Antonio Avaria, junto con Mauricio Wacquez, ha sido uno de mis últimos y más deslumbrantes descubrimientos. Estoy seguro de que la verdadera literatura chilena aún está por descubrirse, pero con estos dos ya me he colmado. Tengo para meses de lectura. Avaria además de cuentista fue un prolífico articulista y ensayista. Wacquez quizás no escribió mucho, pero aún así sus libros son definitivamente inencontrables, joyas que las editoriales se han negado a republicar, ya sea por ignorancia, ya sea por lisa indiferencia.
Lo que quiero mostrarles a continuación es uno de los tantos artículos que componen "El interlocutor perpetuo", editado por la extraña y excéntrica editorial Pequeño Dios Editores. La solapa avisa que está en proceso de editarse un segundo volumen de ensayos, y espero, considerando que el libro es del 2015, no hayan desistido en sus intenciones, pues a lo extraña y excéntrica me refería a que o publican libros demasiado baratos o sus canales de distribución son malísimos, dos hechos catastróficos para una editorial independiente que desee mantenerse en el tiempo; a menos que se trate de editores kamikazes, lo que no estaría nada de mal. El caso es que quiero leer al Avaria ensayista. El articulista ya me ha deslumbrado. Si bien los artículos abarcan un amplio abanico de años, y por ende de situaciones que afectan al escritor (exilio, vuelta, censura) noto que el tono es sostenido. Lo único que cambia, puedo decir, es su mala leche; con el correr de los años percibo un dejo de acidez, de objetividad parca y estricta, que llegan a catalogar, por ejemplo, el volumen de "El circo en llamas" sobre los artículos de Enrique Lihn, como "mole descomunal", cuyo "valor se esfuma o pierde brillo, y músculo, ante tamaña obesidad", comentario que si bien recae en el antologador (Germán Marín), no deja de lado a Lihn de quien acusa artículos con "sintaxis enrevesada" y confusos.
El siguiente artículo trata sobre la novela contemporánea alemana, contemporánea para aquellos años (¡1962!) en que Böll era novedad y Günter Grass un precoz novelista adolescente con apenas unas cuantas novelas.
El siguiente artículo trata sobre la novela contemporánea alemana, contemporánea para aquellos años (¡1962!) en que Böll era novedad y Günter Grass un precoz novelista adolescente con apenas unas cuantas novelas.
No sólo el mujerío:
también la literatura fue fecundada por las tropas de la ocupación. Traían en
su séquito a Hemingway, Faulkner, Joyce, V. Woolf, Sartre, Maiakowski, Proust,
Eluard, García Lorca. En Alemania, la obra de estos escritores fue conocida
después del 45. Porque desde 1933 esta nación había sido –en lo cultural– una
torre de marfil oliente a gas. Existía un libro negro con una leyenda a letras
rojas: Verboten und Verbrannt, “Prohibidos y quemados”; eran 250 nombres de
alemanes degenerados, algunos apreciados ya internacionalmente (Thomas y
Heinrich Mann, Brecht, Döblin, Kaiser, los Zweig). Estos datos bastan para
poner de relieve la circunstancia espiritual de la generación que sobrevivió al
desastre.
Con los extranjeros y
con los proscritos recomenzó la novela en las –ahora– dos Alemanias. Después de
década y media de vida literaria estrangulada, aparecen tres novelas de
escritores que habían realizado en el exilio una obra vasta: La ciudad detrás
del río de Hermann Kasack, Dr. Faustus de Thomas Mann y Juego de abalorios de
Hermann Hesse.
Los nuevos, empero,
¿dónde estaban? Los nuevos fueron retenidos algún tiempo en los campos de
prisioneros de las fuerzas aliadas. Los que volvían –vencidos por la
desilusión, por haber mirado el reverso atroz de los idealismos– no encontraban
su hogar; no les esperaban sus mujeres, ni sus novias. Llevaban dentro las
náuseas de los últimos años y para echárselas fuera requerían de otro lenguaje
que el de Erich María Remarque. “Ya no necesitamos un clavecín bien temperado.
Somos demasiada disonancia”, dice Wolfgang Borchert en uno de sus manifiestos.
He llamado “tragedia onírica” a la pieza teatral Detrás de la puerta de este
autor muerto a los 27 años, el testimonio más auténtico y dolorido de la
generación alemana de la derrota.
