martes, 26 de noviembre de 2024

DOS O MÁS FANTASMAS || Marcelo Cohen

 




Hay un poema de A.R. Ammons que habla de las vidas perdidas, no en el mundo en general sino en un presunto individuo. Se llama «Easter Morning» [Mañana de Pascua], es de 1981 y empieza así:

Tengo una vida que no prosperó,
que se hizo a un lado y se detuvo,
anonadada:
la llevo en mí como una gravidez
o como se lleva en el regazo a un niño que
ya no crecerá o incluso cuando viejo nos seguirá
afligiendo
es a su tumba adonde más
a menudo vuelvo y vuelvo
a preguntar qué es lo que falla, qué
falló, a verlo todo bajo
la luz de otra necesidad
pero la tumba no se cierra
y el niño,
que se agita, habrá de compartir tumba
conmigo, viejo que se las
arregló con aquello que quedaba (…)

A lo largo de unos cien versos la meditación sigue –no siempre con un ánimo tan lúgubre– durante un paseo por el campo, visitas a viejos tíos y conocidos de un lugar natal, gente que podría ser real o imaginaria, miradas al paisaje y conjeturas sobre el niño que no prosperó, como si el que habla en el poema estuviese buscando la calma por encima de esa penosa bifurcación de las vicisitudes. Archie Randolph Ammons (1826-2001) fue uno de los últimos grandes poetas norteamericanos de la naturaleza. Confió el anhelo de contacto a la descripción cuidadosa y a una forma lábil, movediza, tan imbuida de reverencia al misterio como de designación científica: antes que calma prefirió decir  estabilidad;  antes  que  inquietuddesorden, y antes que espíritu, mecanismo complejo. Fue un poeta de la inmanencia: para él lo misterioso era que el mundo esté todo en sí y contenga todo, hasta la posibilidad de conocerlo. Por eso, aunque sea infrecuente, no extraña en su obra este poema intimista que habla más bien de lo inconcluso que persiste, de la continuidad de lo que parecía interrumpido. Es de una nitidez tan alucinante que por momentos parece que Ammons convocara a un gemelo muerto, pero no: habla del encuentro imprevisto con el extranjero que llevamos dentro; o con el cadáver resurrecto de alguna de nuestras posibilidades eliminadas.

    Yo lo traduje en 1995, cuando me faltaba un mes para volver a vivir en Argentina después de veinte años en España, mejor dicho en el País Catalán. Entonces lo asocié rápidamente con «La esquina feliz», el cuento de Henry James en que un hombre que ha vivido treinta años en Europa vuelve a la Nueva York natal. La ciudad es otra, al punto que empieza a poblarse de rascacielos, y él, el cincuentón Spencer Brydon, se hace cargo de una casa de tres pisos que ha heredado. Como es la casa donde  pasó su infancia, lo abruma con interrogantes sobre el destino del niño que él fue ahí. Brydon se acostumbra a visitarla de noche, casi se envicia; deambula horas por las habitaciones desiertas, solo, hasta que a fuerza de acecho logra sentir una presencia; y al fin la presencia se le manifiesta. La figura que Brydon ve y que James define con un par de trazos (lleva galera; a la mano con que se tapa la cara le falta un dedo) lo sacude tanto que se desmaya. A la mañana siguiente despierta al pie de la escalera, en brazos de su mejor amiga, en un sopor de piedad horrorizada y reconocimiento.

En mi oportunismo, yo interpretaba que el fantasma del cuento de James y la vida enterrada del poema de Ammons simbolizaban lo mismo: a saber, que la casualidad no da tregua. Basta que uno asienta un poco menos que incondicionalmente al curso autónomo de los hechos, que sea un poco remiso a encarnar el acontecimiento, para que con cada giro imprevisto arrecie la lucha terca entre el plan y la vida. Mantener estrategias agota y a la larga lesiona. Pero si uno acepta ese cansancio, puede sentarse y ver algo de lo que ha pasado, esclarecer en cierta medida qué dejó atrás o resignó en cada disyuntiva. En todo caso yo necesitaba una visión amplia sobre la decisión y la espontaneidad. Alrededor de un año y medio antes, durante una visita a Buenos Aires, una escritora que yo no conocía me había ofrecido hacerme una entrevista. A los pocos días, la tarde de la cita, yo había abierto la puerta de la casa en donde paraba y: ahí estaba ella. Es decir: era Ella. Saltemos por encima del año y medio de deliberaciones, encuentros urgentes y contabilidades. Las cuentas estaban muy divididas. En la Argentina percudida por la dictadura de 1976-1983 había una incipiente democracia; yo tenía toda una historia y una vida diaria amable en Barcelona, dentro de lo completas y amables que pueden ser las vidas; a la vez, la pregunta sobre dónde quería envejecer no se acallaba. Era una oscilación interminable. Pero si hablamos de espontaneidad, lo mejor para entenderla es una conmoción amorosa. No había por qué decidir. Ni fatalidad ni causas: lo que había, como siempre, era la necesidad de que exista el azar, que en ese caso me mandaba de vuelta.

Pero ahora, al filo del regreso, embebido de Ammons y de James, me preguntaba solapadamente quién habría sido yo si veinte años antes no me hubiera ido de mi ciudad, en caso de que hubiese alguna ciudad mía. Sigo convencido de que no es una pregunta trivial, y menos redundante. Es útil: complica el relato que uno hace de sí. En las últimas décadas, hablar de relato se ha vuelto cada vez más práctico para una serie de disciplinas, desde la filosofía, la antropología y la psicología hasta la politología y el periodismo, incluido el de la televisión. Hay un difundido acuerdo en que los humanos ven o viven su experiencia como uno u otro tipo de narración, que somos por naturaleza novelistas de nosotros mismos y que  poder  relatarse  con  abundancia es esencial para tener una personalidad plena y sincera y hacer una vida buena. La falta de un relato personal denotaría tendencia a la psicosis o a la inmoralidad. Sin embargo, algunos filósofos, como Galen Strawson, sostienen con pormenor de razones que esas tesis son falsas. Strawson dice: no solo es falso que haya una sola manera acertada de experimentar nuestro ser en el tiempo –está la manera Proust, y la manera Joyce, o Pessoa, por ir a ejemplos gruesos–; el mandato de ser una unidad narrable puede cerrar caminos de pensamiento, empobrecer éticamente y crear desdicha al que no encaje en el modelo.

