Los nuevos, empero, ¿dónde estaban? Los nuevos fueron retenidos algún tiempo en los campos de prisioneros de las fuerzas aliadas. Los que volvían –vencidos por la desilusión, por haber mirado el reverso atroz de los idealismos– no encontraban su hogar; no les esperaban sus mujeres, ni sus novias. Llevaban dentro las náuseas de los últimos años y para echárselas fuera requerían de otro lenguaje que el de Erich María Remarque. “Ya no necesitamos un clavecín bien temperado. Somos demasiada disonancia”, dice Wolfgang Borchert en uno de sus manifiestos. He llamado “tragedia onírica” a la pieza teatral Detrás de la puerta de este autor muerto a los 27 años, el testimonio más auténtico y dolorido de la generación alemana de la derrota.
Primero fue el cuento manejado con precipitada técnica realista, que no encontraba su idioma adecuado. Las narraciones de entonces parecen traducciones defectuosas de Hemingway; pero son historias vividas, literatura de desahogo vertiginoso, repentista, a la manera de las primeras crónicas de nuestra América. De la relación innumerable de autores, algunos nombres consiguieron imponerse; así Ernst Kreuder (que nos visitara en septiembre), Wolfdietrich Schnurre –ganador en 1962 del importante Premio “Georg-Mackenzie”– y el más popular de todos hasta hoy, Heinrich Böll. Desde 1949 la consigna del propio autor, de editores, libreros y público ha sido: “Cada año un Böll”. Diez volúmenes de cuentos y novelas cortas, y la calurosa simpatía del escritor de Colonia, han cimentado un renombre ya universal. Novelista católico, creyente a rajatablas en la función social de la novela, sus obras son traducidas a muchos idiomas y obtienen enormes tirajes en los países de ambos mundos. Es hábil en la sátira y magistral su oficio de narrador; sin embargo, creo que el afán didáctico resta fuerza de persuasión al esguince final de sus novelas; no siempre convence aquel “tirón del sedal” que llamara Evelyn Waugh. Es el caso, entre nosotros, de José Manuel Vergara. Tampoco escapa a esta crítica la obra más importante de Böll, una novela de gran aliento y de sensacional éxito de venta: Billar a las nueves y media, de 1959, traducida en 1961 por Seix Barral al español.
El sino trágico del escritor alemán del novecientos se torna ejemplar en la figura de Hans Erich Nossack. Aunque nacido en 1901, no pudo publicar –por razones políticas– sino después de la guerra. En julio de 1943 su ciudad natal de Hamburgo fue destruida (un 85%, según ha demostrado la estadística); la totalidad de sus manuscritos se perdió entre las llamas. Nossack debió comenzar de nuevo; sus narraciones, alucinantes, son informes escuetos de ultratumba, escritos desde una muerte que él conoce mejor que nadie. Es sabida la admiración de Sartre por el autor de Reportaje a la muerte (1948); el alemán recrea los mitos griegos sobre el escenario en ruinas de su patria. Su novela más reciente, Después de la última rebelión, de 1961, puede colocarle junto a los grandes de su lengua. El mismo año recibió una de las distinciones literarias más importantes –entre las incontables que se otorgan en Alemania: el Premio Georg-Büchner.
Los muertos van ocupando poco a poco el lugar que les fuera alevemente usurpado en su vida mortal. Al redescubrimiento de Kafka siguieron las ediciones de los libros de Hermann Broch, la nombradía póstuma, universal de Robert Musil, la valoración de la obra crítica y satírica de Heinrich Mann, el cual –por el insobornable compromiso moral de su vida y de su obra– es preferido sobre el escepticismo exhausto, más y más museal de su ilustre hermano.
En los últimos tres o cuatro años se ha hecho presente un grupo de escritores que –de poseer los alemanes la fantasía de Enrique Lafourcade y el buen humor para esos ringorrangos– podría motejarse de Generación del 50. Todos ellos comenzaron a escribir en esta década y han nacido hacia 1927. Su obra –ya bastante voluminosa– es crítica, desesperanzada, va contra las gastadas ilusiones que afincan el llamado milagro económico de Europa y la lacerante historia actual de Alemania; es consecuente, crudamente satírica, esperpéntica a veces; y aunque (o porque) no le falta paciencia para la gramática, ha creado un idioma nuevo en la literatura alemana. En poesía está el discutido Hans Magnus Enzensberger (gran catador de Neruda, como pueden dar fe sus amigos chilenos de Friburgo), en teatro principalmente Wolfgang Hildesheimer, Siegfreid Lenz y Johannes Noever. Los novelistas –cuya fama ha pasado ruidosamente las fronteras– se llaman Günther Grass, Martín Walser y Uwe Johnson.
En otro trabajo se rendirá cuenta extensa de esta novísima generación, cuyos antecedentes he querido mostrar a vuelapluma.



1962, Revista Alerce





Antonio Avaria nació en 1932, y murió en 2006. Destacó como cuentista con libros como "Primera muerte" (1971) y como articulista de diversas revistas chilenas. 

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