viernes, 5 de junio de 2020

ELEFANTE/ de cuando vi una de Alan Clarke



Elephant (Alan Clarke, 1988) | Spectacular Attractions



HOMBRE MUERTO CAMINANDO.


Supone una sinfonía elegíaca: unos pasos 
que van en ascenso 
de volumen
clip clap clip clap
y suenan a caverna húmeda. 


El sicario ha desayunado café y un damasco.
La metralleta le impide ir sólo con polera. 
Un cortavientos la oculta.
Es verano.


En cierto momento
no somos más que pasos y una espalda,
los focos de la fábrica sustituyen al canto
de unos pájaros imaginarios.


Lo ve. 
Teclea en su Remington con frugalidad.
No lo sospecha.


El poema llega a su cenit
al notar, en el rostro de la víctima,
la mueca de un zombie.


Entre la mueca y el disparo
hay 1/2 segundo.


Vemos al cadáver del contador
sentado, cabeza echada. 
Un charco de sangre:
lo único que en la imagen
se expande.






HOMBRE MUERTO CAMINANDO


Supone una sintaxis perdida: unos pasos
que retumban severos
bajo el primer plano de un mostacho.


Siempre hombre, el sicario
toca el timbre de una casa proletaria.


Podemos calcular la distancia
del gásfiter, que se acerca invisible,
por el murmullo de sus pasos.


Nuca encuadrada en alféizar.
Se abre la puerta.
Contorno de sicario que esplende.
Disparo.


En 1/2 segundo lo remata 
y en otro, se aleja de allí
rápido y recatado.


Se ve un cadáver 
en medio de un pasillo de alfombra. 




















HOMBRE MUERTO CAMINANDO


Supone una traición a la cara: unos pasos
que levantan el polvo
de una cancha de fútbol.


El sicario de overol, manos en los bolsillos,
se acerca a tres obreros que se pasan el balón.
Se une.


Los pasos solitarios transmutan, 
por efecto de la multitud,
en toques acelerados y esféricos.


Una bola de aire
los convoca al prólogo de un trauma.


El blanco, metalúrgico,
habla, nos enseña por primera vez
el idioma.


Lo vemos a cuerpo entero
advertir acelerado siete veces "no"
y un disparo al corazón.


Las espaldas de sus compañeros
se pierden entre los juncos.
El sicario corre, 
con la vista puesta en el cadáver,
hacia el arco opuesto.














HOMBRE MUERTO CAMINANDO


Supone una escena del parto 
aunque rebobinado: unos pasos
dudan si cruzar o no la calle.
El silbido de los neumáticos interfiere 
la melodía de las suelas y el suelo.


Pareciera, con el sicario,
entrar todo el exterior al edificio.


Azulejos de los ochentas,
reloj de pared,
pasillos fríos de hospital,
esquinas filosas, agujas,
todo esto marcha al unísono.


La escopeta de cabellos blancos
pace en el bolsillo interno.


El limpiador de baños
ausculta los movimientos de su fregona.
La voluntad ya no es lo suyo.


En el hemisferio 
izquierdo: el módulo de inválidos;
en el derecho: el sicario apunta a la cadera.


El poema ve desde las alturas:
un cadáver abrazado 
a un water y a un dispensador de papel higiénico.


Sangre rociada sobre la nieve.


miércoles, 23 de octubre de 2019

Y LA GENTE SÓLO MUERE EN LOS SUPERMERCADOS








Hace cinco días comenzó la revuelta, con multitudes escolares invadiendo las estaciones. Se reunían en los alrededores y dada cierta señal acudían en masas vibrantes, como locomotoras, a penetrar las catacumbas del metro. Allá abajo, los guardias de seguridad se rendían ante tamaña proeza de la ciencia política. Una multitud de adolescentes desobedeciendo la ley, estampidas que arrasaban con toda membrana que distinguía el costo de un lado del otro. No siendo propiedad privada, pues el metro se supone es estatal, en la revuelta se insiste en la profanación, en primera instancia, de los lugares públicos. Una suerte de autodestrucción, diría el oficialismo. Plazas, calles, patrimonio, etc. En eso se escudan las autoridades y en eso insisten, como un disco rayado o loop eterno y demencial. Ahora, los escolares dieron el ritmo, el de la evasión del torniquete. La membrana. Y fue la sutileza terrible de esta profanación la que dio origen a todo. De las entrañas de nuestra ciudad surgió la lozanía del movimiento, su cara más audaz. Luego fue cosa de congregar a la gente en las calles. El mismo metro, al cerrar sus puertas, lo logró. En hora punta, la gente que no pudo circular más allá abajo (pensemos en un infarto, la arteria que se taponea) sale en busca de otras opciones, que a su vez por la demanda así mismo infartan. Quedó la gente de a pie. Improvisaron una marcha o se sumaron involuntarios a una manifestación. Santiago era un éxodo. Esa misma noche declararon estado de excepción. Y al día siguiente soltaron a los militares de sus cuarteles. Los perros, a base de doko espolvoreado con cocaína, salían a hacer de las suyas. La perversión militar no es un defecto solucionable, sino que es parte del alma de la milicia. Es inherente. Es el cuarto día y mañana voy al campo de batalla. Plaza Italia. Qué extraño que sea Italia, aunque no tanto. Los Carabineros son de origen italiano. Carabinieri. Quizás allí haya una analogía. Como lo es la analogía que nos convoca, la del rizoma que brota, lo que nace en un subterráneo.   