Hay sujetos diacrónicos, que consideran su esencia como una médula que estuvo en el pasado y seguirá estando en el futuro, y sujetos episódicos, que no conciben su sí mismo como una presencia continua. Strawson dice que, si hay un self en cada individuo, es «una sinergia de actividad neural»: de modo que el hipotético sujeto de la experiencia es el producto mudable de una materia cerebral siempre en proceso: un aglomerado indefinido de selfs pasajeros inscrito en redes de células. Con este material puede armarse un relato, varios o un rompecabezas inacabable. En mi parecer, sin embargo, en el estado de pulverización del lenguaje que afecta al mundo, de adhesión de los relatos personales al inventario tópico de la cultura de masas, y de incapacidad de expresar matices debido a la esclerosis sintáctica del hablante medio, creo que necesitamos un arte de la argumentación detallada. Necesitamos argumentos, siempre y cuando prescindan de la vieja pauta de exposición, nudo y desenlace y de la condicionadora exigencia de tensión y crecimiento a que el público global está habituado. El premio al condicionamiento se lo lleva el culto a la identidad por las raíces, un eficacísimo productor de sujetos en serie.

Así las cosas, preguntarse quién habría  sido uno si no se hubiera ido de un lugar es tan disparatado que trastorna el mandato narrativo. A mí me tentaba ese disparate. Durante años me había ejercitado en el desinterés por el pasado porque el pasado no servía para la vida, que en realidad era una sucesión estroboscópica de presentes. No me había costado poco concluir además que el exilio, con su fardo de culpas, rencores y dolor, era un falso problema creado por las palabras. Había masticado mi Bataille: soberano es el que sabe que en el vasto fluir de las cosas él es solo un punto favorable a un resurgir; el que prescinde de constituirse como un proyecto. Había procurado despersonalizarme. Me alegraba sentirme como un precipitado de lo que muchos otros habían depositado en mí. Me parecía que estaba prevenido. Cierto que, por mucho que me aliviase tener un DNI español, nunca había dejado de referirme como argentino: seguía siendo de un país. Y, la verdad, si para volver ahí tenía que prevenirme tanto no era muy soberano que dijéramos. El amor me daba temeridad y energía, pero la Argentina real me daba miedo. En un viaje anterior a Buenos Aires, mientras me cortaba el pelo, había escuchado a varios señores evaluar la especie de que el Presidente Menem, ese astuto latino bajito, se había acostado con la áurea modelo alemana Claudia Schiffer. Se me ocurrió que una credulidad tan pueril encajaba bien con la perversidad que había aplastado al país durante la dictadura y la guerra de las Malvinas y todavía flotaba en los usos de la policía, la inmunidad de cientos de asesinos y el goce del país en autocelebrarse. Y pensé que la facundia de los argentinos y la compulsión a adornar todas las pausas de una charla con agudezas eran la inversión de un pánico al vacío. Bueno: mi yo joven había sido un avanzado borrador de argentino de esa calaña. Para Macedonio Fernández el mundo era un almismo ayoico; yo solo había vislumbrado qué quería decir Macedonio viviendo en otro país, o tal vez con los años, y ahora temía quedar preso en la servidumbre a la continuidad del yo con su pasado. ¿Y si no podía escribir más? ¿Si caía en un realismo doctrinario, reflejo y disecado? Para mí la literatura era la evasión más radical, un transporte de la realidad sucedánea en que vivimos a la posibilidad de un contacto con lo real, y por eso hacía literatura fantástica; y entonces empecé a precaverme, tanto de la promiscuidad como de la nostalgia, escribiendo todas las historias que se me ocurrían en un mundo inventado, que me delta panorámico; un mundo hecho con astillas y posibilidades del nuestro, desde donde, esa era la ambición, nuestro mundo se pudiese ver mejor.

Y pese a todo, con el regreso me entraba una dulce sensación de cumplimiento, de concordancia; el cese de una recóndita inquietud por el destino, del titubeo callado sobre el lugar de pertenencia. Un reposo. Aunque la sensación fuera sospechosa, incluía una necesidad de actuar en la polis, de unirme a una sociedad, la de mi origen, con la mente refaccionada. Cierto que en seguida comprobé que mis miedos estaban fundados. En Argentina no había sociedad pública, salvo la del espectáculo o las corporaciones, entre las instituciones y organizaciones políticas y la familia impermeable. El pequeño burgués argentino, no digamos ya el empresario, se jactaba de no pagar impuestos; remozaba diligentemente su casa pero rarísima vez la acera, y en la acera ajena dejaba cagar a su perro. El discurso social argentino solo aceptaba que se hablara desde posiciones reconocibles, y todas esas posiciones, incluso las subversivas, incluso las de muchas sectas de filiaciones inmigratorias, formaban un hermético sistema de oposiciones complementarias: la argentinidad. Definirse era el estilo y la exigencia, y dentro del repertorio de figuras definidas estaban los locos pintorescos, los genios excéntricos, los escépticos y los disconformes. Pero estos pavores languidecían al lado del encuentro efectivo, tan distinto del de las visitas fugaces, con mis amigos y conocidos de primera juventud, porque ellos le hablaban a la persona que suponían que yo había llegado a ser según el desarrollo lógico del embrión que recordaban. Esos seres queridos no me miraban ni me escuchaban; de hecho procuraban no verme, para no encontrarse con ese falso esbozo de español, un tipo cuyas críticas al país parecían observaciones de turista. Como a alguien le hablaban, era imposible no preguntarme a quién.

¿Quién habría sido yo si no me hubiera ido?

