sábado, 19 de agosto de 2017

TODA LA MUERTE A LADY DI/ 1 artículo de Maria Moreno





Antaño una princesa nacía bendecida por hadas que le deseaban todos los bienes de este mundo. Pero siempre había una que predecía la maldición y la muerte. Por suerte solía quedar otra, rezagada, que podía revertir la maldición. Esos valores legendarios han envuelto el caso Diana, princesa de Gales. Sin embargo, ahora el cuento termina mal, porque el hada maldiciente fue sustituida por los paparazzi. El chofer borracho no fue más que un incordio, a la altura de un error sintáctico en una ficción que sobresaltó al mundo. ¿Hay algo que agregar a un reality show sobre el que parece haberse dicho todo? La prensa blanca canibaliza sin discriminar y, mientras juzga a los paparazzi y a la prensa amarilla, no vacila en desplegar escena expropiando los productos de aquellos: mostró le auto destrozado, el rostro triste y atónito de los huérfanos, expuso el último reportaje, interrogó a ex amantes de la princesa, supervisó la existencia de diarios íntimos. Es más, en apretadas columnas de tamaño restringido, publicó los furores críticos de los analistas de medios que, de este modo, funcionaron como comodines en un despliegue donde la prensa que se sospecha a sí misma honesta hace uso de su mala fe: para criticar lo que denuncia, se ve obligada a describirlo. Y, al igual que la prensa amarilla, ¡todos a gozar!
La defesa de los reporteros gráficos y de algunos directores de medios sensacionalistas británicos, se basó en una dialéctica del partenaire, entre una figura como Lady Di y los paparazzi existiría la complementación y el consentimiento de la víctima para con sus verdugos. La misma lógica que supone que una mujer con minifalda que camina sola a las tres de la mañana consiente en ser violada, que un masoquista que goza con el bondage y el fist fucking está buscando la muerte, o que entre genocidas y guerrilleros funcionó una cupla perfecta sintetizada en el “por algo habrá sido”. De acuerdo con esta lógica, la responsabilidad de los paparazzi en la muerte de Lady Di podría resumirse en la palabra excesos —tan familiar a la política argentina. Y hablando de política, el actor Gerardo Romano respondió a una pregunta que apelaba a su opinión sobre los paparazzi: “Se me ocurre una frase fascista, ¿estaba Cabezas acosando a Yabrán?”. No era una frase fascista —por supuesto, una ironía—, sino una asociación pertinente para, como solía decir Miguel Briante, dejar de “mezclar la hacienda”, ¿Rodolfo Walsh estaba acosando a Vandor cuando intentaba averiguar quién mató a Rosendo García? ¿O a todo un sector del poder de la “revolución libertadora” cuando investigaba los fusilamientos de José León Suárez? La respuesta es obvia. Los paparazzi se escudan en el derecho de la gente de la información, y hasta en los riesgos de su oficio. Pero, ¿qué parentesco puede existir, cobijado bajo el eufemismo información, entre investigar enfrentando la versión oficial del crimen político y vender senos o besos de princesa?
Al parecer los paparazzi no intervinieron para ayudar a Lady Di. Pero hay no intervenciones y no intervenciones. Cuando un fotógrafo de Life fotografió el fusilamiento de un guerrillero vietnamita, estaba registrando un valioso y escalofriante momento histórico. Intentar desarmar al agresor hubiera sido un gesto ingenuo, estúpidamente riesgoso, inútil y, aunque no lo parezca, narcisista. Mientras Truman Capote estaba escribiendo A sangre fría, se le acusó de estar esperando con fruición que ahoracaran a los protagonistas Perry Smith y Dick Hickock, inculpados en el asesinato de la familiar Clutter, de Kansas. Los condenados estaban persuadidos de que la intervención de una figura pública como la de Capote podría evitar la condena. Él podría haber jugado de alma bella fingiendo una intervención en los acontecimientos. Pero era absurdo. Ningún intelectual —además controvertido y sexualmente incorrecto— tiene el poder de cambiar una ley de un Estado. A cambio, escribió un magnífico alegato contra la pena de muerte.
La dialéctica del partenaire sugiere que la prensa amarilla no hace más que satisfacerlas pulsiones voyeristas del público. Todos somos cerdos y a los cerdos no nos gustan las margaritas, pero sí alguna que otra Diana. La prensa de mercado se propone escéptica y conservadora cuando puede disolver su responsabilidad en la certeza de un chiquero colectivo, donde ella no hace más que recoger el tocino. Y, sin embargo, como señalaron los analistas de medios, se podría ofrecer una ética y una legislación alternativas (quizás los cerdos coman margaritas). Por otra parte, este llanto multitudinario de niños y ositos, demuestra que las princesas siguen siendo las figuras de las narrativas fundantes de la infancia.

Pero Diana —el Dios que no existen la tenga en su gloria— no era Rosa Luxemburgo ni una defensora de los derechos humanos. Era una flor acorde con el imperio neoconservador: una adicta al amor por el que derramó ríos de lágrimas, la mujer que soportó, sin quemar Buckingham, la noticia de que su marido quería ser el tampax de su amante Camila; no alguien con objetivos plíticos propios, sino una filántropa siempre agachada —para atenuar su rango— al borde del lecho de enfermos preferentemente de corta edad, y cuyo modesto sueño era no cuestionar la monarquía sino “acercarla a la gente”. Como siempre colonizados, los argentinos podríamos responder camorreramente a la ópera Evita con una Santa Diana, sainete criollo de Iván González en el papel de millonario egipcio, y para el cual urdir una supuesta amistad equívoca de Diana con el doctor Milstein y su encuentro fortuito con Zulemita Yoma en los salones de Versace. ¿Quién podría hacer de Santa Diana? ¿Mariana Nannis?





1997


En: Teoría de la Noche, ed. UDP 2011, selección de Julieta Marchant




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