DIA 22

*
En la mañana digiero flatulencias y un café. No duermo bien hace dos días. Los helicópteros me tienen hecho un zombie. Hablé por Facebook en la madrugada con Claudia Umaña, activista social. Me compartió videos. Me dijo que tiene miedo, que no puede creer lo que está ocurriendo. Es 22 de octubre, día 4 de movilizaciones. Ayer hemos ido con mi hija y Ana a Plaza Ñuñoa a manifestarnos. El cacerolazo fue tronante, estridente, pero desmanes no hubo, ¿por qué? Porque nadie provocó. Los pacos estuvieron a más de cinco cuadras alrededor de nuestro perímetro. ¿Qué fue primero, el huevo o la gallina? ¿La represión o la violencia? Sin provocación no hay desmanes. Es sencillo. La manifestación de la plaza Ñuñoa fue hermosa. Familias completas gritando y atizándole a sus sartenes, ollas, vociferando consignas, manifestándose en paz. Ahora, quisiera hacer un contrapunto. Es obvio que por una situación socioeconómica y por imagen, la policía no reprime este tipo de comunas, para concentrarse el contingente en las comunas más pobres, donde hacen lo que se les plazca. Se han reportado balazos al cuerpo, uso desproporcionado de la fuerza, mujeres desnudadas y manoseadas, y todo esto fuera de toque de queda. Ya van 18 muertos declarados y cientos de heridos por el accionar de las fuerzas represivas. Dicen que los cuerpos se calcinaron. Eso dicen. Pues para el gobierno sólo hay muertos en los supermercados saqueados. Raro. Ya se viralizó el video del milico con cara de cerdo aludiendo que su trabajo es “salir a güeviar”, como si la cosa fuera jugar al Call of Duty, mientras su propia madre, quizás, en ese mismo instante cacerolea en alguna comuna pobre de Santiago. Esto más allá de lo sintomático de una sociedad desclasada, sin conciencia, es el delirio, la esquizofrenia. Ese, entre otros videos, muestra, evidencia la locura de las FF.AA. y de la policía. De eso me empapé la madrugada completa, con los helicópteros surcando nuestras cabezas, sapeando nuestras calles, cizañeando en nuestros techos. La indigestión tiene sus motivos.

*
Tengo que asistir a mis labores aunque me señale la jefa que saldremos antes de la hora de almuerzo, por lo que no es necesario llevar colación. Me meto a la ducha (empatizo con la gente que tiene el agua cortada en estos momentos, qué desagradable todo). Olvido el día que es. No es ni lunes, ni martes, ni miércoles, ningún día. Es un agujero en el tiempo. Un hoyo negro que se traga todo. Ahora, ya en la calle, la incertidumbre. Corto camino por Bremen hasta Tobalaba donde se supone pasa la 412 o la 418 dirección Alameda. No estoy ni dos minutos en el paradero cuando pasa una muchacha en una Pathfinder y nos ofrece a mí y a otras dos personas llevarnos. Una señora de unos sesenta años se va en el asiento de copiloto, yo y un jubilado que aún trabaja, en los asientos traseros. Al parecer tiene varios hijos, pues no me queda más que sentarme en la silla de bebé. Vamos ya por el tercer semáforo cuando la conductora, de un rubio platinado, toca el gran tema: “yo soy de familia de esfuerzo, mis papás se sacaron la cresta para educarme”. Todo bien, los pasajeros improvisados asentimos. “A mi emprendimiento no le hace nada bien esto”. Y sigue con un monólogo clase mediero que se ve interrumpido repentinamente por un “deberían darles con un palo a esos delincuentes, no sé de dónde salen, debajo de las piedras, no sé, es una invasión”. Mucho antes de que saliera a la luz, la tipa dice exactamente lo mismo que Cecilia Morel, la primera dama, en un audio filtrado de Whatsapp, seguramente compartido por alguna “mala” amiga de su grupo con el que va a tomar tecito al Tavelli en sus largas jornadas de ocio. La idea de una invasión extraterrestre no tiene nada de descabellado si pensamos en la profunda desconexión de las capas altas, de las minorías ricas de la Sociedad con la misma. Ese no-saber-qué-ocurre demuestra su lugar no solo privilegiado, sino blindado a las desgracias comunes. Ya vamos por el penúltimo semáforo. Yo guardo religioso silencio. En cualquier caso está haciendo una labor solidaria, no me voy a poner a discutir de política en su propio vehículo. Ya bordeando el cruce en el que Providencia se convierte en Apoquindo nos suelta que su emprendimiento es un Jardín Infantil en Las Condes, que su padre es dueño de un restaurant en Apoquindo y su marido se desempeña en algo con un nombre extrañísimo que yo interpreté como astronauta de la NASA o algo así. Tiene 5 hijos. No sé cuál es la manía de los cuicos de maquillar su cuiquez y de hacerse los simpáticos cuando no viene al caso. En el chiquero se avergüenzan de su posición. En fin, me bajé de la Pathfinder con un “gracias”. Cruzo para atisbar la situación en Thayer Ojeda. Le pregunto a un transeúnte si es que el metro está abierto. Me contesta que no tiene idea y me señala que le pregunte a un paco de las FF.EE. que resguarda una esquina, con el misil apuntando a sus botines. Con un solo gesto de asco le digo que no, y sigo mi camino. La estación está plagada de pacos. Pago mi pasaje ni siquiera por civilidad, sino simplemente porque no quiero mi piel amoratada, ni perder un diente, en una triste rabieta policial en una estación de metro. En el vagón la gente parece colgar abatida de las manillas, en los asientos dormitan, las bolsas notorias bajos sus ojos que a su vez han perdido el brillo. Se huele la incertidumbre. Los helicópteros y la guerra inexistente poblaron sus sueños, pesadillas e insomnios.   
*
En mi mochila cuidé de traer ropa de calle (prestar ropa en la calle ha sido la tónica). Pantalones grises, zapatillas negras, y para cambio una polera de mangas largas gris también. Utilizar la mímesis de la urbe, el gris del pavimento, el gris de los muros. Estrategias pedestres que quizás en algo ayuden. Llego a mi trabajo, en la librería Universitaria de la Casa Central de la Universidad de Chile. Mis compañeros se muestran acongojados. La jefa nos reúne a todos en la librería misma. Y da inicio a una especie de catastro emocional. Tengo compañeros de derecha, no muchos, pero que escucharon con mucha cautela todo. Cuando viene mi turno y al aludir a la pésima idea del presidente de haber sacado a los milicos a la calle, uno de ellos me dice que está bien, que alguien tiene que detener a los delincuentes. Me salgo de mis cabales. Le digo que su opinión es absurda. El resto calma los ánimos. Sí, me sulfuro y no es la forma de contestar, pero algo me hierve en las entrañas, y no sólo por el panorama anormal ante nosotros (hermoso para mí, toda revuelta es hermosa y terrible) sino porque dichas medidas habían afectado directamente a mi familia, desde el día uno. Pero para qué ser tan jactancioso con tus malas noticias.