Dejemos  de  lado  que  habría  podido  estar muerto o desaparecido. Esos amigos habían sobrevivido, mientras otros morían, pugnando por mantener la entereza entre trabajos oscuros, la desolación y las complacencias, pero atrincherados en sus convicciones sin revisarlas –aun cuando el socialismo de partido único ya se desmoronaba, reo también de ineptitud y barbarie–; sin cavilar cómo podía ser una futura práctica emancipadora, sin revisar nuestro eventual papel en una batalla que habíamos perdido, quizás porque estaban demasiado heridos y aislados. Yo veía en ellos a uno de los que habría sido, posibilidad más acre por el hecho de que eran generosos, altruistas y deseaban ese mundo más justo, si no más libre, que habrían tratado de implantar una vez más aunque buena parte de los argentinos se había desentendido de la masacre. Yo no le reprochaba a mi ciudad natal que hubiera cambiado, sino que fuese la misma. Y releía el poema de Ammons como un presagio: porque el que habría sido yo habitaba cómodamente esa ciudad detenida, con su población, incluso la más resistente a la autoridad, de todos modos ansiosa, irascible, autoritaria en su simpatía, afecta al fundamentalismo de las raíces; una ciudad de personalidades impetuosas, de religiosos descreídos y ateos supersticiosos, clavados en la mística del crecimiento personal y nacional, de la incesante marcha adelante, y nada vigilantes de su racismo subcutáneo; una ciudad en cuya cultura la familia no solo era refugio, no solo maraña de afecto, atenciones y rencor, sino claustro, empresa, leyenda, generador de sensiblería apática, banco usurario y tribunal hipercalefaccionado.

Yo no quería reencontrarme con ese yo pretérito. Tenía de él una opinión muy pobre. Así que empecé a alejarme de las antiguas amistades  que insistían en  restituirlo.  El  procedimiento se volvió recalcitrante; para combatir los mitos vernáculos me impuse olvidar las letras de tango que había atesorado en mañanas de radio en la cocina de mi madre y en la primera juventud de varón porteño hijo del pueblo. Velé con denuedo por las amistades y relaciones de trabajo con España. Al fi vacilando, sorteando el recelo, anudé lazos con gente que había conocido en mis viajes desde fuera, es decir, que me había encontrado en fase avanzada de transición. Con ellos la falta de foco era menor. Pero solo mi mujer le hablaba a mi presente; solo ella se relacionaba con mi relato, como yo con el de ella. No sé si esta minifenomenología será cierta, pero el tironeo entre posesión y entrega puede poner a los amantes muy nerviosos, hasta que se rinden de veras. Entre tanto mi mujer y yo nos estudiábamos. Entre tanto, además, las ventiladas mentes argentinas a las que ella me acercó iban abonando una nueva versión de mí que, como había previsto, se instaló en la polis con ese grado de efusión y de inquina que solo despierta la comunidad donde uno fue chico.

    «Ponga a dos individuos en relación con el cosmos y se relacionarán de verdad entre sí», dijo Robert Creeley. A mí, que había tratado de iniciarme en el desapego, me amargaba que las estridentes ciclotimias de la política, las perentorias tensiones del amor y los aportes e inquisiciones de los nuevos conocidos me apartaran de la vía. Siendo un hombre de letras, no se me escapaba que la interferencia provenía del carácter vírico del lenguaje, la mayor herramienta de control sistemático y de falsa comunicación. Argentina es un país de recio monolingüismo dialectal, orgulloso de su facundia, sus excentricidades sintácticas, su inventiva léxica, su prosodia veloz y campechana. Sobre esto se ha escrito mucho, y es cierto que esa lengua es rica en su peculiaridad; pero, absorbida por el espectáculo, ha derivado en una variedad reluciente y escuálida como una modelo, de un tecnicismo afectado, hegemónica, calificada de expresión argentina; un cálido invernadero verbal del reconocimiento inmediato, donde los retoños de usuarios, a despecho de sus opiniones, se desarrollan como plantas de la misma especie.

Como sé que el que dice lo mismo que todos no puede pensar con matices –menos aún si ignora el uso de subordinadas– y termina por no sentirlos, la cuestión me impacientaba. Para colmo, mis rebeldes resabios de españolismos solían provocar una sorna irritada. Yo decía vale en vez de bueno o está bien, calabacín en vez de zapallito; a veces se me escapaba un tonito impropio. ¿Y este qué se cree que habla?, he oído zumbar esa tácita pregunta frente a regresados de distintos destierros. En un extranjero los deslices son simpáticos; en un argentino son vanidad o alta traición. A mí me resbalaba estar marcado; al fin y al cabo era esa clase de distinción a que el emigrado se aferra; también era la proclama de que mis veinte años en España no habían sido un paréntesis de exilio sino una vida plena de alteraciones irrevocables. Y con ese ánimo escribía. Mi plan más político consistía en inficionar la expresión argentina de impertinencias, tanto locales como tomadas del tronco central del español; perforarla para que mostrara su fondo hueco y repararla con una nueva mezcla. Fantasías, es evidente, del que detesta su lengua tanto como la adora. Justamente, fue cavilando este deseo como de golpe comprendí que al fantasma del que habría sido yo de no haber dejado Buenos Aires se había sumado el fantasma del que podría haber sido si me hubiese quedado en España.

Esto era muy prometedor; una interesante complicación del cliché.

La unión de esas dos probabilidades, a las que sin duda se sumaban otras más fugaces abandonadas en lances menores, conformaba un extranjero en mí, precisamente el extranjero que escribía: una evolución del extranjero implícito que siempre escribe cuando uno se sienta a escribir. Claro que al mismo tiempo me percaté de un error. En España, mientras se prolongaba en mí la épica de las comparaciones típicas del exiliado, había procurado resguardar mi rumor vernáculo de incrustaciones de la lengua imperial; sin embargo, había terminado contaminándome, por suerte, y en esa emisión contaminada había encontrado el poco de autenticidad que puede haber en cada escritura. No iba a protegerme ahora del contagio de la expresión argentina, ¿no? Un corolario inmediato del desapego es la comprensión de que las cosas y los seres surgen a la realidad conjuntamente; de que somos nodos inseparables de un tejido siempre mantenido y renovado por las relaciones. Entonces columbré que si la lengua es un virus, también es el medio de la relación, y tal vez el trabajo constante de las relaciones, la amorosa y las otras, fuera el vehículo de la salida del sistema. Solo abriendo a los aportes y sustracciones de los otros el lenguaje que yo iba aglomerando podía evitar encerrarme en un relato impermeable a los fantasmas. Hasta los maestros de la mística recuerdan que el deseo de conservarse es impolítico y vulgar. «Si cualquier roce te irrita, / ¿cómo vas a limpiar tu espejo?», dice un poema de Rumi.

