miércoles, 24 de mayo de 2017

HISTORIA PORTÁTIL DE LOS MUSEOS/ 1 ensayito sobre Lihn y Sebald











En las primeras páginas de Austerlitz, la novela-bitácora de W.G. Sebald, nos encontramos con una nota al pie que recrea la sensación que hubo provocado en el autor el incendio de la cúpula del Lucerna Station en los Alpes Suizos. Años antes de aquel siniestro, en otro paisaje bien parecido, la Centraal Station de Amberes —Bélgica—, el mismísimo Austerlitz le contaba, con la típica pasividad del turista ocioso, la portentosa historia arquitectónica de ese monumento, de vez en cuando matizando su relato, naturalmente, con las vetas románticas e histriónicas que le eran inevitables al narrar las historias más intrincadas y complejas. El espectáculo de Austerlitz dando cátedra a Sebald parecía fascinar al autor alemán, sobre todo porque el tal Austerlitz en realidad era él mismo, su alter-ego, un alter-ego que se permitía esas digresiones y caprichos producto de un carácter en nada parecido al suyo.
Un personaje de ficción y un plano de su espíritu.
Un fantasma con sus huesos.
En dicho pie de página, además, como entretejidos encontramos unas fotografías. Vemos como un contrapunto la imagen de aquella cúpula de Amberes desmenuzada teóricamente por Austerlitz, ocupando casi la totalidad de la página, y otra fotografía, más pequeña y como en un borde, de la cúpula del Lucerna incendiándose, posiblemente extraída de un periódico de aquellas fechas (1971.)
La sensación descrita por el autor allí, y aquellas fotografías —que funcionan más como textos inexpresables que como recursos gráficos— evocan en la lectura un impacto como el del sueño vívido, o el de una alucinación narcótica, pero que ya al final del texto lo dejan a uno con una sensación más que ambigua. ¿Por qué al autor, a W.G. Sebald, le sobreviene una suerte de complejo de culpa exagerado,hasta llegar a creer ciegamente que el incendio de la cúpula lo habría provocado él? ¿De qué modo, en qué circunstancias? No lo especifica.
«He visto a veces en sueños —se limita a escribir, pensativo, como un japonés del siglo XVII escribiendo su haikú— cómo las llamas brotaban de la cúpula e iluminaban todo el panorama de los Alpes nevados». Fragmento que da cuenta del desasosiego que aún le provoca un hecho, para nosotros, aparentemente aislado.

En este punto, podríamos efectuar una unión artesanal de los aspectos presentados en esta minúscula escena de la novela: por un lado, la apreciación intelectual o la contemplación estética del monumento hecho por el hombre, el plañidero goce de estos gestos arquitectónicos; y por otra parte, la culpa —que, en fin, viene a significar querer ser culpable— por el siniestro, como una forma de la autodestrucción[1].
¿A qué se quiere llegar con todo esto? Al eros y al thánatos, eventualmente. Pero lo que quería introducir aquí es un gesto más que una reflexión, que otro gran escritor moderno presentó sin palabras en uno de sus libros más emblemáticos.







  
Enrique Lihn en la primera edición de La Musiquilla de las Pobres Esferas usó una fotografía de otra "cúpula" incendiada. En la solapa frontal, al reverso, una pequeña nota reza: Cúpula de la Escuela de Bellas Artes, incendiada en 1969. ¿Cómo presentar la destrucción de forma decorativa, y a la vez, ocultamente conspicua, digamos elegante? Nadie ve en esos trazos en sepia, y como pintados encima, los restos de un museo en llamas. Nadie, al menos, de los lectores salteados, o con poca paciencia. No sé, tampoco, si esto es toparse con ese doble juego de la inteligencia de la obscenidad, o de lo obsceno como forma pensante, y también como sentimiento.
La atracción por los monumentos devastados, este deseo ambivalente, de horror y éxtasis a un mismo tiempo: la contemplación estética, digo, y a la vez, como se acusara Sebald, la culpa; pero que en Lihn no deja de ser preciosa, el bello horror de la mendicidad, aquellas techumbres con las que se tapan del cielo estrellado los vagabundos; nuestra casa rota, diría. Ese paraíso que disfrutamos a solas y con nuestra vergüenza de testigo. Esa atracción morbosa del esteta por todo lo pútrido y lo arruinado…
Un sentimiento que la verdad no comparto, sino solo fuera por el afán adolescente de ver arder lo sagrado.







[1]Pongamos el ejemplo de Sobre la Historia Natural de la Destrucción —otro de los experimentos de Sebald.La Naturaleza allí no existe, no es ni sustancia ni propiedad de nada; todo es destrucción provocada por el humano —¿o será que todo aspecto cultural no deja de ser a la vez natural? (Véase nota N°4)

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