Primero fue el cuento
manejado con precipitada técnica realista, que no encontraba su idioma
adecuado. Las narraciones de entonces parecen traducciones defectuosas de
Hemingway; pero son historias vividas, literatura de desahogo vertiginoso,
repentista, a la manera de las primeras crónicas de nuestra América. De la
relación innumerable de autores, algunos nombres consiguieron imponerse; así
Ernst Kreuder (que nos visitara en septiembre), Wolfdietrich Schnurre –ganador
en 1962 del importante Premio “Georg-Mackenzie”– y el más popular de todos
hasta hoy, Heinrich Böll. Desde 1949 la consigna del propio autor, de editores,
libreros y público ha sido: “Cada año un Böll”. Diez volúmenes de cuentos y
novelas cortas, y la calurosa simpatía del escritor de Colonia, han cimentado
un renombre ya universal. Novelista católico, creyente a rajatablas en la
función social de la novela, sus obras son traducidas a muchos idiomas y
obtienen enormes tirajes en los países de ambos mundos. Es hábil en la sátira y
magistral su oficio de narrador; sin embargo, creo que el afán didáctico resta
fuerza de persuasión al esguince final de sus novelas; no siempre convence
aquel “tirón del sedal” que llamara Evelyn Waugh. Es el caso, entre nosotros,
de José Manuel Vergara. Tampoco escapa a esta crítica la obra más importante de
Böll, una novela de gran aliento y de sensacional éxito de venta: Billar a las
nueves y media, de 1959, traducida en 1961 por Seix Barral al español.
El sino trágico del
escritor alemán del novecientos se torna ejemplar en la figura de Hans Erich
Nossack. Aunque nacido en 1901, no pudo publicar –por razones políticas– sino
después de la guerra. En julio de 1943 su ciudad natal de Hamburgo fue
destruida (un 85%, según ha demostrado la estadística); la totalidad de sus
manuscritos se perdió entre las llamas. Nossack debió comenzar de nuevo; sus
narraciones, alucinantes, son informes escuetos de ultratumba, escritos desde
una muerte que él conoce mejor que nadie. Es sabida la admiración de Sartre por
el autor de Reportaje a la muerte (1948); el alemán recrea los mitos griegos
sobre el escenario en ruinas de su patria. Su novela más reciente, Después de
la última rebelión, de 1961, puede colocarle junto a los grandes de su lengua.
El mismo año recibió una de las distinciones literarias más importantes –entre
las incontables que se otorgan en Alemania: el Premio Georg-Büchner.
Los muertos van
ocupando poco a poco el lugar que les fuera alevemente usurpado en su vida
mortal. Al redescubrimiento de Kafka siguieron las ediciones de los libros de
Hermann Broch, la nombradía póstuma, universal de Robert Musil, la valoración
de la obra crítica y satírica de Heinrich Mann, el cual –por el insobornable
compromiso moral de su vida y de su obra– es preferido sobre el escepticismo
exhausto, más y más museal de su ilustre hermano.
En los últimos tres o
cuatro años se ha hecho presente un grupo de escritores que –de poseer los
alemanes la fantasía de Enrique Lafourcade y el buen humor para esos
ringorrangos– podría motejarse de Generación del 50. Todos ellos comenzaron a
escribir en esta década y han nacido hacia 1927. Su obra –ya bastante
voluminosa– es crítica, desesperanzada, va contra las gastadas ilusiones que
afincan el llamado milagro económico de Europa y la lacerante historia actual
de Alemania; es consecuente, crudamente satírica, esperpéntica a veces; y
aunque (o porque) no le falta paciencia para la gramática, ha creado un idioma
nuevo en la literatura alemana. En poesía está el discutido Hans Magnus
Enzensberger (gran catador de Neruda, como pueden dar fe sus amigos chilenos de
Friburgo), en teatro principalmente Wolfgang Hildesheimer, Siegfreid Lenz y
Johannes Noever. Los novelistas –cuya fama ha pasado ruidosamente las
fronteras– se llaman Günther Grass, Martín Walser y Uwe Johnson.
En otro trabajo se
rendirá cuenta extensa de esta novísima generación, cuyos antecedentes he
querido mostrar a vuelapluma.
1962, Revista Alerce
Antonio Avaria nació en 1932, y murió en 2006. Destacó como cuentista con libros como "Primera muerte" (1971) y como articulista de diversas revistas chilenas.
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