Había que acallar la policía de la conciencia y a la vez aplicar discernimiento; algo que bien podría ser la definición de una poética. Un Sí mayor y un No menor (o a la inversa). No solo desestabilizar al argentino estándar y al español inmarcesible desde dentro, trastocar jerarquías y entendidos, alentar las transformaciones siempre activas en cualquier sistema simbólico –no solo abonar el campo, ponerlo a vibrar–, sino también cortar las secuencias narrativas que tapan las rupturas y discontinuidades de los hechos, encadenan la vida a la lógica del tercero excluido y tantas veces ocultan con una razonable continuidad los abismos de una historia enloquecida. Hacía falta un pensamiento asociativo para el ritmo de las relaciones. De momento, yo necesitaba fricción.

La fricción convirtió la vida diaria en Buenos Aires  en  una  generadora  de  vidas  hipotéticas. Dos fantasmas le agregaban un rumor de tiempo descoyuntado y de impermanencia. ¿Había algo que temer? Si no me hubiera ido no habría experimentado la distancia, esa fuente de nostalgia, estupor culpable y languidez cuando el emigrado mira hacia su lugar de origen, y de ironía dramática, impavidez excesiva, y esclarecimiento crítico cuando mira el lugar de adopción, y el de origen también. El intervalo de espaciotiempo en donde el emigrado se encuentra lo ayuda a distanciarse de sí mismo; un día, esté donde esté, quizás el proceso lo lleve a ver desde fuera cómo su presunto otro yo se pulveriza. Pero, como en el jadeante teatro de la Argentina la función no para nunca, el que vuelve tarda en percatarse de que el intervalo subsiste; que el exilio es para siempre. A mí, en principio, el que habría sido si me hubiera quedado en Barcelona no me daba aprensión; no habría sido muy diferente; a cierta altura uno ya está constituido. Pensando lo cual me entró una aprensión también por ese que estaba al otro lado del mar: un sujeto irreparable. Jung dice que alrededor de los 45 años hay una inflexión en la vida, culminante, a partir de la cual el individuo puede repetirse y declinar en un estancamiento aceptable, o abrirse a la modificación y renovarse. No quiero imaginarme los libros que habría escrito si no me hubiera ido a España, pero no me tienta nada imaginar los que habría escrito si no hubiera vuelto; la verdad, no me imagino nada. Por cierto, sería desolador que mis amigos de Barcelona le hablasen exactamente al que creo ser ahora, porque significaría que no he cambiado. Y me parece indiscutible que he cambiado. Mi mujer tenía una hija de once años; desde entonces aquella nena ha sido también mi hija, hoy una mujer de veintiocho. Huelga hablar de la magnitud de las conmociones adjuntas. En estos años me ha nacido un aprecio extremo por el presente, por la modificación sin fin, y quisiera no serle infiel. Si me hubiera quedado en Barcelona habría tenido una economía energética menos onerosa y más estreñida. En cambio en Buenos Aires cualquier iniciativa independiente afronta un gran surtido de dificultades y constricciones. Pero las constricciones, como saben los sonetistas y los seguidores de Georges Perec, promueven inesperados cambios de rumbo, rodeos insensatos y frenazos abruptos, la fantasía improvisatoria; enrarecen tanto las historias que pueden volverlas más verdaderas. Sucede también con las empresas conjuntas. Yo adhiero a esa poética: si uno aporta atención y entusiasmo, las constricciones abren lugares donde parecía que no había nada. Es muy provechoso agregar algunas propias; y mejor aun crearse un repertorio de constricciones, normas a respetar diferentes de las normas jurídicas, económicas o morales del sistema más o menos mundial, y cumplirlas como principios hasta que uno o el colectivo del que forma parte decida cambiarlas por otras que se respetarán no menos. Los artistas llaman a esto procedimiento, o método; puesto en marcha en conjunto, puede ser una política de la sociabilidad. Puede fomentar el gasto inútil, la imaginación y, dicho sin reparos, el desprendimiento. Y desde luego sirve para rescatar provechosamente multitud de cosas que la marcha adelante fue dejando por el camino, destartaladas, y antes que regalarlas uno barrunta que puede montar de otro modo. Incluso la familia.

Al final del poema de Ammons el caminante, en un lugar que no es el suyo, oye el llanto del niño que él no fue al borde del camino. Entonces se sienta a descansar y ve algo que no había visto nunca: dos grandes pájaros negros aparecen en el cielo volando juntos, muy alto, rumbo al norte. De pronto uno vira un poco a la izquierda y el otro, quizá sin darse cuenta, sigue adelante por un minuto mientras el rezagado se pone a planear en círculos como si buscara algo, tal vez perdido. Pero entonces:

el otro pájaro volvió y volaron los dos juntos
por un rato, tal vez buscando una corriente;
dieron unas pocas vueltas más, posiblemente
remontando –al menos, era claro, descansando–,
y reemprendieron vuelo hacia lo lejos hasta
quebrar
la línea de las matas y el bosque del
lugar: fue una visión de majestad
e integridad copiosas: tener
pautas y rutas, interrumpirlas
para explorar pautas distintas
o accesos mejores a las rutas, y luego el
retorno: una danza sagrada como la de la savia
en los árboles, permanente en sus descripciones
como las ondas en torno a las piedras
del riachuelo: nueva como este particular
flujo de ardor que rompe ahora a caernos
desde el sol.

Yo también, para cortar las líneas, he parado un momento a mirar las nubes por la ventana, como dándole un tiempo a alguna de mis vidas extraviadas. Me gusta releer ahora este poema de pérdida y reconciliación. Le adjudico este mensaje: inevitablemente poseemos al otro que tenemos al lado, o enfrente, y el otro nos posee. Es un fenómeno estructural: somos seres de entrega e incorporación. Y dos son el principio de una comunidad, si uno cede al impulso.

