No todo está dicho, y si es que ha sido dicho, pues ni nos hemos enterado. ¡Cuánta literatura aún sin traducir, y nosotros contentándonos con lo que nos ofrecen nuestras sagradas editoriales españolas! Bueno, con este escándalo retomo mi blog.
Antes de ayer volví a leer algunos textos contenidos en la antología recopilada por el maestro Pitol y editada por la editorial mexicana Era, titulada Antología del Cuento Polaco Contemporáneo. Quien alguna vez tenga la oportunidad de tener esta recopilación en sus manos notará que en su índice de autores aparecen una cantidad de nombres desconocidísimos e impronunciables que te hacen desanimarte, no sé si por un aire esnobista de quien cree tener el mapa literario más o menos demarcado, pues ninguno de ellos ha sido citado, si quiera nombrado por otros autores. Hay una gran excepción por supuesto, y ese es Gombrowicz, pero qué más, el resto es oscuro. En fin, yo los comencé a leer casi sólo por el hecho de haber sido traducidos por Pitol, y como es de esperar, empecé por Gombrowicz; y fijense que con el correr de las páginas de los demás cuentos, me fui dando cuenta que Gombrowicz había sido el que me había causado menos embeleso, el que me había dejado con los ánimos más calmos, pues el resto, el resto había sido deslumbrante. Uno de aquellos cuentos desternillantes ya lo he publicado en este blog: Icaro de Jaroslaw Iwaszkiewicz, que partiendo por la descripción del cuadro homónimo de Brueghel pasa a la descripción del rapto de un muchacho por parte de la Gestapo y desemboca en la reflexión acerca de la indiferencia del testigo y la banalidad del mal. Una maravilla de la forma. Ahora que releí una de las Cartas a la señora Z, de Brandys, que contiene la antología, me di cuenta de la originalidad y excentricidad que concentra la literatura polaca, hecho que sólo es comparable a la literatura italiana de entre guerras y a la irlandesa, ambas reconocidas literaturas experimentales y excéntricas. Si es que le presentaran este texto a cualquier lector poco sutil como cuento, se reirían de ustedes y los tratarían de ignorantes. Las Cartas... son eso, cartas que el protagonista, ¿el mismo Brandys?, envía a una tal señora Z. De lo que hablan estas cartas es la maravilla: no hay géneros, o como diría Javier Cercas, es el género degenerado.
KAZIMIERZ
BRANDYS:
CARTAS A LA SEÑORA Z
Cuando
viajo no me comporto según las reglas. No trato de conocer el país, ni de
acercarme a la población, ni tampoco de hablar con los campesinos. También he
renunciado a resolver el enigma que constituye la juventud de acá.
Recientemente y por las mismas razones, rehusé ir al cabaret
"Stodala". Me habían explicado que una juventud enigmática bailaba
allí y que aquello valía la pena de ser visto. No iré. Que esa juventud siga
enigmática, pero sin mí. Yo también en una época, fui enigmático y nadie vino a
verme bailar. ¿Tendrá que existir siempre un establo hacia el cual nos empujen
para hacernos descubrir la vida? Hace apenas siete años, el enigmático era el
campesino; hoy el enigma es la juventud. Hace poco se pasmaban con las siegas
en el campo, hoy se pasman con el rock-and-roll. Soy un hombre maduro y estoy
satisfecho de impresiones.
De
manera que cuando viajo, simplemente paseo, me hago el bobo, deambulo. Ante la
idea de tener que escribir un artículo se me erizan los pelos. No discierno los
problemas, ni sé llegar a conclusiones, ni tengo curiosidades profesionales. La
literatura no es un oficio; ella conduce, más bien, al oficio. Es un vicio asociado
a la ambición y no se ha inventado hasta el presente nada más espantoso que
esta asociación. Por separado ambas cosas son, mal que bien, soportables. Por
ejemplo, se puede ser morfinómano y tener al mismo tiempo ambición en materia
de construcción de máquinas; pero ser un intoxicado y tener la ambición en y de
su misma intoxicación. A este infierno se le llama la creación artística.
Sus
resultados parece que tienen una significación para el mundo. Se ha escrito ya
mucho sobre este tema pero hasta el momento nada exacto. En arte todo es
incertidumbre y ausencia de reglas; no se puede saber a qué atenerse. Hasta
reiteraciones tales como la unidad de forma y contenido no están garantizadas.