*
A mi hermano lo habían lumeado y agredido cuatro días atrás, antes de declararse el estado de excepción, el viernes en la noche, en Villa Alemana, unos pacos de civil, ¿por qué? Porque fue a socorrer a un baleado. En la comisaría a mi familia no tenían idea qué decirles, unos que estaba saqueando, otros que había acuchillado a un carabinero, otro que estaba destruyendo la calle. Pasó la noche de pie, moreteado y con la incertidumbre propia de la guerra. A su novia la zamarrearon y no hicieron mucho más pues a uno de los uniformados lo conocía. Se supo luego que a muchas mujeres las manosearon y agredieron sexualmente en este tipo de procedimientos. La cosa está a un nivel miserable. Mentirosos, usureros, violentos, descerebrados. Y mientras mi hermano constataba lesiones para hacer la debida denuncia a la mañana siguiente, el ministro del Interior, el sátrapa de Chadwick, mentía de cara al país, negando a los infiltrados.

*
La reunión culmina con cierta tensión. Se oyen masas proliferar consignas en el patio interior de la Universidad. Están en reunión triestamental, planeando qué hacer. Habla la presidenta de la Confederación con una voz grave y profunda. Los aplausos son ensordecedores. La jefa dice que ya no más, que nos vayamos a nuestras casas. Espero hasta el final y me cambio en el baño mi uniforme por el atuendo mimético gris. Y salgo a la calle. Lo primero que veo es un camión de militares. Voy a la botillería de la vuelta y compro algo para comer y cerveza. Quedamos un grupo de juntarnos en el parque Forestal. Enfilo por Alameda. Me topo con la marcha de los funcionarios de la Salud. Van hacia la Moneda. Muchas pancartas aludiendo a gente que murió esperando un tratamiento, o que perdió miembros por negligencias administrativas y los altos costos de los medicamentos. Veo una sucursal de Enel completamente saqueada. ¿Pero qué van a ir a saquear a ese lugar donde la gente va a pagar la luz y cuyos valores se mantienen muy lejos de ahí? El tema de los saqueos es extrañísimo. Los militares y la policía procuran evadirlos. Pero no sólo eso, en ese “dejar hacer” hay una voluntad oscura e irracional que es fácil de adjudicar a los mal bautizados “lumpen”. Qué se van a ir a robar a un hotel, por ejemplo. O a un banco, cuando los cajeros automáticos quedan con su caja interior intacta. Las estrategias del montaje en estos tiempos son escenificaciones débiles y muy fáciles de evidenciar. Su veracidad está por verse.  

*
Bordeo el Santa Lucía. Bajo el sol los soldados se ven como cosplays ridículos del Call of Duty. El MAC está grafiteado entero. Mejor readymade no podía haber. Me echo bajo un arbolito y abro una lata. Todo luce normal y en paz. De pronto una tanqueta con milicos montados en su techo acelera por la calle hacia el poniente. De improviso toda la gente que aparentaba cierta normalidad se pone a blasfemar y a gritarles: “milicos culiaos”, “váyanse a sus cuarteles”, “asesinos”. Dan ganas de abrazarlos a todos. En la represión está el descontrol. Yo, de hecho, bebiendo mi cerveza tranquilo estoy ya infringiendo la ley. La desconfianza y la represión generan Monstruos. Llega la muchachada. Leemos poemas con un altavoz. Hay gente de a pie que se acerca. Un borracho con un pan con mortadela en una mano y una lata arrugada en la otra nos cuenta su versión de los hechos. Termina con un “este es mi país”, pegándose en el pecho, aludiendo a la cantidad de inmigrantes que han llegado a Santiago a “quitarle la pega”. Alguno de nosotros le dice que el país es de otra gente, la misma que lo tiene todo cagado. Pero se aleja sin escuchar, arengando a solas y levantando su lata con cerveza tibia. Es triste el espectáculo de alguna gente pobre, que también sufre de cierta desconexión con lo atingente y se amarra a frases hechas y leitmotivs. Gente solitaria, que necesita de sociedad. La televisión nacional y el lavado de imagen que llevan a cabo día a día es en gran medida la responsable. Te saquean el cerebro de ideas propias y la llenan de morbo. En cuanto a lo ocurrido, su proceder no ha distado mucho de lo que hacían en Dictadura. Le faltó pasarse de tuerca sólo un poco más para bautizar con algún nombre pomposo y alharaco al movimiento, pero aún así les quedó un resto para poner el mismo conteo digital en reversa del año nuevo para anunciar el toque de queda. Por contraste se nota su infinita perversión. Lo que no previeron fue que esta vez todo Santiago era un set de televisión y todos los manifestantes, periodistas. El abuso era imposible de blanquear, su servicio comunitario pasó a ser prescindible.

