viernes, 6 de enero de 2017

LA PATRIA ELECTRICA/ RE





1.





Era aquel día, como cualquiera, y Rimbaud no podía ir andando bajo el sol carnoso de Santa María con esa típica resaca de la puta y el demonio sin beberse antes una cerveza en el Berna. Es lo que hace sin falta a la vuelta de cualquiera de aquellas borracheras, olímpicas y amanecidas, en casa de Alejandra. Sin saludar a nadie, toma asiento en la eterna mesa de la terraza, levanta el brazo y al camarero le pide «una botellita de litro», y cuando le dice esto, sea quien sea, debe saber que es una Bear Beer, helada por supuesto, y con dos vasos, uno para él y otro para quien quisiese acompañarlo. Lo conocen allí, no es nuevo en el barrio y lo respetan aunque nadie sepa su verdadero nombre. Por regla se bebe dos. Después emprende medio ebrio y hecho un chaplin, camino hacia el ala norte de la ciudad: por la Girondo enfila al norte unas diez cuadras hasta cruzarse con calle Mandrake, frente a la estación de bomberos, y de ahí hasta esquina Aldecoa donde está la Marinetti.
La Marinetti es la librería de Santa María.
En ello se encontraba aquel día, en un estado de gracia, como el de un santo, entre medio ebrio y medio feliz, conciente en cualquier caso , escribiendo un largo poema en su libretita de bolsillo. ¡Qué mejor que escribir poesía con el alba y medio ebrio! 
Como se dijo, de ser posible siempre procuraba hacer lo mismo: levantarse con el sol, ir al Berna o, cómo no, al Club Progreso, otro sitio frecuentado por resacosos y maleantes a dos cuadras de la librería, frente a la pieza que Malabia le arrendaba a una señora llamada Litty. 
Litty era viuda de poeta.
Litty era esposa de JCOn.
Luego, poseído por la gracia del alcohol y la mañana, paseaba por la ciudad, descubría sus ocultas costuras y moradores para terminar robando libros en la Marinetti, pues, a su modo de ver, en aquel estado se haría indetectable. 
Pero aquel día algo ocurrió.
Rimbaud cayó. 
Aquel día, todo sucedió 
así más o menos: apenas hubo entrado en la librería, antes siquiera de saludar a Belo, su tentación se dirigió a una selección de escritos sacados del Die Fackel, que es lo mismo decir “sacados de Karl Kraus”, del periodista solitario, que recientemente había sido editada por Visor, en su colección La Balsa de la Medusa, tapas de un blanco arenoso, y uno de los pictogramas de una primera plana del famoso periódico. Las notas editoriales eran de  José Luis Arántegui. Se llamó o se llama Escritos.
En su reverso el libro dice:

Si no se me quiere reconocer ningún logro positivo en esas dos mil páginas de guerra de Die Fackel ―un fragmento de lo que me vedaron los obstáculos técnicos y estatales―, en todo caso se me tendrá que acreditar que rechacé sin esfuerzo día a día las asquerosas proposiciones del poder al espíritu: sostener mentira por verdad, injusticia por derecho, y rabia por razón. ¡Pues no hubo valor como el mío, ver al enemigo en posiciones propias! Y quien no conoció el miedo ante el poder en acción, a él y sólo a él corresponde no tener compasión ninguna ante el poder quebrantado. Y eso que el estado de ánimo que le hace cara a la tan alta autoridad subalterna fue siempre a través de toda tristeza, de todo dolor y todo escarnio, una invencible serenidad. Y dar semejante testimonio ya es bastante sacrificio. Pues, ¿dónde podría hallarse una obstinada resistencia más dura que la de tener que reírse cuando uno quisiera salir corriendo a sollozar en el último bosque, al que no se haya llegado a fumigar todavía ese destino organizado?, ¿qué la de mantenerse incapaz de creer en la gloria de una gloria que paseaba por un mundo vuelto hambre, miseria, andrajos y piojos con sus laureles en la mochila?, ¡dónde más que en sostenerse en el sitio, rodeado de un complot miserable de matarifes y magnates que emborrachan a un pueblo invitándolo a hacer honor de un vino de batalla hasta darle golletazo, y que se lo daba para desplumarlo!