Qué historia más fofa, dice mi locutor interior, esa voz indefectible, y yo le hago caso. Demasiada pulcritud, sí. Cómo se puede hablar del extranjero al margen de la historia y la actualidad de la violencia de las migraciones, la llegada del africano o el birmano exhausto a una playa donde la policía lo vapulea en una lengua inaudita, la rumana que asoma al puerto de Baltimore desde un contenedor hediondo de vómitos, abierto por un capataz mafioso. El mar o la vastedad que recorre el emigrado son abismos; aterran. El vehículo sórdido en que suele llegar lo expulsa como un vientre. Esto dice el martinicano Edouard Glissant; pero él cree que la experiencia del abismo, que es lo abarcador, transforma la tierra desconocida en un lugar donde el abismo se proyecta como un germen de conocimiento; el que cruzó está abierto, y no solo a un conocimiento específico, a los apetitos, daños y dones de un pueblo en particular, sino al conocimiento del Todo, un conocimiento liberador porque el todo es relación incesante, o la relación incesante lo es todo. «Por eso permanecemos en la poesía», remata Glissant.

Bueno, pero la narración también es un arte de las relaciones.

Vean si no mi blando caso. Estaba escribiendo esto cuando un día, en el diario español que leo tres veces por semana, vi una foto en que una diputada opositora del parlamento valenciano, exasperada por las corruptelas del gobierno  de la región, luce una camiseta con la leyenda no nos falta dinero. nos sobran chorizos. Se la mostré a mi mujer y, como ponía cara de espera, le expliqué que un chorizo es lo mismo que en Argentina un chorro, un ladrón. Ella se rió a medias y comentó que probablemente la raíz común fuese el verbo chorear. En otros tiempos acá también algunos decían chorizo, añadí yo. O sea, dijo ella, que originalmente chorear sería español y los españoles olvidaron el verbo y se quedaron con el sustantivo. También puede ser, dije yo, que nosotros hayamos importado el sustantivo chorizo y derivado el verbo chorear. ¿Y por qué el verbo que derivó no es choricear?, ahondó ella. En la pausa todavía más honda que se hizo oí unos crujidos. Se estaban rompiendo las líneas de varios relatos. Sin preaviso, una horda de fantasmas aprovechó el momento para hablar por mi boca: Tengo –me oí decir– que comprarme urgente un buen diccionario de argentinismos.

Nunca terminaremos de contar cómo suceden estas cosas.


miércoles, 11 de septiembre de 2024

LO QUE NO ES UN RELATO // Giorgio Manganelli

 








Pocas veces me he enfrentado a una pregunta más maliciosa, deshonesta, intelectualmente turbia e insostenible; de hecho, no es estrictamente posible decir qué cosa "no es", ya que sea lo que sea, el universo entero "no es", excepto él mismo, y sin embargo no se puede dar ninguna definición de sí mismo. ¿”No es” una babirusa, un imperfecto de subjuntivo, una archimandrita o cierta piedra fotografiada en la superficie de Marte? También podría suponer una conspiración, una aglomeración de 'inexistentes', según el ejemplo anterior: ¿“no es” una babirusa? Pero, por supuesto, ¡“no es” un subjuntivo imperfecto! Sin embargo, tengo la impresión de que estos tontos tópicos no tocan el noble y amenazador problema que se esconde en esa cuestión dominicana. Supongo que los clientes que quieren ponerme a prueba tienen en mente respuestas menos insolentes, en definitiva una 'contribución' a las discusiones sobre el concepto de relato; pero, como hemos visto, lo quieren negativamente.


Probémoslo. Entonces, me dije con aire de complicidad, ¿qué es entonces lo que no es un relato? Teniendo en cuenta que no podía responder "no es una babirusa", jugué con encuestas e hipótesis literarias. Aunque, debo señalar, no me resulta claro y obvio que la babirusa no pertenezca a la literatura, como figura retórica de prestigio teratológico. Vamos, me dije, ¿no podríamos burlarnos de esta pregunta, diciendo, digamos, que un cuento 'no' es una receta de Artusi? Pero la sonrisa maliciosa murió en mis labios. ¿Estaba tan seguro de que Artusi no era una guirnalda de historias exquisita e inusual? Aquí estoy hojeando, no sin molestias, el gran libro. Receta 145: «¿Quién no sabe hacer tortillas? ¿Y quién diablos no ha hecho algún tipo de tortilla?... No es buena idea licuar demasiado los huevos para hacer tortillas; desmenúzalas en un bol con un tenedor, y cuando veas que las claras se derriten y se fusionan con la yema, detente. Las tortillas son sencillas y compuestas...". Pausa. ¿No había, cómo decirlo, un sabor a narración en estos acontecimientos de los objetos, esa aura a la vez distraída y atenta? ¿No podría haber sido un cuaderno de Chéjov, quizá una nota para un cuento como “La sirena”? ¿O un Proust degradado, huelga decirlo, pero tan distinto en su descubierta humildad? ¿Un Collodi que pasó al género corto, un Morandi virtuosamente modificado por las botellas y educado por Pinocho en la contemplación del huevo? 


Bueno, no me atreví a declarar que el relato estuviera de alguna manera en la receta de Artusi. Pero, me dije, entonces, si una receta de Artusi puede, y sin duda, ser un relato, ¿qué diablos no será un relato? Pánico, señores, pánico literario. ¿El poema épico? Ay no, me dije; tras una inspección más cercana, los llamados poemas son maquinaciones de historias, que inventan su propio contenedor de Jerusalén y Furiosi; y si se quitan los relatos, poco quedaría más allá de las invocaciones a los santos y a las musas. Y además, ¿no hay ni siquiera una complicidad clara entre poema y receta, digamos en Baldus? ¿No es lo mismo un poema macarónico que un poema artusiano? ¿Y cómo no reconocer el aroma del Artusi salvaje en el asador de Morgante?


¿Pero no será completamente diferente con la lírica? Tomemos un soneto, me dije, pero el corazón me falló. Ese parloteo alusivo, memorable, errático, imaginativo y efímero, ¿podría ser todo esto el modelo del no relato? Artusi, Morgante, Ariosto, Petrarca. Nada que hacer. ¿Los epitafios? Tan pequeño y completo; no tienen conclusión; son conclusión. Terminado, sin empezar. ¿Signos toponímicos? Un triunfo de lo implícito y de la metáfora conceptual y braquilógica; piense, una via Properzio, que se encuentra con via Cola di Rienzo. Una maravilla. ¿La guía telefónica? Eso: la guía telefónica es un objeto fascinante, y no entró en las Historias de la Literatura quizás por su corta edad, o más bien por las conspiraciones de los académicos. En realidad, la guía ya es un 'índice de personas y lugares notables', un índice que los académicos aman intensamente; pero es sobre todo el índice de un libro que aparentemente se está por escribir. Aparentemente, digo, porque la guía se ofrece como un catálogo infinito de posibilidades, dispuestas en un orden riguroso que en realidad describe el desorden del caos primordial. La guía telefónica es un abismo insondable, pero iluminado por un deseo de plenitud y totalidad que no tiene ejemplo. La guía es una invención teológica y teocéntrica, a la vez integral e insondable; pero se rige por una iteración epifánica, en definitiva es una visión, y sólo una. ¿Es la historia? No, es la novela.