*
Me encuentro con Ana y enfilamos a Plaza Italia. No sé cuántas veces ya he escuchado fragmentos de La Ciudad de Gonzalo Millán, el hit del momento. De los balcones de algunos departamentos se avistan parlantes con canciones de Quilapayún o Inti Illimani a todo volumen. Los nostálgicos de siempre abajo se congregan a corear. Nos sumergimos en la masa. Preparamos las pañoletas preocupándonos de humedecer con agua y bicarbonato la zona de la boca y nariz. Nos desplazamos entre la gente, muchos en bicicleta. Comerciantes venden agua y cerveza. Otros ofrecen limón. El olor a lacrimógena es vasto. Nos posicionamos en el frontis del GAM. Es imposible avanzar, la repre hace lo suyo en la desembocadura a Plaza Italia. Veo a padres cargando a sus hijos a horcajadas sobre sus hombros. Niños con banderines y pailas, bailando y saltando. Lo único que no cuadra en ese paisaje es el carro lanza agua y el humo de las lacrimógenas al fondo. El clásico ritmo del cacerolazo ahora lo percuten a palma abierta en las planchas de cholguán que resguardan la extensión del centro cultural cuya construcción fue congelada en el presente gobierno por tratarse de cultura, su última prioridad. El ambiente es celebratorio, hay trompetistas, caras pintadas, los drones nos sobrevuelan. Todo hasta que el carro avanza amenazante y se produce la estampida. La gente corre desbocada, los padres con sus hijos, los ciclistas, las señoras, incluso un inválido en silla de ruedas. Algunos advierten que ya está, que no corran más. Este ir y venir como del mar que no se detiene ocurre al menos unas cinco veces más. Un tipo con corte militar nos advierte que no corramos hacia la plazuela con el monumento a Carabineros. Señala un lugar en altura. Me asusto y cojo a Ana de la mano y la llevo al otro lado de la calle. Me imagino un infiltrado avisando de una balacera. No sé. Ya nada me sorprendería. Decidimos caminar por el Forestal y bordear plaza Italia por el costado junto al río. Es imposible avanzar. Son ya más de las seis de la tarde. La gente llora y se refriega con su manga los ojos. Es peor. El químico de las lacrimógenas penetra el tejido. Cruzamos el puente Pío Nono.  

*
Del otro lado nos topamos con un homeless en estado de shock. Tenía un postonazo en la sien y la ropa estilando. Un par de enfermeros de la marcha lo asisten. Grita: “no, los milicos no, los milicos no.” Hacemos dedo en Av Santa María. Nos lleva un camión de carga ligera. Nos bajamos frente al Costanera Center. Está rodeado de chanchas de pacos como si se tratara del castillo del emperador. Los ecos de las cacerolas aún se escuchan. El toque de queda comienza en media hora. Los muertos son más. Los heridos son más. Los desaparecidos.

miércoles, 21 de noviembre de 2018

A LA LARGA TODOS SON POETAS PERUANOS/ 1 poem








el gran vaso
se resbala de mi puño
y arde mi piel,
no logro mantenerme en pie
mi cabeza da vueltas
me tambaleo

algo así dice arjuna
en el bhagavadgit
el anacoreta
se desnuda y baila ebrio
solo, por la madrugada

