domingo, 25 de junio de 2023

CONTRADICCIÓN INTERNA DEL DIARIO

 





Henri-Frédéric Amiel, el precursor del género camina por las calles de Ginebra. Su diario íntimo ya da de qué hablar por lo que se especula sobre él, pues no sale a la luz sino póstumamente. Lleva entonces en su bolso un cuaderno parte del voluminoso. Siente que alguien lo sigue, sentimiento que su timidez acrecienta al punto de provocar el delirio paranoide de que quieren robárselo. Se apresura a entrar a una papelería y compra un cuaderno parecido al que lleva. En una calle discreta deja caer el ejemplar vacío, y siente un profundo alivio cuando oye los pasos veloces de su asaltante alejarse de allí. ¿De dónde proviene este recelo en quien precisamente anunció su diario al público? Recuerda al moribundo escritor solicitándole al albacea que no publique su obra. Sabemos luego que éste vive gracias a las retribuciones de la obra del amigo muerto. ¿Acaso esta orden lleva implícita su desobediencia?

¿Cabe la posibilidad que el diarista de hoy esté escribiendo con la imprenta en mente? ¿Qué tan íntimo hay en la escritura diarística con el ineludible rumor de la galería? ¿Puede tratarse entonces de una expiación pública mediante una simulación de privacidad? ¿En qué momento exacto la ficción entró en escena? ¿O siempre estuvo allí? ¿Cuál es el disparador de esa afición por exhibirse? ¿Quién inició eso de publicar sus propios diarios en vida? ¿No que revelarlos al público involucra una agresión a su naturaleza? ¿No que para dicho fin ya había declaraciones o crónicas de sí mismo? ¿Quién permitió que las cámaras hicieran ingreso a su dormitorio? ¿No será acaso la publicación del diario una forma de negar la propia vida? ¿La intimidad de esa vida y que en su origen la constituía? ¿Y si en algún punto uno no esté escribiendo en su diario más que fantasías?

En 1889 André Gide publica el primer volumen de su diario íntimo bajo el título encubierto de "Los cuadernos de André Walter", donde explora su sexualidad y duelos internos. Sin embargo, pronto lo retira de venta y prohíbe su reimpresión. Abrir las tapas de la cama al público implicaba un problema de posicionamiento, si dentro o fuera de su vida, de ahí la reticencia por el nombre propio. Recelo superado de ahí en adelante con la moda de publicar varios tomos en vida, descubriendo eventos ominosos, exhibiendo la herida, detallando su sombra.

El estilo diarístico de hoy tuvo su simiente en el tránsito de la memoria a la confesión en el Medioevo. Ya no bastaba con recordar sino evaluar los sucesos bajo el prisma de la moral en aquel entonces cristiana. Luego, tras la Revolución Francesa, se constituyó como un género en principio burgués por las maniobras desdoblantes que permitía su vasto ocio: no sólo queda espacio para vivir, sino también para dar catastro de ello. Siempre se trató de publicaciones post-mortem, no así las memorias, consideradas una velada en el living de casa, pues la intimidad en ellas está dosificada. La publicación del diario íntimo en vida, por otra parte, involucra un cambio de paradigma. Colocar al individuo en el centro y los eventos fuera de él.

Quizás esa idea fija de ciertas escrituras por evadir el público no sea otra cosa que la expresión de su miedo por Dios, que es a la vez ocultar su profundo deseo por él. Resulta que ahora parezco un evangélico tocando a su puerta, pero el diario como confesión despierta de inmediato la pregunta, ¿ante quién? Uno se confesaba ante Dios por penitencia, pues este ya sabía los pormenores. Era esa puesta en escena un modo de reafirmarlo. ¿Ya sin Dios, ante quién? El público goza hoy de esos atributos. Se escribe lo que desea leer. En este trasunto de falsa objetividad se sintomatiza esa confusión propia del liberalismo entre opinión y discurso objetivo. Esto es lo verdaderamente estimulante del problema. ¿En qué momento el "me duele" comenzó a ser "el dolor"? ¿Cuándo se subvirtió el valor particular por el único?

¿Qué es hoy un diario sino una declaración de principios o un enjuague moral de las propias indecencias? Es casi una errata mostrarse débil en ellos y curioso que muchos estén habitados de certezas, a contrapelo de su carencia de preguntas. “Estoy pésimo”, “días sin comer”. Mi tono no insinúa inteligencia ni reflexividad. “Así, para poder escribir algo, tuve que mentirme: escribo para mí, no para los demás” dice el escritor de El libro vacío. Y quizás allí se encuentre la fórmula de la literatura selfie. Uno se miente constantemente, esgrime una ficción para avanzar. De otro modo se está sujeto a la introspección absoluta, que es acabar como los monjes tibetanos, secos y descascarándose, demostrando su poca simpatía por el materialismo. ¿O quizás hay algo hermoso que no logro detectar en la decrepitud? ¿En la inmovilización colectiva?  

Mentir es querer engañar al otro, y a veces aun diciendo la verdad. Se puede decir lo falso sin mentir, pero también se puede decir la verdad con la intención de engañar, es decir mintiendo. Pero no se miente si se cree en lo que se dice, aun cuando sea falso. Dicho esto, San Agustín parece excluir la mentira a uno mismo y ésta es una cuestión en la que hay que insistir: ¿es posible mentir a sí mismo y todo autoengaño, toda astucia para consigo mismo, merece el nombre de mentira? En el diario no es más importante la espontaneidad sino la simulación. Eso es la pose. La cantidad de ficción necesaria para soportar el lítost, palabra checa intraducible a otros idiomas. Representa un sentimiento que es síntesis de muchos otros: la tristeza, la compasión, los reproches y la nostalgia. En otras palabras, la confrontación con el espejo negro, la evidencia de lo más bajo y deplorable de tu ser ante tus narices, como una autoacusación. Quizás la falta de lítost provoque que muchos diarios actuales luzcan como una bonita e inofensiva ficción, borrando todo rastro de incertidumbre y vacío propio de cualquier vida. 

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