Éstas
son las versiones que nos propone:
un
agujero, una pared que tiembla...
Alejandra Pizarnik
Mañana vuelvo a Rosario. Iquitos me
encandila. No quiero irme, pero tampoco, como me ofreció el infeliz, quedarme
con los de esa tribu que se dedican a coleccionar mocos y a amputar los
miembros de sus reyes democráticamente electos, y meterlos en una cueva y
llenarlos de mierda. No los entiendo para nada. Me resigno a ser una simple
turista. Aunque en realidad, lo más probable, ahora que lo pienso, es que no es
que quiera quedarme acá, sino más bien no regresar a Rosario, ni a Santa María,
a ese trabajo que me revuelve las tripas. El tedio a veces en esos sitios me
supera. Al menos este aire carnavalesco y salvaje me deja la mente más limpia.
He meditado bastante, como nunca. He escrito, sin pensar mucho en la ejecución,
este diario de viaje, estas impresiones amazónicas, que ya superan los dos
cuadernos llenos (este es el tercero). Y ya que este es mi último día, creo
necesario sacar algo en limpio. He armado una teoría trágica sobre la creación.
Tengo la idea de que ciertas desesperaciones surten sus efectos luego de varios
días macerándose. Efectos positivos me refiero, tal y como frutos. Ahora bien, ¿será
por esto necesario estar hecha una bolsa llena de mierda para producir belleza?
A veces creo que sí, y me decepciono; pues en la ligera felicidad que me cobija
no logro, paradójicamente, llegar en el arte de la poesía a versos de calibre
decente, y es que cada cosa que escribo me parece una marranada, falta de sutileza
y talento. ¿Será quizás que me exijo mucho? Tener a Borges como modelo, o a
Girondo, puede significar intrínsecamente un fracaso condenado. Suelo pensar,
cuando releo a la mañana siguiente lo que escribo en mi libretita antes de
dormir, que ya perdí la carrera, y que esta mancha horrorosa que intento
delinear ya no es sino una manera de consolarme. Lo mismo ocurre cuando
practico la prosa. ¿Es que escribir prosa es más difícil que escribir poesía?
Antes lo creía, cuando era una analfabeta y escribía poemas que, a la vista de
hoy, me parecen decentes. Y ahora, que sé escribir con un mínimo de gramática y
sentido de la coherencia, siento profundamente, a mi pesar, que escribo
analfabetismos con ínfulas de prosa experimental. Si me pongo a hacer memoria,
el año pasado sin ir más lejos, en medio de una de mis mayores desesperaciones,
escribí algunos fragmentos de prosa que formarían parte de una especie de
novela que articulaba en mi mente. Los fragmentos eran muy buenos, me sentía
satisfecha con ellos, y de hecho, ocupaba buenas porciones de energía en
corregirlos y tratar de darles un sentido, energía que en aquellos tiempos no era
algo que me sobrara. Dichos fragmentos desaparecieron, no me pregunten qué
ocurrió; se toparán con peleas con cierto personaje estúpido que no es
necesario nombrar y embarazos no deseados. El novio de la poeta suele ser o una
momia consentida, o el más grande hijo de perra. Siempre relucen dos ejemplos
muy cercanos entre sí, el marido de Anne Sexton y el marido de Sylvia Plath. No
creo necesario decir cuál es la momia y cuál el hijo de perra. Está cayendo. El
asunto es que en ese tiempo era más analfabeta que hoy, y que escribía mejor
que ahora. En consecuencia, y volviendo al tema de un comienzo, me da por
pensar que la melancolía, que la histeria, que la depresión, que la
bipolaridad, que la e-s-q-u-i-z-o-f-r-e-n-i-a, son un huerto fecundo donde
plantar la manzana del arte. Mis ovarios tiemblan ante tal realidad. ¿De qué
servirían pues los ovarios en el vientre de una mujer feliz, que ya tiene hijos,
que ya conoció las delicias del sexo y del orgasmo? ¿de colgantes, de
maquillaje, de depósito hormonal? Creo que podría dejarse la discusión para
alguna de los simposios feministas que celebran las tristes mujeres de mi
ciudad, para que hayan así más puntos de vista encontrándose, y no yo sola,
escribiendo de noche como los novelistas rusos, o en lechos de muerte en
hospitales siberianos, como en el que falleció Anna Ajmátova, mi poeta
preferida. Estoy segura que un ejercicio de ese tipo reuniría a mujeres de toda
índole, un nido de víboras, algunas geniales de seguro, y cada una daría su
método en torno al temple necesario para la creación. Ahora no podría hacer más
que referirme a lo que escribo actualmente, por ejemplo, este trozo de texto se
merece una buena opinión de lo que yo llamaría la escritura despreocupada, la
que caracteriza de manera esencial al diario, o al dietario. Lo que acabo de
escribir es exactamente lo que me impedía escribir. Rebajé la frustración de la
creación[1]a
la actividad despreocupada de una necesidad hogareña, o de otro modo, íntima.