Entonces saluda a Belo, se conocen de años. Éste lo invita para mostrarle las novedades recién llegadas de España —nuestros proveedores cerebrales, dice. En el mesón, de paso hacia una ruma de libros nuevos con olor a cola y a papel fresco, se encuentra susodicho mamotreto de Kraus. Queda deslumbrado en sordina. Lo ve de reojo. Calcula inmediatamente en cómo obtenerlo. Echa un vistazo al margen de la página cordial donde puede ver la cifra: $XXXXXX, unos XXXX dólares. Traga saliva y procura esconder su regocijo. 
El librero, al que llamaremos ya por su nombre: Gutenberg, Gutenberg Belo (personaje lamentable por donde se lo mire, mezcla de vanidad y etérea erudición de editor o vendedor de diarios y para colmo bautizado con el nombre de quien inventara la máquina que nos ofrece hoy nuestros amados libros), se parecía a un sefardí empobrecido, de edad indefinida, cuyas patillas encanecidas daban luces más o menos de cuánto tiempo llevaba en el mundo robando oxígeno. Rimbaud desde que lo conocía lo había visto con la misma ropa, lo que no dejaba de ser curioso pues lucía como nueva, ¿se baña con la ropa puesta?, se preguntaba Rimbaud en sus momentos de mayor ociosidad mental, ¿se baña? ¿duerme en la librería? ¿tiene familia? Y allí estaba aquel ser casi irreal, con las mismas converse, la misma chaqueta, y el rostro saltón mostrándole indemne al paso del tiempo, en una provincia perdida, en el centro de Latinoamérica, lo que tenían de respetable las sagradas editoriales españolas. 
El interés de Rimbaud, por supuesto, no dejaba de ser el Karl Kraus y lo tenía cerca, bajo la palma de su mano izquierda, entre tocándolo y no, meditando qué hacer; un qué hacer intrínsecamente leninista, es decir, en cómo sacar ese libro de allí sin pagar ni un solo peso. En tanto Gutenberg —el Idiota, lo llamaremos desde ahora— le daba la lata con los diarios de la locura de Louis Althusser que había publicado hacía poco una editorial carísima, Herder o Siglo XXI, Rimbaud calculaba las distancias y los tiempos para cometer el ilícito. 
La librería constaba de seis extensos mesones dispuestos a lo largo del salón, cada uno con el membrete de una sección definida, y muebles altísimos, diría de casi cinco metros, repletos de libros, usados y nuevos, a los que se les alcanzaba a través de una escalera rodante. Esa escalera, aparentemente infinita, le daría la posibilidad a Rimbaud de sacarse de encima un momento al Idiota. Calculó, palpando el bolsillo de su abrigo, si las dimensiones del libro se ajustaban a ellas. Fueron unos cuantos minutos de cinismo cuando decidió pedirle uno de esos libros polvorientos que se encumbraban en las alturas de aquellos muebles interminables. Cuando el Idiota apenas se dispuso a escalar para alcanzarlo, Rimbaud se metió inescrupulosamente el libro en el bolsillo. Supuso que lo había hecho bien porque Gutenberg no se había dado la vuelta en ningún instante. Cuando por fin lo encontró, se volteó y le miró para alcanzárselo, y Rimbaud aún no se percataba de que el libro resalía en algo de su bolsillo. No aflojando aún su bucólica sonrisa, quizás muy fingida y apresurada, le pidió otro libro ubicado cerca del extremo opuesto de la habitación. El Idiota transportó la escalera hasta ese lado cuando mientras se volteaba para cerciorarse del libro que le pedía, y metiendo el menor ruido posible, lo acomodó. El bulto, si se le hacía un pequeño hueco dentro de su abrigo, pasaba desapercibido.
Pero cuando el Idiota bajó, fue que le preguntó:
—¿Qué hiciste?
Frunció el ceño y una ola fría le recorrió el pescuezo; aunque jurara de rodillas que el Idiota no se había dado cuenta.
—Te metiste algo en tu bolsillo, en ese de ahí ―y apuntó hacia el bolsillo que no tenía nada. Rimbaud, envalentonado, lo instó a que se acercara a revisarle el bolsillo. 
—Mira, pásame el libro que te metiste en el bolsillo, y terminamos con esto al tiro— y al comprobar el rostro impávido de Rimbaud, alzó la vista inquisidor y con un dejo de tontería.
