Son
los argentinos quienes todo narran y nada cantan, al contrario del chileno cuyo
talento derrocha, con mayor pericia y maestría, nombrando las cosas más que contando
los hechos ―si es que me atengo a la distinción que hiciera la Susan Sontag en
cuanto función de la prosa y función de la poesía― siendo especialmente la
literatura chilena la que tiene mejor tono, son afinaditos, mientras que el
ritmo del argentino, la prosodia y el arte de narrar, parece un instinto casi
nulamente desarrollado en el chileno. No es impertinente recordar que la mejor
prosa latinoamericana ha hallado su fuente, su gallina de los huevos de oro,
precisamente en los contornos del Rio de la Plata, y esto por una rara razón
que nadie ha sabido dilucidar, pero que tienen como factor común el río. Esto
explicaría lo que fue un Onetti, por ejemplo, o lo que es Pedro Mairal, y en el
extremo más reflexivo y manido, un Sergio Chejfec, o a uno de los más grandes,
y del que no me cabe duda es uno de los mayores prosistas en español del siglo
pasado ―junto con el chileno Germán Marín― Juan José Saer. El río sin orillas (1991; lamentablemente no reeditado), sin ir más
lejos, es uno de los prodigios de la prosa en lengua castellana.
Esta
hipérbole no la invento yo, me la contó un tipo, para variar argentino, que una
vez se acercó a la librería donde trabajo, en la Editorial Universitaria. En
aquel encuentro, además de darme una clase magistral de poesía chilena (sí, el
argentino) me alumbró dos nombres de autores enormes que, de alguna manera
anacrónica, permanecían ocultos, quizás debido precisamente a su enormidad,
como por ser los árboles que impiden ver el propio bosque: Juan L. Ortiz,
poeta, y Salvador Benesdra, novelista de una sola novela y escritor de libros
de autoayuda; cada uno a su modo orillero de la tradición. Ortiz,
especialmente, por utilizar el río como el daguerrotipo de su escritura, y
Benesdra, más vulgar, por su locura y trastorno tan citadino, orillando siempre
la razón y, de hecho, demostrándolo con su precoz suicidio de autoayuda.
Se
me viene en mente, a propósito de orilleros, el voluminoso y caótico archivo puesto
a nuestra disposición por el argentino Patricio Pron. En El Libro Tachado, sin mucha empatía aunque generoso para con el
lector, hallamos casos insólitos que evidencian los raros motivos del silencio
en la literatura, por ejemplo, los de aquellos que voluntariamente se sumergen
en la bruma del olvido, como deseando con ambición sempiterna desaparecer a la
manera de Benesdra; sería el caso de Néstor Sánchez, promesa de la nueva
narrativa de los 60 en Argentina, donde compartía derroteros nada menos que con
Manuel Puig, quien decide un día, bendecido o aquejado por un delirio místico ―sepa
el lector cual― mudarse a Nueva York para dedicarse a la indigencia más
rigurosa. Su obra se estancó en tres sugerentes títulos, y luego ya no vino más
que los mitos y leyendas que giraron en torno al vagabundo argentino que erra
por las calles de la gran manzana. Se le hizo un tributo en Buenos Aires
creyéndole muerto y murió realmente el 2003 en el pabellón de un hospital
proletario de Villa Pueyrredón.
Como
vemos, hay autores que trabajan con el olvido, como otros que, mucho más
etéreos, son de lleno absorbidos por éste ya sea por la indiferencia de sus
lectores o presuntos espectadores, ya sea por los votos de no publicidad.
Sigismund Krzyzanowski es uno de estos otros, nacido en Kiev en 1887 y muerto
en Moscú en 1950, escribió cerca de tres mil quinientas páginas de muy buena
prosa y no publicó ninguna, jamás. Su única novela, El club de los asesinos de letras (edición en español del 2012 por
Ediciones del Subsuelo), en parte manifiesto de los que dicen no a la
publicación, parece una de Dan Brown, pero tan prodigiosamente narrada que se
ha convertido hoy en fuente de culto.
Pero
están también, lamentablemente, los autores que desaparecen de verdad, los
autores que se mueren, los que surcan nuestros cementerios de carne putrefacta,
los verdaderos muertos. El 27 de noviembre de 1983, en el municipio de Mejorada
del Campo, España, de camino al Primer
Encuentro de Escritores Hispanoamericanos que se celebraría en Bogotá, los
escritores Ángel Rama (Uruguay), Jorge Ibargüengoitia (México), Marta Traba
(Argentina) y Manuel Scorza (Perú) pierden la vida en un accidente aéreo. Lo
curioso es que lo más delicado y sublime de las letras latinoamericanas de
entonces se va de un sopetón, trágicamente, por una falla del controlador
aéreo, dejando algunas obras fundamentales, pero definitivamente el mal gusto de
ver corromperse ese talento y esa potencial obra al alero de eventos tan
trágicos como mortales.
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