La escritura en tiempos remotos, supongo, servía, a modo de espejo, para
mirarse y conocerse, y luego de un sano individuamiento,
para comunicarse. La lectura en el niño, y luego la escritura, formaban parte
sustancial del desarrollo psíquico y de su progresismo activo. La televisión
hoy sencillamente me dispara: no hay reflejos, no hay desarrollo del “yo”, y no
existe, ni modo, comunicación. No crean que tengo reproches en contra de la
televisión, en absoluto, incluso leo como veo la televisión; es un ejercicio
bastante similar. Se lee lo que ocurre, no lo que se enuncia. Me explico: en
una teleserie, por ejemplo, yo veo a los actores y actrices, escucho sus
diálogos, intento dilucidar cierta mecánica social, estatus, moralejas
moralistas, y cosas por el estilo; todo esto además de la lectura obvia del
argumento de la teleserie: qué le pasa a la tal cuando el infeliz le confiesa
que hay otra en su vida, y que no la ha podido olvidar, etcétera, etc. Con los
libros me pasa algo similar, y sobre todo por los escritos por mujeres, pues
empatizo de otra manera: leo la trama, los personajes, me imagino los
escenarios de las hermanas Brontë, o las veladas matutinas en el Middlemarch de George Eliot; pero
también veo a una escritora dándole vida a aquello, una escritora que se pasó
un buen rato frente a la blanca página intentando plasmar de manera coherente
sus ocurrencias e imaginaciones, mientras a sus espaldas se cernía incesantemente,
trágicamente a veces, la urgencia de lo doméstico: cambiar los pañales al bebé,
cocinarle al infeliz, lavar la ropa, barrer y trapear. Como verán, no es un
asunto que nos atañe solamente a nosotras, las lectoras; en desmedro de las que
no leen, o creen que no leen. (Se ha distorsionado lo suficiente el verbo leer
como para creer que es sentarse con un libro, hojearlo, y entretenerse o aburrirse
fatalmente. Leer es descifrar, en su amplio sentido. Como un detective que
reordena cierta “confusión” para hacerla aprehensible, razonable. En este caso,
bella.) En fin, de estos resultados hermosos que son las novelas y poesía que
nos han regalado las mujeres a lo largo de la Historia de los Infelices —o de
nuestra Histeria General— podemos verificar, si es que metemos la cabeza dentro
del acuario, o si nos dignamos a ver de cerca las costuras del poder, que el
sufrimiento y la enfermedad han sido qué mejores catalizadores de la creación.
Y acá me permito una disidencia: quiero pensar que la únicas mujeres que han
sido felices son aquellas que han convertido su inherente sufrimiento, su
condenada condición, en Arte.
[1]Me explayo, digo, de esa
frustración inherente al acto creador, ese motor del camino del ensayo-error
que toda obra que tiende a la perfección recorre.
No hay comentarios:
Publicar un comentario