qué pena que afuera
den el cariño que aquí no
el claustro, el apartheid

muy chileno eso
se la hicieron a la mistral
a jorge gonzález
a todos los monjes

no pueden prenderle velas
a un santo que no esté en ruinas

el anacoreta
edita poemas en facebook
y baila desnudo

suele beber cerveza
por las mañanas

los amaneceres
o los atardeceres
a la hora de la oración

pues a la larga todos son
unos poetas católicos

eso es de irlandés:
también, beber
cerveza tibia
por la mañana

que deleuze sea curado
es lo que más le gusta
de su filosofía

el anacoreta
puede suicidarse en paz

terrible de yang
y tamásico

el anacoreta
bebe cerveza
como si bebiera
agua de mar

lunes, 1 de octubre de 2018

LA LOTERÍA/ 1 relato de shirley jackson










La mañana del 27 de junio amaneció clara y soleada con el calor lozano de un día de pleno estío; las plantas mostraban profusión de flores y la hierba tenía un verdor intenso. La gente del pueblo empezó a congregarse en la plaza, entre la oficina de correos y el banco, alrededor de las diez; en algunos pueblos había tanta gente que la lotería duraba dos días y tenía que iniciarse el día 26, pero en aquel pueblecito, donde apenas había trescientas personas, todo el asunto ocupaba apenas un par de horas, de modo que podía iniciarse a las diez de la mañana y dar tiempo todavía a que los vecinos volvieran a sus casas a comer.
Los niños fueron los primeros en acercarse, por supuesto. La escuela acababa de cerrar para las vacaciones de verano y la sensación de libertad producía inquietud en la mayoría de los pequeños; tendían a formar grupos pacíficos durante un rato antes de romper a jugar con su habitual bullicio, y sus conversaciones seguían girando en torno a la clase y los profesores, los libros y las reprimendas. Bobby Martin ya se había llenado los bolsillos de piedras y los demás chicos no tardaron en seguir su ejemplo, seleccionando las piedras más lisas y redondeadas; Bobby, Harry Jones y Dickie Delacroix acumularon finalmente un gran montón de piedras en un rincón de la plaza y lo protegieron de las incursiones de los otros chicos. Las niñas se quedaron aparte, charlando entre ellas y volviendo la cabeza hacia los chicos, mientras los niños más pequeños jugaban con la tierra o se agarraban de la mano de sus hermanos o hermanas mayores.
Pronto empezaron a reunirse los hombres, que se dedicaron a hablar de sembrados y lluvias, de tractores e impuestos, mientras vigilaban a sus hijos. Formaron un grupo, lejos del montón de piedras de la esquina, y se contaron chistes sin alzar la voz, provocando sonrisas más que carcajadas. Las mujeres, con descoloridos vestidos de andar por casa y suéteres finos, llegaron poco después de sus hombres. Se saludaron entre ellas e intercambiaron apresurados chismes mientras acudían a reunirse con sus maridos. Pronto, las mujeres, ya al lado de sus maridos, empezaron a llamar a sus hijos y los pequeños acudieron a regañadientes, después de la cuarta o la quinta llamada. Bobby Martin esquivó, agachándose, la mano de su madre cuando pretendía agarrarlo y volvió corriendo, entre risas, hasta el montón de piedras. Su padre lo llamó entonces con voz severa y Bobby regresó enseguida, ocupando su lugar entre su padre y su hermano mayor. La lotería -igual que los bailes en la plaza, el club juvenil y el programa de la fiesta de Halloween- era dirigida por el señor Summers, que tenía tiempo y energía para dedicarse a las actividades cívicas.
El señor Summers era un hombre jovial, de cara redonda, que llevaba el negocio del carbón, y la gente se compadecía de él porque no había tenido hijos y su mujer era una gruñona. Cuando llegó a la plaza portando la caja negra de madera, se levantó un murmullo entre los vecinos y el señor Summers dijo: «Hoy llego un poco tarde, amigos». El administrador de correos, el señor Graves, venía tras él cargando con un taburete de tres patas, que colocó en el centro de la plaza y sobre el cual instaló la caja negra el señor Summers. Los vecinos se mantuvieron a distancia, dejando un espacio entre ellos y el taburete, y cuando el señor Summers preguntó: «¿Alguno de ustedes quiere echarme una mano?», se produjo un instante de vacilación hasta que dos de los hombres, el señor Martin y su hijo mayor, Baxter, se acercaron para sostener la caja sobre el taburete mientras él revolvía los papeles del interior.
Los objetos originales para el juego de la lotería se habían perdido hacía mucho tiempo y la caja negra que descansaba ahora sobre el taburete llevaba utilizándose desde antes incluso de que naciera el viejo Warner, el hombre de más edad del pueblo. El señor Summers hablaba con frecuencia a sus vecinos de hacer una caja nueva, pero a nadie le gustaba modificar la tradición que representaba aquella caja negra. Corría la historia de que la caja actual se había realizado con algunas piezas de la caja que la había precedido, la que habían construido las primeras familias cuando se instalaron allí y fundaron el pueblo. Cada año, después de la lotería, el señor Summers empezaba a hablar otra vez de hacer una caja nueva, pero cada año el asunto acababa difuminándose sin que se hiciera nada al respecto. La caja negra estaba cada vez más gastada y ya ni siquiera era completamente negra, sino que le había saltado una gran astilla en uno de los lados, dejando a la vista el color original de la madera, y en algunas partes estaba descolorida o manchada. El señor Martin y su hijo mayor, Baxter, sujetaron con fuerza la caja sobre el taburete hasta que el señor Summers hubo revuelto a conciencia los papeles con sus manos. Dado que la mayor parte del ritual se había eliminado u olvidado, el señor Summers había conseguido que se sustituyeran por hojas de papel las fichas de madera que se habían utilizado durante generaciones.