En el zapato, por ejemplo, esta unidad se obtiene debido a que el contenido del
zapato es el pie y la forma del zapato es también el pie, pero dudo mucho que
esta fórmula sea válida para Shakespeare.
Además,
existe otra serie de cuestiones dudosas. Supongamos, señora, que usted escribe
una novela y que después de dos o tres meses de trabajo, está satisfecha con
ella, pero sucede que aparece un artículo en que alguien demuestra que la
novela, en tanto que género literario llega a su fin, he aquí que usted no ha
acabado aún de escribir su novela cuando esta termina por sí misma. ¿Qué hacer?
Evidentemente que no se lo dirán y le quedará, al respecto, una incertidumbre
mortal. Nada hay que pueda verificarse en esto, ni existe criterio alguno. El
éxito resulta a veces el laurel que corona la mediocridad y el desastre, el destino
del genio. ¿El tormento creador? Los grafómanos sufren igualmente. Parece ser
que Dostoievski escribía con rapidez y facilidad. ¿Tener algo propio que decir?
Cada cual está convencido de tener algo personal que decir. Casi todos mis
amigos que no son escritores están convencidos de que no lo han sido,
simplemente, por falta de tiempo. Por ello, su actitud para con los escritores
está llena de complejos y de desconfianza. Sucede de otro modo si lo que usted
quiere hacer es tocar el violonchelo. Esto exige estudios, ejercicios, dominio
de la técnica, sin hablar de que es necesario saber sus notas. Pero ¿escribir?
Todo el mundo escribe: las liceístas de diez y siete años obtienen hoy día
renombre mundial porque han escrito su vida, bajo el pupitre, durante las
lecciones de matemáticas. Un poco de tiempo y un poco de audacia. De semejantes
principios han nacido las más grandes obras maestras. Y cada cual, leyéndolas
en su cama, piensa para sí: "Mientras yo iba a la oficina, este escribió
lo que yo siento desde hace tiempo y no le agregó más que un poco de
fantasía". Después el lector bosteza y deja el libro a un lado, justo
cuando el autor describe una escena genial, que le costó más de un mes
escribir, y declara al día siguiente en su oficina que aquello "vale la
pena de leerse". De tal modo, la literatura se convierte en el patrimonio
de la Nación, es decir, que cada uno se considera como un propietario, porque
en el fondo de su alma se siente, hasta cierto punto, estafado por hallar su
verdad consignada por otro. Los escritores lo saben; de ahí, estimo yo, su
sentimiento de estar en deuda con la sociedad. Chejov, en la cúspide de su
gloria, hablaba en sus cartas de una idea que lo atormentaba después de la
publicación de cada una de sus obras: le parecía cometer un abuso de confianza,
una estafa con respecto a los demás hombres. Este es, por lo demás, un ejemplo
excepcional de sensibilidad moral. Chejov se sentía literalmente responsable
del mal, era un escritor triste, un escritor culpable. Detestaba la injusticia
tanto como otros detestan a sus enemigos. (Una vez fue con un amigo a cazar y
regresó con una liebre muerta. Chejov parecía deprimido, no habló, ni almorzó
ese día y tuvo un acceso de fiebre. Al día siguiente, con voz de ultratumba
dijo a su mujer: "Dos viejos imbéciles fueron al bosque y mataron una
criatura indefensa"). Suprimirle al escritor el derecho a sentirse
culpable, ahogar en él la inquietud y la responsabilidad, es dar pruebas, para
con él, de la peor mezquindad de alma. Por desgracia estas pruebas de
mezquindad se dan a menudo. La novela más importante de Chejov es, para mí, La Sala número 6. ¿La recuerda? Es la
historia de un médico en una ciudad rusa, en una sala de hospital donde están
internados tres enfermos mentales: un intelectual sumido en una discusión con
Dios y la conciencia, un empleado poseído por la manía enfermiza de las
condecoraciones y un campesino en estado semi-animal, embarrados en sus propios
excrementos. Un guardián-soldado los golpea a todos con su bastón. Esa historia
no es difícil de penetrar: La Sala número
6 es la Rusia zarista. El médico, que es hombre honesto y preocupado, no
llega a encontrar la paz; el horror de esta sala lo fascina. Tiene largas
conversaciones con el intelectual y discute con él sobre la libertad y sobre el
alma y se esfuerza por socorrer a los otros dos enfermos. Pero todo en vano. No
gana más que hacerse sospechoso, las gentes se apartan de él y la sala número 6
se le convierte en una realidad que impone su ley; fuera de ella, lo demás pierde
toda significación. En fin, sucede lo que tenía que suceder: lo meten en el
establecimiento y se convierte en el cuarto enfermo de la sala número 6 y el
celador lo apalea.