—A ver, a ver Guti ―sus familiares le decían Guti― ¿qué me querí decir? —con tono ofendido.
—Lo que escuchaste —y se cruza de brazos.
Rimbaud hace un ruido con la boca que se asemeja a la respiración de una serpiente y le dice: 
―¡Eh Guti! ¿de qué me estai acusando? ―y en el momento en que una nube muda quedaba levitando entre ambos, soltó― parecí un lunfardo asexuado .
—¿Ah? ― descolocado abre la boca, aparentemente no sabe lo que es un lunfardo… bueno, Rimbaud tampoco lo sabe, pero era lo de menos, en la tempestad lo importante es la fachada y el Idiota tenía lo suyo, hay que decirlo. Era un idiota convencido de serlo.
—Te metiste un libro en el bolsillo, hueón, te vi— dijo por fin, con aquel tono de traidor victimizado, pedestre.
Rimbaud miró a sus dos lados como rastreando una mosca inexistente, hasta fijar su vista en él para con el tono más hipócrita e histriónico decirle:
—Mira Guti, hagamos un trato (odiaba que le llamaran Guti). Sí, no te miento, me metí un libro en la chaqueta ―y se lo muestra, el libro de tapas azules y bordes negros, y con un grosor que explicaba los tantos volúmenes que hubo de tener el Die Fakel en sus años gloriosos e impopulares (que ni se comparan con estos articulitos publicados en El Liberal por los pobres reaccionarios de nuestra ciudad) y, mirándolo con firmeza a los ojos, Rimbaud continuó con lo que era ahora una amenaza: ―y me iré con él a mi casa, y lo leeré recostado en mi catre, y lo subrayaré, y tomaré notas en los márgenes, le pondré mi nombre en el reverso de la tapa con un lápiz de tinta, porque este libro es mío, y ha sido mío desde el momento en que el desconocido que lo trajo aquí, decidió dejarlo aquí. 
Fue una declamación ronca, cargada de potencia; lamentablemente patética. Pero después de un silencio meditativo, Guti lo increpó de todas formas con lo que se llamaría un sermón de un catolicismo en estado puro: primero le dijo que lo encerraría en el sótano, que luego llamaría al junior —un italiano enorme y estúpido— para que le diera una paliza, luego llevaría arrastrándolo hasta unas cinco cuadras de allí, muy cerca de los restos del Cine Apolo, a la oficina de don Juan Urbe (el gerente, un cerdo por donde se lo mire) a explicarle su ilícito, para finalmente 
Al terminar con esta parrafada con el tono de un niño acusete y llorón, Rimbaud lo mira fijamente y con toda calma le dice paladeando sus palabras:
—Guti, ¿creí que soy hueón? ―al Idiota se le abren los ojos como platos― ¿vo de verdad creí que soy hueón? ¿creí que te estoy creyendo tu sermoncito de mierda, tu discursito de empleado leal y hueá? Te equivocai. Conozco tu historial, Guti. Le trabajé años al conchetumare de jefe que tení, te vi entrar con esa misma carita de hueón, e irte cagao de miedo, con las manos en los bolsillos. Te dejé robar libros, hueón, tantos que ya ni me acuerdo cuántos eran. ¿De verdad creíste que pasabai desapercibío?, ¿desde hace cuánto que creei que soy un hueón? ¡Y ahora además me amenazai, conchetumare! ―Rimbaud golpeó el mesón, el Idiota dio un paso atrás―. Ladrón no acusa a ladrón, Guti. Métetelo en la cabecita de presbiteriano que tení. Si caigo yo, te caí tú. Incluso, ¿quién no se fía de que no lo sigai haciendo?, teni toas las hueas de libros a tu disposición. ¿Querí ver cómo te arrastro hasta la oficina del culiao de Urbe, y te hago confesar a puro cornete? ¡Me tay viendo la cara, culiao! Vamo a ver tu biblioteca. Es cosa que le diga a tu cagá de jefe que en tu biblioteca están todos los libros culiaos que le faltan en la librería, ¿te imaginai la cara del JUX? Yo ya quiero verla. 
Se oyen los dientes del Idiota rechinar mientras mira con desparpajo la rígida cara de Rimbaud. Sin dejar de hacerlo levanta el auricular del teléfono rojo que tiene a un costado. ¡Lo va a hacer!… Rimbaud abre los ojos como un aldeano exorcizando un hechizo.
—Vai a decircelo vo a Don Juan, ¿se conocen caleta, no? —le instó con sorna ofreciéndole el teléfono.

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