Según había argumentado el señor Summers, las fichas de madera fueron muy útiles cuando el pueblo era pequeño, pero ahora que la población había superado los tres centenares de vecinos y parecía en trance de seguir creciendo, era necesario utilizar algo que cupiera mejor en la caja negra. La noche antes de la lotería, el señor Summers y el señor Graves preparaban las hojas de papel y las introducían en la caja, que trasladaban entonces a la caja fuerte de la compañía de carbones del señor Summers para guardarla hasta el momento de llevarla a la plaza, la mañana siguiente. El resto del año, la caja se guardaba a veces en un sitio, a veces en otro; un año había permanecido en el granero del señor Graves y otro año había estado en un rincón de la oficina de correos y, a veces, se guardaba en un estante de la tienda de los Martin y se dejaba allí el resto del año.
Había que atender muchos detalles antes de que el señor Summers declarara abierta la lotería. Por ejemplo, había que confeccionar las listas de cabezas de familia, de cabezas de las casas que constituían cada familia, y de los miembros de cada casa. También debía tomarse el oportuno juramento al señor Summers como encargado de dirigir el sorteo, por parte del administrador de correos. Algunos vecinos recordaban que, en otro tiempo, el director del sorteo hacía una especie de exposición, una salmodia rutinaria y discordante que se venía recitando año tras año, como mandaban los cánones. Había quien creía que el director del sorteo debía limitarse a permanecer en el estrado mientras la recitaba o cantaba, mientras otros opinaban que tenía que mezclarse entre la gente, pero hacía muchos años que esa parte de la ceremonia se había eliminado. También se decía que había existido una salutación ritual que el director del sorteo debía utilizar para dirigirse a cada una de las personas que se acercaban para extraer la papeleta de la caja, pero también esto se había modificado con el tiempo y ahora solo se consideraba necesario que el director dirigiera algunas palabras a cada participante cuando acudía a probar su suerte. El señor Summers tenía mucho talento para todo ello; luciendo su camisa blanca impoluta y sus pantalones tejanos, con una mano apoyada tranquilamente sobre la caja negra, tenía un aire de gran dignidad e importancia mientras conversaba interminablemente con el señor Graves y los Martin.
En el preciso instante en que el señor Summers terminaba de hablar y se volvía hacia los vecinos congregados, la señora Hutchinson apareció a toda prisa por el camino que conducía a la plaza, con un suéter sobre los hombros, y se añadió al grupo que ocupaba las últimas filas de asistentes.
-Me había olvidado por completo de qué día era -le comentó a la señora Delacroix cuando llegó a su lado, y las dos mujeres se echaron a reír por lo bajo-. Pensaba que mi marido estaba en la parte de atrás de la casa, apilando leña -prosiguió la señora Hutchinson-, y entonces miré por la ventana y vi que los niños habían desaparecido de la vista; entonces recordé que estábamos a veintisiete y vine corriendo.
Se secó las manos en el delantal y la señora Delacroix respondió:
-De todos modos, has llegado a tiempo. Todavía están con los preparativos.
La señora Hutchinson estiró el cuello para observar a la multitud y localizó a su marido y a sus hijos casi en las primeras filas. Se despidió de la señora Delacroix con unas palmaditas en el brazo y empezó a abrirse paso entre la multitud. La gente se apartó con aire festivo para dejarla avanzar; dos o tres de los presentes murmuraron, en voz lo bastante alta como para que les oyera todo el mundo: «Ahí viene tu mujer, Hutchinson», y, «Finalmente se ha presentado, Bill». La señora Hutchinson llegó hasta su marido y el señor Summers, que había estado esperando a que lo hiciera, comentó en tono jovial:
-Pensaba que íbamos a tener que empezar sin ti, Tessie.
-No querrías que dejara los platos sin lavar en el fregadero, ¿verdad, Joe? -respondió la señora Hutchinson con una sonrisa, provocando una ligera carcajada entre los presentes, que volvieron a ocupar sus anteriores posiciones tras la llegada de la mujer.
-Muy bien -anunció sobriamente el señor Summers-, supongo que será mejor empezar de una vez para acabar lo antes posible y volver pronto al trabajo. ¿Falta alguien?
-Dunbar -dijeron varias voces-. Dunbar, Dunbar.
El señor Summers consultó la lista.
-Clyde Dunbar -comentó-. Es cierto. Tiene una pierna rota, ¿no es eso? ¿Quién sacará la papeleta por él?
-Yo, supongo -respondió una mujer, y el señor Summers se volvió hacia ella.
-La esposa saca la papeleta por el marido -anunció el señor Summers, y añadió-: ¿No tienes ningún hijo mayor que lo haga por ti, Janey?
Aunque el señor Summers y todo el resto del pueblo conocían perfectamente la respuesta, era obligación del director del sorteo formular tales preguntas oficialmente. El señor Summers aguardó con expresión atenta la contestación de la señora Dunbar.
-Horace no ha cumplido aún los dieciséis -explicó la mujer con tristeza-. Me parece que este año tendré que participar yo por mi esposo.
-De acuerdo -asintió el señor Summers. Efectuó una anotación en la lista que sostenía en las manos y luego preguntó-: ¿El chico de los Watson sacará papeleta este año?
Un muchacho de elevada estatura alzó la mano entre la multitud.
-Aquí estoy -dijo-. Voy a jugar por mi madre y por mí.
El chico parpadeó, nervioso, y escondió la cara mientras varias voces de la muchedumbre comentaban en voz alta: «Buen chico, Jack», y, «Me alegro de ver que tu madre ya tiene un hombre que se ocupe de hacerlo».