Esta
es una de las metáforas más poderosas de la literatura, dentro de las metáforas
realistas. La reducción ha sido lograda aquí por los medios más ordinarios; el
símbolo expresado mediante una situación simple y concreta de la vida real.
Esto es lo que me deslumbra en los grandes escritores realistas, esta capacidad
para mostrar, con naturalidad, el todo por medio de una de sus partes, el
proceso por medio del suceso, el fenómeno en el hecho. Existe un tipo de
literatura que rechaza esta capacidad como inútil y convencional. Entonces se
produce un estallido, un desgarramiento de la dimensión visible de la realidad;
la imaginación normativa no se realiza en este tipo de literatura mediante la
construcción de los hechos, sino a la inversa, la construcción imaginaria se
convierte en hecho normativo. Estas dos maneras de ver la realidad han chocado
siempre, las separa desde hace largo tiempo una antipatía recíproca. En nuestro
país creo que se anuncia un conflicto agudo entre ambas. Pero no hay motivos
para arrancarse los vestidos, de desesperación. Es bueno y conveniente que así
sea. Tienen derecho a la paciencia aquellos para quienes el socialismo
significa una maduración progresiva de las masas hacia la comprensión del arte
abstracto. La manera realista de ver el mundo está enraizada en el hombre, pero
no menos fuerte es la necesidad que siente de romper las fronteras de la
realidad objetiva. A la pregunta: "¿Qué significa esto?" —que es una
de las cuestiones más importantes del arte— puede contestarse construyendo una
respuesta que parta de una situación histórica concreta, o puede crearse
también una sustancia que no exista más que subjetivamente. Es esta, sin duda,
una de las divisiones esenciales de la cultura: lo que está en mí debe ser
expresado por medio de lo que está fuera de mí y lo qué está fuera de mí debe
ser destruido, a fin de que yo pueda expresar lo que está en mí.
Estas
dos actitudes o maneras de ver las cosas son legítimas y creadoras. Ambas
subordinan la realidad, le confieren significación moral y filosófica. Cada una
destruiría de buen grado a la otra, pero en arte hay lugar para las dos.
Quizás hoy le resulte aburrido, señora. La moral, la actitud del artista, son ya entre nosotros nociones desvalorizadas; para que suceda esto ha sido suficiente año y medio. ¿Qué necesidad tenemos de charlar sobre estética en una época en que los mecanismos pueden dotarse de reflejos morales y en que basta al hombre la medida de su cuello y de sus zapatos, su dirección y la fecha de su nacimiento? Entramos en la etapa del divertimiento, de distraer la atención. Los periódicos reclaman distracciones para el pueblo; atrás la moral. Atracciones antes de dormir, esta es la palabra de orden de los protagonistas del laicismo. El film, la televisión, la radio y los muñequitos. Nadie en su sano juicio podría menospreciar estos nuevos instrumentos de acción sobre las masas. La pantalla, el altoparlante y los dibujos animados alcanzarán a educar más a los hombres que las novelas moralizantes. Le llamo la atención, señora, sobre el hecho de que la narración, dicho de otro modo, la novela, tenía antaño una función puramente recreativa, a través de su moraleja sentimental. Solamente; más tarde se introducen en el asunto la filosofía, la sicología, los estudios de costumbre y de moral. Observamos hoy en día producirse, de cierta manera, el fenómeno a la inversa, es decir, el film se apropia de la intriga novelesca, las ciencias exactas, de la filosofía, la sociología contemporánea se apropia de la sicología y del estudio de las costumbres. Tres potencias se reparten la novela. ¿Quedará, en definitiva, algo de ella?
A
determinada hora de la noche, toda Verona se reúne frente a los aparatos de
televisión. Lo mismo sucede en Perusa, en Ravena, en Udine, en Padua o en Asís.
Los bares, las tabernas y los cafés se transforman, a esa hora, en hogares
donde los vecinos hacen vida de familia junto al televisor que ocupa el lugar
que tenían el torno o la chimenea. Se colocan las sillas en filas; las primeras
las ocupan los niños y las abuelas, las de atrás, los padres, amigos y
parientes. Comienza así la hora de los hechizos. El patrón y los camareros del
lugar se convierten en estatuas de piedra detrás del mostrador. Si en esos
momentos entra un huésped casual, se sienta inmediatamente en la última fila de
las sillas, o bien, acodado al mostrador, mira la pantalla, como un sonámbulo.
