Éric Marty recuerda, en “Memorias de una
amistad”, que después de la muerte de su madre, la idea de escribir una novela
se tornó obsesiva para Barthes, lo presionaba extrañamente, como un imperativo
más que como una aspiración. “No entendíamos qué quería hacer.” Los frutos de
ese trance perturbador fueron, como se sabe, extraordinarios: La cámara
lúcida, los apuntes del curso La preparación de la novela y “Mucho
tiempo he estado acostándome temprano”, el ensayo de Barthes que incluiríamos
en una antología del género, de Montaigne a la actualidad, en caso de que solo
pudiéramos incluir uno. Antes de que se convirtiera en obsesión, con más de una
década de anterioridad, la idea de que “la novela siempre es el horizonte del
crítico”, que el crítico, como el Narrador proustiano, es un escritor aplazado,
ya había sido propuesta en el Prefacio de Ensayos críticos, un texto
programático de múltiples alcances (de esos en los que la mirada retrospectiva
se complace al reconocer que entre sus enunciados ya estaba dicho “todo”).
Siempre entendí que la novela como horizonte, en el caso de un crítico para el
que la verdad de su ejercicio reposa, fundamentalmente, en la intensidad del
deseo de escribir, no sería un más allá del ensayo, sino más bien su límite
exterior, ese que Barthes alcanzó, magistralmente, en La cámara lúcida.
Nunca se trató de la composición de un relato, de imaginar una trama ficticia.
Y sin embargo, en La preparación de la novela, justifica su imposibilidad
de fabular narrativamente, y lo hace a través de un argumento curioso: no sabe
mentir, no porque no quiera sino porque no puede, aunque tampoco pueda decir la
Verdad. “Lo que está fuera de mis límites es la invención de la Mentira, la
Mentira lujuriosa, la Mentira que hace espuma…” Este argumento recuerda el de
otro crítico que nunca dejó de serlo, pese a su intimidad con la literatura,
Charles Du Bos, cuando se lamenta en una entrada del Diario de su
escrupulosa y muy literal concepción de la sinceridad: “aun cuando poseyera esa
imaginación creadora que no tengo, no estoy absolutamente seguro de que
consintiese en servirme de ella, de que llegara a imponer silencio a ese
aspecto profundo y como intratable de mi naturaleza que se revela contra toda
transposición, cualquiera que sea”. Con el psicoanálisis de su lado, Barthes le
añade al argumento moral un giro revelador: “el rechazo de ‘mentir’ puede
remitir a un Narcisismo: no tengo, me parece, más que una imaginación
fantasmática (no fabuladora), es decir, narcisista”. Movido por el deseo de
escribir, el crítico se retiene más acá del punto a partir del cual, por
fidelidad a ese deseo, podría perderse: elige el saber antes que la
experiencia, incluso si concibe el saber en los términos del ensayo: como
experiencia de búsqueda.
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