-Bien -dijo el señor Summers-, creo que ya estamos todos. ¿Ha venido el viejo Warner?
-Aquí estoy -dijo una voz, y el señor Summers asintió.
Un súbito silencio cayó sobre los reunidos mientras el señor Summers carraspeaba y contemplaba la lista.
-¿Todos preparados? -preguntó-. Bien, voy a leer los nombres (los cabezas de familia, primero) y los hombres se adelantarán para sacar una papeleta de la caja. Guarden la papeleta cerrada en la mano, sin mirarla, hasta que todo el mundo tenga la suya. ¿Está claro?
Los presentes habían asistido tantas veces al sorteo que apenas prestaron atención a las instrucciones; la mayoría de ellos permaneció tranquila y en silencio, humedeciéndose los labios y sin desviar la mirada del señor Summers. Por fin, este alzó una mano y dijo, «Adams». Un hombre se adelantó a la multitud. «Hola, Steve», le saludó el señor Summers. «Hola, Joe», le respondió el señor Adams. Los dos hombres intercambiaron una sonrisa nerviosa y seca; a continuación, el señor Adams introdujo la mano en la caja negra y sacó un papel doblado. Lo sostuvo con firmeza por una esquina, dio media vuelta y volvió a ocupar rápidamente su lugar entre la multitud, donde permaneció ligeramente apartado de su familia, sin bajar la vista a la mano donde tenía la papeleta.
-Allen -llamó el señor Summers-. Anderson... Bentham.
-Ya parece que no pasa el tiempo entre una lotería y la siguiente -comentó la señora Delacroix a la señora Graves en las filas traseras-. Me da la impresión de que la última fue apenas la semana pasada.
-Desde luego, el tiempo pasa volando -asintió la señora Graves.
-Clark... Delacroix...
-Allá va mi marido -comentó la señora Delacroix, conteniendo la respiración mientras su esposo avanzaba hacia la caja.
-Dunbar -llamó el señor Summers, y la señora Dunbar se acercó con paso firme mientras una de las mujeres exclamaba: «Animo, Janey», y otra decía: «Allá va».
-Ahora nos toca a nosotros -anunció la señora Graves y observó a su marido cuando este rodeó la caja negra, saludó al señor Summers con aire grave y escogió una papeleta de la caja. A aquellas alturas, entre los reunidos había numerosos hombres que sostenían entre sus manazas pequeñas hojas de papel, haciéndolas girar una y otra vez con gesto nervioso. La señora Dunbar y sus dos hijos estaban muy juntos; la mujer sostenía la papeleta.
-Harburt... Hutchinson...
-Vamos allá, Bill -dijo la señora Hutchinson, y los presentes cercanos a ella soltaron una carcajada.
-Jones...
-Dicen que en el pueblo de arriba están hablando de suprimir la lotería -comentó el señor Adams al viejo Warner. Este soltó un bufido y replicó:
-Hatajo de estúpidos. Si escuchas a los jóvenes, nada les parece suficiente. A este paso, dentro de poco querrán que volvamos a vivir en cavernas, que nadie trabaje más y que vivamos de ese modo. Antes teníamos un refrán que decía: «La lotería en verano, antes de recoger el grano». A este paso, pronto tendremos que alimentarnos de bellotas y frutos del bosque. La lotería ha existido siempre -añadió, irritado-. Ya es suficientemente terrible tener que ver al joven Joe Summers ahí arriba, bromeando con todo el mundo.
-En algunos lugares ha dejado de celebrarse la lotería -apuntó la señora Adams.
-Eso no traerá más que problemas -insistió el viejo Warner, testarudo-. Hatajo de jóvenes estúpidos.
-Martin... -Bobby Martin vio avanzar a su padre.- Overdyke... Percy...
-Ojalá se den prisa -murmuró la señora Dunbar a su hijo mayor-. Ojalá acaben pronto.
-Ya casi han terminado -dijo el muchacho.
-Prepárate para ir corriendo a informar a tu padre -le indicó su madre.
El señor Summers pronunció su propio apellido, dio un paso medido hacia adelante y escogió una papeleta de la caja. Luego, llamó a Warner.
-Llevo sesenta y siete años asistiendo a la lotería -proclamó el señor Warner mientras se abría paso entre la multitud-. Setenta y siete loterías.
-Watson... -el muchacho alto se adelantó con andares desgarbados. Una voz exhortó: «No te pongas nervioso, muchacho», y el señor Summers añadió: «Tómate el tiempo necesario, hijo». Después, cantó el último nombre.
-Zanini...
Tras esto se produjo una larga pausa, una espera cargada de nerviosismo hasta que el señor Summers, sosteniendo en alto su papeleta, murmuró:
-Muy bien, amigos.
Durante unos instantes, nadie se movió; a continuación, todos los cabezas de familia abrieron a la vez la papeleta. De pronto, todas las mujeres se pusieron a hablar a la vez:
-Quién es? ¿A quién le ha tocado? ¿A los Dunbar? ¿A los Watson?
Al cabo de unos momentos, las voces empezaron a decir:
-Es Hutchinson. Le ha tocado a Bill Hutchinson.
-Ve a decírselo a tu padre -ordenó la señora Dunbar a su hijo mayor.
Los presentes empezaron a buscar a Hutchinson con la mirada. Bill Hutchinson estaba inmóvil y callado, contemplando el papel que tenía en la mano. De pronto, Tessie Hutchinson le gritó al señor Summers:
-¡No le has dado tiempo a escoger qué papeleta quería! Te he visto, Joe Summers. ¡No es justo!
-Tienes que aceptar la suerte, Tessie -le replicó la señora Delacroix, y la señora Graves añadió:
-Todos hemos tenido las mismas oportunidades.
-Vamos, Tessie, cierra el pico! -intervino Bill Hutchinson.
-Bueno -anunció, acto seguido, el señor Summers-. Hasta aquí hemos ido bastante deprisa y ahora deberemos apresurarnos un poco más para terminar a tiempo.
Consultó su siguiente lista y añadió:
-Bill, tú has sacado la papeleta por la familia Hutchinson. ¿Tienes alguna casa más que pertenezca a ella?
-Están Don y Eva -exclamó la señora Hutchinson con un chillido-. ¡Ellos también deberían participar!