Los niños sorben helados, los viejos dormitan y las jovencitas, arrobadas, se
dejan tomar el talle por los muchachos. Lo mismo sucede en Roma, a la misma
hora, en el gran café "Doney", en la vía Vittorio Véneto, con la
única diferencia, poco más o menos, de que el público que asiste está mejor
vestido. Las abuelas aquí están vestidas con estolas de pieles, tienen los
cabellos azulados y las uñas laqueadas color de plata. Pero el hechizo actúa de
manera idéntica. Millones de espectadores, durante dos o tres horas se
inmovilizan delante del televisor, en esta especie de embriaguez. Es este un
estado agradable que reúne la vacuidad del pensamiento, una concentración
mental libre de todo esfuerzo y una emoción desprovista de todo riesgo. Con
solo hacer girar un botón, el fastidio se disipa y se deja de pensar en la
vejez y en la muerte. Los deseos insatisfechos y las diferencias sociales
encuentran una compensación en la pantalla móvil y cambiante del televisor,
donde todo sucede para todos.
Así
es como se ejerce hoy día la acción sobre las masas. El televisor es como la
barraca de feria donde el pueblo acude a ver todas las maravillas del mundo.
Alrededor de esta caja y su cristal mágico, se crean nuevas costumbres. El
vulgo contemporáneo es ingenuo y confiado, se le puede educar a condición de
que no tenga conciencia de ello: la "biblia para iletrados" debe ser
accesible. Actualmente los gobiernos aprecian en su justo valor el poder y el
alcance de esta acción. El Papa se presenta por televisión, los jefes de
gobierno de las grandes potencias conceden entrevistas televisadas y los
oradores de la T.V. son dictadores de la opinión. A esto hay que añadir,
señora, los millares de revistas ilustradas, los westerns, y las novelas policiales,
las emisiones, los films, los sketchs... y después pregúntese usted si la
literatura, en el mundo de hoy, es necesaria a fin de cuentas.
La Sala número 6 era leída hace
cincuenta años por la inteligencia rusa; hoy, en forma de emisión televisada o de
guión cinematográfico, conmovería a la sociedad entera. El guión de La girada es de buena literatura, el
film que se realizó tiene todos los caracteres de una obra maestra y no veo
nada que lo coloque por debajo de Un corazón sencillo, de Flaubert, por
ejemplo. Ante nuestros ojos está produciéndose un fenómeno de conquista de cierto
tipo de literatura por la nueva técnica de emisión artística. Si la
construcción de los hechos, el diálogo y las
situaciones encuentran hoy día en la pantalla un órgano de elocuencia mayor que
en la letra impresa; si una concepción filosófica se expresa con más precisión,
en la ecuación de Einstein que a través del monólogo interior del personaje
novelesco; si los nuevos fenómenos sociosicológicos son el objeto de las
investigaciones y las pruebas científicas, entonces me pregunto: ¿Qué debe ser
hoy día el libro, la obra literaria escrita en prosa y publicada impresa?
¿Existe aún, fuera del film y de la televisión, fuera de la revista y de la
información sensacional, fuera de las ciencias exactas y del análisis
sociológico, un ramo donde el escritor pueda hablar sin que su palabra implique
una repetición de lo dicho en otros ramos, es decir, que pueda hablar como
personalidad soberana y autónoma y no como un auxiliar?
"Escribo
hoy para veinte amigos; mis libros caen como dentro de un pozo; yo no sé quién los
lee; y no soy capaz de escribir sobre lo que no siento o tengo que decir. Tengo
la sensación de ser un maniático en harapos, pronto en la calle los chiquillos
me señalarán con el dedo". Oirá, señora, esta confidencia o una parecida
en boca de más de un escritor contemporáneo, quien en vez de ceder sabiamente
ante las necesidades de las masas, se obstina en juzgar al mundo visible.