Los acuerdos son acuerdos: no tengo que definir la novela; y lo que digo no será válido como definición, glosa, comentario o explicación del concepto de la novela. Pero creo que puedo decir que el relato no es la novela. Es la única 'cosa' uso este término crudamente esquivo para no caer en la trampa de la aclaración conceptual que no es el relato. Quizás todo lo demás, incluidos babirusa y los imperfectos de subjuntivo, sea un relato; pero la novela, no.


Intentaré hablar de que la narrativa no es novedosa de una manera ligeramente rabínica; ya que no hay duda de que el problema tiene sus connotaciones teológicas. La novela me parece una empresa monoteísta. Por extravagante que sea, difícilmente podrá escapar en mi opinión, nunca de una devoción por algún Todopoderoso solitario y vertiginoso. De ahí la vocación a una norma, que no es una regla. Nada es más rebelde que la novela en el sentido de que no tiene reglas de presentación generalmente válidas; pero, al mismo tiempo, nada está más dominado por lo complejo que la norma. La novela sólo puede casarse consigo misma, pero el matrimonio es monógamo, como corresponde a una monoteísta. Pero hay más. La novela es el Herodes de los relatos. Sólo puede desarrollarse matando continuamente posibles relatos, como ese monstruo que aplastó a los fieles; y esto sucede porque los relatos se sitúan transversalmente al recorrido de la novela. Cuando Don Abbondio se encuentra con los bravos, tiene que pasar por alto el cadáver del relato de los bravos: ¿de qué habrán hablado al ir a ese cruce? y el cadáver de la historia que quiso nacer alrededor de aquel tabernáculo pintado con las almas del purgatorio; ¿y poco después que «se dice que el Príncipe de Condé» no es una confesión de un relato desmentido necatus? En resumen, una novela sólo puede escribirse renunciando a las pequeñas y repetitivas herejías de los relatos; las monstruosidades efímeras; las perversiones precipitadas; las notas para un delirio. No es que una novela no pueda ser un delirio herético, monstruoso, perverso; pero la herejía constante se convierte en ortodoxia; la monstruosidad duradera se consolida como una mutación realizada con éxito; la perversión bienvenida y aceptada se hace apropiadamente y bien; y el delirio da lugar, después de tres capítulos, a un nuevo lenguaje, robusto en gramática y diccionario.


Se podría decir que la novela tiende al monomorfismo, mientras que el relato es intrínsecamente polimórfico; y por su labilidad nunca logra instaurar el delirio, dignificar la perversión, lo monstruoso, sacar de la herejía un Credo. Todo es provisional, tiene el carácter conclusivo del epitafio, pero sin antecedentes; la naturaleza programática pero desconectada de la toponimia; de las recetas de Artusi la voluntad de convertir cualquier cosa en protagonista: un torlo vale más que un archimandrita. Gotas de mercurio redondas y esquivas, los relatos eluden y decepcionan; son un suspiro, un juego de palabras, un torpe acorde de zanfona estridente, una puntuación libre de palabras anteriores y posteriores, una exclamación, una pregunta, y sobre todo no son monoteístas; profesan un pequeño ateísmo, no inmune a las incursiones de los deuzzi esbeltos y petulantes, o de las deesses tetonas y petulcas, siempre que sean moribundas, efímeras, falsas, muy esbeltas, desorientadas; porque en el relato nunca es escasa la falta de desorientación. Sí, escribí "falta de desorientación", quise decir que el relato siempre está desorientado, y en cierto modo dije lo contrario. No soy tan tonto como para borrar mi error tipográfico (el error tipográfico, tan raro, es lo mejor de cualquier escritor), pero me gustaría entender qué juego me jugaron. "Falta de desorientación" quizás signifique que el relato tiene como objetivo la desorientación, pero ¿es deficiente en este sentido? Que, por tanto, la historia puede tener su propia perfección específica, pero ¿es parte de su naturaleza no poder alcanzarla nunca? Por lo tanto, el relato se encontraría no en un lugar, en un punto de la topografía literaria, sino a lo largo de un camino, siempre está en flujo, está escapando de sí hacia sí mismo, pero no escapa de sí mismo y no se alcanza a sí mismo. Suya es la alegría de la imperfección estructural, y si pudiera existir, ¿por qué no podría existir? una perfecta imperfección... pero esto, entiendo, podría ser el título de un relato. Un excelente relato para la Esfinge.







En: El ruido sutil de la prosa, Adelphi.

Traducción: S10

jueves, 29 de agosto de 2024

INTRODUCCIÓN A UNA ANTOLOGIA DE LA POESIA NORTEAMERICANA DESDE 1950 // Eliot Weinberger

 






    La poesía norteamericana no puede antologarse, toda vez que “norteamericano”, en tanto adjetivo, casi siempre carece de sentido. Se refiere, cuando mucho, a un lugar de origen circunscrito por fronteras que son, como muchas otras, accidentes de la historia o de la geografía. Pero cualquier delineación de un carácter nacional, un arte o una sensibilidad debe enfrentarse de inmediato a la pregunta: “¿La Norteamérica de quién?”. Lo norteamericano, ¿se refiere a los indios algonquinos o a los sioux de la Lakota que han vivido ahí hace milenios, a los noro-europeos blancos que llegaron hace casi cuatrocientos años, a los esclavos africanos, a los fugitivos de las hambrunas irlandesas, o del zar o de Lenin, a los vietnamitas o a los haitianos recién llegados? En cualquier registro, una vez sometido a escrutinio, el término “América” se derrumba: lo “americano”, a fin de cuentas, no expresa un lugar, sino un desplazamiento. Es la segunda mitad de un patronímico compuesto (afroamericano, méxico-americano), de un lugar al que también llegaron otros pueblos. Una suma que es menor al total de sus partes, una cultura amorfa compuesta por mil culturas que, muy frecuentemente, son ignorantes unas de las otras.