-Las hijas casadas entran en el sorteo con las familias de sus maridos, Tessie -replicó el señor Summers con suavidad-. Lo sabes perfectamente, como todos los demás.
-No ha sido justo -insistió Tessie.
-Me temo que no -respondió con voz abatida Bill Hutchinson a la anterior pregunta del director del sorteo-. Mi hija juega con la familia de su esposo, como está establecido. Y no tengo más familia que mis hijos pequeños.
-Entonces, por lo que respecta a la elección de la familia, ha correspondido a la tuya -declaró el señor Summers a modo de explicación-. Y, por lo que respecta a la casa, también corresponde a la tuya, ¿no es eso?
-Sí -respondió Bill Hutchinson.
-Cuántos chicos tienes, Bill? -preguntó oficialmente el señor Summers.
-Tres -declaró Bill Hutchinson-. Está mi hijo, Bill, y Nancy y el pequeño Dave. Además de Tessie y de mí, claro.
-Muy bien, pues -asintió el señor Summers-. ¿Has recogido sus papeletas, Harry?
El señor Graves asintió y mostró en alto las hojas de papel.
-Entonces, ponlas en la caja -le indicó el señor Summers-. Coge la de Bill y colócala dentro.
-Creo que deberíamos empezar otra vez -comentó la señora Hutchinson con toda la calma posible-. Les digo que no es justo. Bill no ha tenido tiempo para escoger qué papeleta quería. Todos lo han visto.
El señor Graves había seleccionado cinco papeletas y las había puesto en la caja. Salvo estas, dejó caer todas las demás al suelo, donde la brisa las impulsó, esparciéndolas por la plaza.
-Escúchenme todos! -seguía diciendo la señora Hutchinson a los vecinos que la rodeaban.
-¿Preparado, Bill? -inquirió el señor Summers, y Bill Hutchinson asintió, después de dirigir una breve mirada a su esposa e hijos.
-Recuerden -continuó el director del sorteo-: Saquen una papeleta y guárdenla sin abrir hasta que todos tengan la suya. Harry, tú ayudarás al pequeño Dave.
El señor Graves tomó de la manita al niño, que se acercó a la caja con él sin ofrecer resistencia.
-Saca un papel de la caja, Davy -le dijo el señor Summers. Davy introdujo la mano donde le decían y soltó una risita-. Saca solo un papel -insistió el señor Summers-. Harry, ocúpate tú de guardarlo.
El señor Graves tomó la mano del niño y le quitó el papel de su puño cerrado; después lo sostuvo en alto mientras el pequeño Dave se quedaba a su lado, mirándolo con aire de desconcierto.
-Ahora, Nancy -anunció el señor Summers. Nancy tenía doce años y a sus compañeros de la escuela se les aceleró la respiración mientras se adelantaba, agarrándose la falda, y extraía una papeleta con gesto delicado-. Bill, hijo -dijo el señor Summers, y Billy, con su rostro sonrojado y sus pies enormes, estuvo a punto de volcar la caja cuando sacó su papeleta-. Tessie...
La señora Hutchinson titubeó durante unos segundos, mirando a su alrededor con aire desafiante y luego apretó los labios y avanzó hasta la caja. Extrajo una papeleta y la sostuvo a su espalda.
-Bill… -dijo por último el señor Summers, y Bill Hutchinson metió la mano en la caja y tanteó el fondo antes de sacarla con el último de los papeles.
Los espectadores habían quedado en silencio.
-Espero que no sea Nancy -cuchicheó una chica, y el sonido del susurro llegó hasta el más alejado de los reunidos.
-Antes, las cosas no eran así -comentó abiertamente el viejo Warner-. Y la gente tampoco es como en otros tiempos.
-Muy bien -dijo el señor Summers-. Abran las papeletas. Tú, Harry, abre la del pequeño Dave.
El señor Graves desdobló el papel y se escuchó un suspiro general cuando lo mostró en alto y todos comprobaron que estaba en blanco. Nancy y Bill, hijo, abrieron los suyos al mismo tiempo y los dos se volvieron hacia la multitud con expresión radiante, agitando sus papeletas por encima de la cabeza.
-Tessie... -indicó el señor Summers. Se produjo una breve pausa y, a continuación, el director del sorteo miró a Bill Hutchinson. El hombre desdobló su papeleta y la enseñó. También estaba en blanco.
-Es Tessie -anunció el señor Summers en un susurro-. Muéstranos su papel, Bill.
Bill Hutchinson se acercó a su mujer y le quitó la papeleta por la fuerza. En el centro de la hoja había un punto negro, la marca que había puesto el señor Summers con el lápiz la noche anterior, en la oficina de la compañía de carbones. Bill Hutchinson mostró en alto la papeleta y se produjo una reacción agitada entre los congregados.
-Bien, amigos -proclamó el señor Summers-, démonos prisa en terminar.
Aunque los vecinos habían olvidado el ritual y habían perdido la caja negra original, aún mantenían la tradición de utilizar piedras. El montón de piedras que los chicos habían reunido antes estaba preparado y en el suelo; entre las hojas de papel que habían extraído de la caja, había más piedras. La señora Delacroix escogió una piedra tan grande que tuvo que levantarla con ambas manos y se volvió hacia la señora Dunbar.
-Vamos -le dijo-. Date prisa.
La señora Dunbar sostenía una piedra de menor tamaño en cada mano y murmuró, entre jadeos:
-No puedo apresurarme más. Tendrás que adelantarte. Ya te alcanzaré.
Los niños ya tenían su provisión de piedras y alguien le puso en la mano varias piedrecitas al pequeño Davy Hutchinson. Tessie Hutchinson había quedado en el centro de una zona despejada y extendió las manos con gesto desesperado mientras los vecinos avanzaban hacia ella.
-¡No es justo! -exclamó.
Una piedra la golpeó en la sien.
-¡Vamos, vamos, todo el mundo! -gritó el viejo Warner. Steve Adams estaba al frente de la multitud de vecinos, con la señora Graves a su lado.
-¡No es justo! ¡No hay derecho! -siguió exclamando la señora Hutchinson. Instantes después todo el pueblo cayó sobre ella.




"The Lottery",
The New Yorker, Estados Unidos, 1948