sábado, 8 de julio de 2017

PROSA DE ARGENTINO/ 1 ensayito






         Son los argentinos quienes todo narran y nada cantan, al contrario del chileno cuyo talento derrocha, con mayor pericia y maestría, nombrando las cosas más que contando los hechos ―si es que me atengo a la distinción que hiciera la Susan Sontag en cuanto función de la prosa y función de la poesía― siendo especialmente la literatura chilena la que tiene mejor tono, son afinaditos, mientras que el ritmo del argentino, la prosodia y el arte de narrar, parece un instinto casi nulamente desarrollado en el chileno. No es impertinente recordar que la mejor prosa latinoamericana ha hallado su fuente, su gallina de los huevos de oro, precisamente en los contornos del Rio de la Plata, y esto por una rara razón que nadie ha sabido dilucidar, pero que tienen como factor común el río. Esto explicaría lo que fue un Onetti, por ejemplo, o lo que es Pedro Mairal, y en el extremo más reflexivo y manido, un Sergio Chejfec, o a uno de los más grandes, y del que no me cabe duda es uno de los mayores prosistas en español del siglo pasado ―junto con el chileno Germán Marín― Juan José Saer. El río sin orillas (1991; lamentablemente no reeditado), sin ir más lejos, es uno de los prodigios de la prosa en lengua castellana.
         Esta hipérbole no la invento yo, me la contó un tipo, para variar argentino, que una vez se acercó a la librería donde trabajo, en la Editorial Universitaria. En aquel encuentro, además de darme una clase magistral de poesía chilena (sí, el argentino) me alumbró dos nombres de autores enormes que, de alguna manera anacrónica, permanecían ocultos, quizás debido precisamente a su enormidad, como por ser los árboles que impiden ver el propio bosque: Juan L. Ortiz, poeta, y Salvador Benesdra, novelista de una sola novela y escritor de libros de autoayuda; cada uno a su modo orillero de la tradición. Ortiz, especialmente, por utilizar el río como el daguerrotipo de su escritura, y Benesdra, más vulgar, por su locura y trastorno tan citadino, orillando siempre la razón y, de hecho, demostrándolo con su precoz suicidio de autoayuda.
         Se me viene en mente, a propósito de orilleros, el voluminoso y caótico archivo puesto a nuestra disposición por el argentino Patricio Pron. En El Libro Tachado, sin mucha empatía aunque generoso para con el lector, hallamos casos insólitos que evidencian los raros motivos del silencio en la literatura, por ejemplo, los de aquellos que voluntariamente se sumergen en la bruma del olvido, como deseando con ambición sempiterna desaparecer a la manera de Benesdra; sería el caso de Néstor Sánchez, promesa de la nueva narrativa de los 60 en Argentina, donde compartía derroteros nada menos que con Manuel Puig, quien decide un día, bendecido o aquejado por un delirio místico ―sepa el lector cual― mudarse a Nueva York para dedicarse a la indigencia más rigurosa. Su obra se estancó en tres sugerentes títulos, y luego ya no vino más que los mitos y leyendas que giraron en torno al vagabundo argentino que erra por las calles de la gran manzana. Se le hizo un tributo en Buenos Aires creyéndole muerto y murió realmente el 2003 en el pabellón de un hospital proletario de Villa Pueyrredón.
         Como vemos, hay autores que trabajan con el olvido, como otros que, mucho más etéreos, son de lleno absorbidos por éste ya sea por la indiferencia de sus lectores o presuntos espectadores, ya sea por los votos de no publicidad. Sigismund Krzyzanowski es uno de estos otros, nacido en Kiev en 1887 y muerto en Moscú en 1950, escribió cerca de tres mil quinientas páginas de muy buena prosa y no publicó ninguna, jamás. Su única novela, El club de los asesinos de letras (edición en español del 2012 por Ediciones del Subsuelo), en parte manifiesto de los que dicen no a la publicación, parece una de Dan Brown, pero tan prodigiosamente narrada que se ha convertido hoy en fuente de culto.
         Pero están también, lamentablemente, los autores que desaparecen de verdad, los autores que se mueren, los que surcan nuestros cementerios de carne putrefacta, los verdaderos muertos. El 27 de noviembre de 1983, en el municipio de Mejorada del Campo, España, de camino al Primer Encuentro de Escritores Hispanoamericanos que se celebraría en Bogotá, los escritores Ángel Rama (Uruguay), Jorge Ibargüengoitia (México), Marta Traba (Argentina) y Manuel Scorza (Perú) pierden la vida en un accidente aéreo. Lo curioso es que lo más delicado y sublime de las letras latinoamericanas de entonces se va de un sopetón, trágicamente, por una falla del controlador aéreo, dejando algunas obras fundamentales, pero definitivamente el mal gusto de ver corromperse ese talento y esa potencial obra al alero de eventos tan trágicos como mortales.





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