    Sus artefactos típicos siempre son medio originarios de otra parte: las hamburguesas, que vienen de la ciudad alemana que las inventó; o la mezclilla, los blue jeans, que antes se llamaban denims (porque venían de Nimes), o dungarees, que es palabra hindú; o Hollywood, cuyos fundadores, productores y mejores directores eran europeos. Incluso la pregunta “¿En qué idioma está escrita la literatura norteamericana?” carece de respuesta: téngase en cuenta, por ejemplo, que los tres más recientes ganadores del Premio Nobel de Literatura que eran ciudadanos norteamericanos escribían en yidis, inglés y polaco.

    La poesía norteamericana escapa también de toda categorización. Nunca ha tenido un centro y ha tenido pocos movimientos o grupos organizados como los de Europa o América Latina. Ha sido producida, en buena medida, en el aislamiento, y frecuentemente por poetas que no se conocen entre sí. Si ciertos poetas o estilos han predominado en algunas épocas, ha sido por regla general a costa de lo que, más tarde, se considera lo más representativo del periodo. (De los doce poetas ya muertos en este libro, siete murieron con la mayor parte de su obra inédita o fuera de catálogo: en los Estados Unidos, la primera condición de la inmortalidad es la muerte.)

    La poesía, con algunas notables excepciones, continúa siendo una actividad clandestina. Pocos poetas han sido considerados contribuyentes activos de la vida intelectual del país; pocos, durante su vida, llegan a ser conocidos, incluso entre personas que leen. A pocos se les ha entrevistado o se les ha publicado algo más que unas reseñas en los periódicos. A diferencia de otros muchos países, los Estados Unidos no consideran parte de su orgullo nacional a sus poetas: la idea de un poeta-embajador, un Paul Valéry, un Neruda, un Giorgos Seferis o un Paz, es inimaginable; rara vez una calle lleva el nombre de un poeta. “No hay lugar para un poeta en la sociedad norteamericana”, escribió Kenneth Rexroth. “Lugar de ningún tipo para poeta de ningún tipo.” Y sin embargo, es precisamente el aislamiento y el desdén lo que ha colaborado a la creación de la extraordinaria diversidad de la poesía norteamericana de este siglo. En una literatura que ha sido tan poco codificada o canonizada, cada poema —como un nuevo inmigrante en las planicies del medio oeste o en los barrios bajos de las ciudades— debe inventar su ser y persistir en una labor poco determinada por la opinión ajena.

    Los simples números derrotan cualquier intento por caracterizar lo que ha sucedido y está sucediendo en la poesía norteamericana a partir de 1950. En los años treinta, de acuerdo con una bibliografía, había menos de doscientos poetas norteamericanos que habían publicado libros: a un ritmo de dos o tres poetas mensuales, podía leerse toda su obra. Hoy, el Directorio de poetas norteamericanos, bastante más amplio, registra a cuatro mil seiscientos setenta y dos poetas publicados. Leer un solo libro de cada uno, a un ritmo de uno diario, nos llevaría trece años durante los cuales, desde luego, brotarían miles más. Lo que alguna vez fue una atomización de individuos aislados, pero tradicionalmente al tanto unos de otros, ha devenido una balcanización: valles enteros de poetas definidos no solo en términos estéticos, sino por su grupo étnico, su preferencia sexual o su ubicación geográfica, que trabajan en condiciones de mutua ignorancia u hostilidad.

    Cualquier antología de poesía norteamericana —en especial una tan pequeña como ésta— no puede, pues, ser una muestra objetiva o democrática de la variedad de obras que se estén escribiendo en ese país en este momento. No puede ser sino una selección, determinada por el número de páginas, de algunos poetas y poemas que el antologador, en términos personales, admira. Las antologías suelen juzgarse por sus omisiones; cuando se han seleccionado treinta de entre varios miles, es predecible que cada lector encuentre, inevitablemente, conspicuas ausencias que, a su vez, constituyen otra antología personal, publicada o no. Existen, en suma, tantas antologías de poesía norteamericana como lectores. Cualquier aspiración a la “representatividad” o, lo que es peor, a la “definitividad” —y existen las que reclaman esta categoría— puede entenderse solo como un profundo signo de ignorancia. Quien se pasa la vida leyéndola, sabe que lo que sabe de poesía norteamericana es muy poco.

    No obstante, esta selección tiene coherencia, creo, para los que tienen cierta familiaridad con el terreno y es adecuada para los que aspiran a ingresar a él. Se interesa, básicamente, en seguir ciertas posiciones del avant-garde (expresión que, como “americano”, rechaza un excesivo escrutinio). Abre con las composiciones finales de los grandes modernistas (Ezra Pound, William Carlos Williams y H.D.), continúa con cuatro generaciones de escritores que suelen considerarse, por lo menos en parte, sus herederos —si bien cualquier definición de escritores y obras tan variadas como éstos debe calificarse de inmediato a fuerza de excepciones. Esta colección no es de ninguna manera el trazo de un grupo, pero la mayor parte de los treinta poetas aquí reunidos, como será fácil imaginarlo, respetan, o hubieran respetado, a los otros. Eso, así de sencillo, es el máximo grado de cohesión al que puede aspirar la poesía norteamericana.




Nueva York, 6 de febrero de 1992
Traducción de Guillermo Sheridan

martes, 20 de agosto de 2024

LENGUAJE Y MORALIDAD // Juan Rodolfo Wilcock

 






    Un ser pensante es aquel que utiliza el lenguaje. De los seres que hoy utilizamos el lenguaje, una vez extinguidas las religiones que de alguna manera habían sostenido hasta ahora el conjunto de los llamados principios morales, aún queda una solapa, un trapo, una posibilidad de un principio moral, que es el uso correcto del lenguaje. 