En
casa de mis amigos romanos, polacos de origen, hallé en la biblioteca algunos
libros que me son familiares, entre ellos El
extranjero, de Camus. Comprimido allí entre dos novelas de Moravia y una
publicación histórica, editada en Varsovia o Cracovia y amarillenta por el
tiempo. Me recordó, de inmediato, una noche en el hotel, hace justamente diez
años, cuando leí por primera vez este libro que no es ni una novela, ni un
cuento, ni un ensayo, ni un panfleto, pero que cautiva desde las primeras
páginas por la potencia simple, concentrada, del pensamiento moral que lo
informa. Se lee hasta el final, de un tirón, con el corazón oprimido. Se le
vive como un cataclismo. En esta historia de un pequeño empleado que ha matado
a un árabe, hay una intriga, hasta hay una trama sentimental, y hay filosofía y
sicología, pero el sentido, la significación de este libro brota de su forma, de
una forma tremenda dentro de su subjetivismo impersonal, de ese "yo"
que es testigo y narrador de su propia catástrofe. Se podría sacar de este
libro una adaptación para el cinematógrafo o la televisión. Varios millones de
espectadores verían así el "esqueleto" de lo que es. El título, por
sí solo, El extranjero, testimonia ya
una conformidad entre la manera como son vistos los problemas humanos actuales
y ciertas tesis de la sociología contemporánea. Pero el choque que provoca la
lectura de estas cien páginas, solamente puede producirlo un escritor. El
hombre que quiere decir la verdad sobre sí mismo, es un extraño para los demás
hombres, no hay lazos de unión entre ellos. Los reflejos más simples, los
sentidos y la facultad de observación, eso es todo; la total verdad sobre el
hombre. El hombre es una criatura solitaria y parecida a las demás criaturas
cuanto más extraña a las mismas; condenada a su vista, a su oído y a su tacto,
encerrada en su fisiología. Ningún hombre existe socialmente hasta que no realiza
un acto que pida ser juzgado socialmente. La interioridad del hombre está libre
de sentimientos morales. Solo un acto que infrinja el orden del sistema
establecido, coloca al hombre a la cruda luz de la ley. El mundo atomizado de
existencias cobardes, cuyos lazos mutuos son únicamente la vecindad, se
transforma entonces en una máquina de justicia que coloca al hombre ante la
necesidad de elegir entre la mentira o la muerte.
A
través de este librito se vislumbran las peores experiencias. No se trata de
genocidio, ni de crimen político, ni de fascismo, ni de guerra; pero el mundo
que presenta es un mundo devastado y desierto, y el hombre una criatura con las
entrañas bombardeadas. Camus ha develado el gran abismo en que se hunde la
humanidad, el remolino surgido en el lugar de los conceptos y los valores en
bancarrota. En El extranjero es la
sociedad la que aparece definitivamente comprometida a los ojos del hombre; es
la puesta al desnudo de las normas en vigor, al contacto con la verdad y el
destino individuales. Aquí se ha dado un doloroso corte de bisturí al separarse
la falta de la justicia. El hombre que ha matado debe ser condenado, pero su
falta no tiene nada en común con el veredicto social; se juzga a otro y por
otra causa. La falta verdadera se sitúa entre los hombres, en el principio
falso del ser, en la mala contextura de la existencia. Es allí donde reside la
falta. Delante de la sociedad siempre se es culpable, puesto que siempre se es
un extraño. Dios y el "yo" —dos desconocidos a los que el hombre
tiene acceso— se le aparecerán con el último relámpago de la guillotina, al
alba, el día de la ejecución.
Alrededor
de diez años más tarde, Camus aplicó su método hasta las últimas consecuencias:
escribió La Caída. En este libro
nadie mata a nadie. Una muchacha se tira al río desde un puente y alguien que
pasa oye el zambullido y el ruido del agua que se cierra sobre el cuerpo... y
no se detiene. Aquí nadie será condenado, aunque se ha cometido un crimen. Pero
en el curso de esta breve escena, de nuevo el cuchillo está contra él. La
verdadera falta se comete fuera del alcance de las leyes, cada uno de nosotros
es un asesino sin desenmascarar, la vida del hombre contemporáneo está separada
del crimen por un delgado y frágil muro.
Estos
dos pequeños volúmenes contienen, como máximo, doscientas páginas
dactilografiadas. En ellas, señora, encontrará, igualmente, algo de sus
pensamientos y sentimientos, frutos de veinte años de nuestra vida, aunque
algunos recuerdos son ya, hoy día, desagradables.
Tenemos
un don para el olvido verdaderamente humano y el recuerdo de nuestros propios
fracasos se disipa en nosotros al primer soplo. Pero el tiempo que recrea el
escritor tiene estas particularidad singular: que todo dura simultáneamente en
él y que, de todas las cuestiones del pasado, crea un presente ininterrumpido.
Quizás es en esto en lo que resida su fuerza y su frustración, es ahí donde se sitúa su
moralidad.
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