    Ciertamente de ninguna manera teleológica justificable. Vagamente justificable, sin embargo, desde el punto de vista de una especie de ley de conservación de la energía mental, sin la cual se produciría una explosión en la mente. Así como nadie come para sentir náuseas, parece natural que nadie utilice el lenguaje para decir lo que no tiene sentido, es decir, para sacar conclusiones contrarias a la lógica común y natural, que es la forma más corriente y condenable de mentir. 


    El uso correcto del lenguaje aquí no significa obediencia sólo a las complejas leyes de la gramática, sino también obediencia a aquellas leyes bastante simples que regulan la lógica. «El rey de Avellino es calvo» es una frase gramaticalmente correcta pero, al no haber ningún rey de Avellino, ya es fuente de confusión. Entonces decir al mismo tiempo que "algunas ranas son verdes" y "ningún animal verde es una rana" es un uso incorrecto del lenguaje, aunque mucho más común de lo que uno podría pensar. No son los terribles signos del infierno en la cara, sino discursos locos de este tipo los que sirven hoy para distinguir a los falsificadores, estafadores, a muchas mujeres, a muchos políticos, y a la mayoría de los hombres de letras.


    Por tanto, se puede decir que muchos políticos, muchos hombres de letras y, en general, muchos ciudadanos son inmorales, no tanto porque disfruten, como siempre lo han hecho, de la educación de niños discapacitados, sino porque, a pesar de hacerlo y hablar de eso, dicen que no lo hacen; porque casi no tienen idea de cuál es el uso correcto del lenguaje. Sin embargo, quienes poseen cierta familiaridad con las ciencias de la naturaleza física, y más particularmente con las ciencias matemáticas, están en gran medida libres de este defecto (véanse, por ejemplo, las raras posiciones adoptadas por los profesores de la Scuola Normale de Pisa). Porque en su trabajo diario —como para todos aquellos que saben qué es la ciencia y el conocimiento— el uso correcto del lenguaje es una condición necesaria.


    Para quien está familiarizado con una de las ciencias reales (ciertamente no estamos hablando de sociología-propaganda o psicoanálisis), si A es mayor que B y B es mayor que C, parece casi un compromiso moral reconocer que A es mayor que C. 


    Consideremos en cambio lo que sucede en el ambiente falsamente llamado humanista. A, B y C son tres escritores que se presentan a un premio literario. El jurado razonará así (o de alguna otra manera comparable): aunque A es mayor que B y B mayor que C (aquí por grande entendemos mejor escritor) lamentablemente nos vemos obligados a declarar que el mayor de los tres es B, porque el año pasado no recibió ningún premio literario, ya sea porque los otros dos escriben en uno de los cuatro periódicos que quedan en Italia y que no son bienvenidos por la izquierda, ya sea porque el hijo de B hizo una película que gustó mucho a los sindicatos, o como quieran ponerlo. La motivación, sin embargo, explicará que el premio le fue otorgado porque B es mayor que A y C. Este es un uso incorrecto del lenguaje, y hemos decidido llamar a este uso incorrecto inmoral; como siempre se le ha llamado.


    Personalmente, casi todas las personas que conozco pertenecen a alguna de las dos categorías antes mencionadas: o son hombres que estudian la naturaleza, o son hombres de letras; por eso tengo una conciencia tan aguda de su incompatibilidad ética. Los primeros casi nunca mienten; tal vez mentirían, como todos, si tuvieran que hablar de sí mismos; pero mientras hablan del mundo exterior, lo hacen según las reglas del lenguaje y nunca prometen que aparecerán o que estarán en dos lugares distintos al mismo tiempo, como siempre lo hacemos, y es conocido y aceptado, en quienes trabajamos en el errante terreno cinematográfico. 


    Los estudiosos empíricos a veces pasan por alto la verdad si son nombrados peritos en un juicio, pero lo hacen de mala gana y sólo porque los abogados les han explicado con tanta insistencia que en los pasillos de la justicia la verdad desnuda y común se considera obscena. Por lo demás, ni siquiera un agrimensor, lo cual no es mucho decir en términos de volumen o peso específico de la ciencia, intentaría medir un campo con un teodolito torcido y una cinta métrica de sólo noventa y cinco centímetros: los cálculos serían tan inviables y enrevesados para él que acabaría haciéndose con un teodolito exacto y una cinta métrica de cien centímetros.


    En cambio, los literatos, tal vez porque están acostumbrados a tratar con el mismo material del que están hechos los sueños, ¡con qué inconsistencia e inconsistencia pueden tratar el material del que está hecha la realidad! He oído de ellos, a lo largo de los años, que la fallida insurrección de Hungría contra el extranjero fue obviamente dirigida y encabezada por realistas, y muchos años después que la exitosa invasión de Checoslovaquia por el mismo extranjero no había sido una invasión, sino un simple cambio en el asunto superior e interno de un país amigo.


    A otros los he visto (y debería haber conservado sus nombres, por si tuviera que escribirles una carta) dispuestos a afirmar que "la lengua italiana no existe"; pero lo decían en italiano, lo que presuponía que esas palabras fueran las últimas dichas en esta lengua, o las primeras de una lengua nueva, entonces naciente. Pero se trata de un verdadero círculo, porque cuando fue asesinado un hombre pobre, que había sido uno de los primeros defensores de la mencionada inexistencia de la lengua italiana (aunque había escrito kilómetros de papel en italiano hasta el día de su muerte), frente a su asesino capturado y confesado, sus amigos afirmaron públicamente que se trataba de una conspiración internacional.


    Eliot había dicho que demasiada realidad era mala; vale la pena señalar que a muchos de nuestros escritores, incluso a personas con talento, incluso un mínimo de realidad les duele. Otro entrevistado muy frecuentemente afirmó en público hace unos años que el western italiano era la mejor arma contra el neocapitalismo (cuando se sabe que enriqueció a algunos neocapitalistas). Estos son otros tantos ejemplos de uso incorrecto del lenguaje. Pero el lenguaje siempre es más fuerte que cualquier tiranía. Hoy el tirano puede decir, y obligar a todos a decir, que el fusilado se suicidó en un momento de desesperación: sin embargo, mientras subsista el lenguaje, todos sabrán que fue fusilado. Y ésta es nuestra esperanza, aunque sea a largo, muy largo plazo: la moralidad natural del lenguaje.








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De: El delito de escribir, Adelphi, 2009