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(El presente texto se trata de un informe
antropológico.)
El libro de aquel
pobre escritor, de aquel escritor ya muerto hace tantos años, sin ningún peso
en los bolsillos, poco menos que desahuciado, demente y solo, pero sobre todo
pobre, pobre como una rata, uno de sus libros, quiero decir, cuesta en la
librería de la New Directions Publishing de la 8th Avenue con West 14th Street,
55.50 US$.
Por otra parte, aunque
no lo parezca es terminantemente necesario precisar que un camarero que trabaja
jornada completa en el Benny’s Burritos
de la Greenwich Avenue, pese a estar vendiendo su fuerza de trabajo en el
centro neurálgico del capitalismo americano, no gana lo suficiente como para
satisfacer sus necesidades culturales básicas.
En otras palabras,
le es prácticamente imposible adquirir este libro.
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El protagonista de
este informe, como vemos, es un camarero.
El Camarero —con
mayúsculas, lo denominaremos— trabaja en Benny’s
Burritos, un establecimiento de expendio de comida rápida mexicana.
Consideremos que se trata de un obrero, en el sentido estrictamente marxista.
Un obrero norteamericano: carece de conciencia de clase, no se reconoce en
ningún grupo socioeconómico (pues, virtualmente los grupos en esta ciudad no
existen) y por ende, no le es posible canalizar sus demandas en lo social, lo
que lo ha llevado, paradójicamente, a practicar religiosamente el
individualismo más estricto. Por esto, y otras condiciones anexas, se trata de
un tipo con una mecánica psicológica irregular, una persona muy, pero muy indecisa y nerviosa.
Como adelantamos en
el primer fragmento, lo vemos entrar a la New Directions Publishing de la 8th
Avenue con West 14th Street. Se topa con esta colección de la Library of
America en la que se halla editada la novelística del escritor norteamericano
Philip K. Dick. No considera los cuentos. El último volumen es el que le
provoca más intriga.
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Asi, despojado de
sus habituales benzodiacepinas, sucumbe a un tremendo problema en la decisión
de una compra. Un problema no sólo económico, sino existencial. El sueldo más
las propinas que ha recibido aquel día son de lo más miserables en meses,
dignas para matar de hambre a un canario; una cantidad de plata sinvergüenza,
horrorosa y canallesca; situación que, además, amenaza con seguir así. No se
conocen casos de camareros del Benny’s
Burritos muertos de inanición, pero se ha descubierto que gran parte del
personal de este establecimiento sobrevive comiendo burritos robados entre hora
y hora, cuando el supervisor sale a fumar o va al baño; o simplemente robando
inescrupulosamente dinero de la caja registradora, cuando es hora de cierre.
4
Nuestro Camarero
tiene el libro entre las manos: Valis and
Later Novels, el tercer volumen de la mencionada colección. El día es
luminoso, prístino. Hay un librero parado a un costado de él, con la rostro
plagado de acné, que lo mira impávido, esperando alguna respuesta. ¿Lo compra o
no lo compra?, parece insinuar el Camarero, ansioso. ¡Qué decisión! La
frustración, más algunos atavíos del día, comienzan a enloquecerlo un poco.
Sus nervios se
desatan. Se toma disimuladamente medio clonazepam de 5 mg. que lleva de
emergencia en su bolsillo de la camisa. Logra pensar mejor, ordena sus ideas y
concluye, por un simple cálculo matemático, que no puede comprar ese libro; que
si compra ese libro no probará bocado a lo menos por tres semanas, por lo que
pondría en riesgo su vida. Le devuelve el libro al librero con acné. Más allá,
el cajero —que al parecer es el encargado— que observaba en suspenso la escena,
ahora blasfema tras la caja, agachado, al ver al Camarero desistir. Quizás
también ellos se estén muriendo de hambre allí, y el amague del Camarero les
haya dado la minúscula esperanza de llevarse algo al estómago; cosa que
evidentemente no ocurrió.
Se ha confirmado que
estos no son casos aislados. Todo Nueva York se está muriendo de hambre, y esto
no es una alegoría kafkiana sobre el sistema productivo americano, ni tampoco
alguna manera populista de decir crisis.
Todo tiene una explicación comercial y financiera, que es la siguiente: el
ciudadano americano promedio, o sea, el que es capaz de mantener una Master
Card y una American Express a la vez, ha salido de vacaciones. ¡Los
consumidores han emigrado! ¡No hay quien compre lo producido! Así como si
fueran pingüinos en temporada de apareamiento, o pelícanos que se van a comer
el pescado de otra playa, se han ido a otros países. Deben de estar gastando su
dinero en algún recodo inhóspito de Latinoamérica, o en la India; intentando
captar la “pureza” en alguna fotografía digna de aquellos otros pobres rostros
muertos de hambre, en el Tercer Mundo.
4
Así, a Nueva York,
como costillas, se le empiezan a notar las larvas.
5
El Camarero, en vez
de llegar a su habitación ubicada frente a la US Post Office, en una suerte de
conventillo para latinos y otras inmundicias
(al decir popular de los texanos), sube a la azotea del edificio, enciende un
resto de cigarrillo de marihuana que dejara la noche anterior en el bordillo y
se sienta en posición de meditación budista a escribir en su diario.
Es el ocaso.
Será la náusea por
la falta de barbitúricos, o simplemente el hambre atroz y la anemia, que lo
hacen quedarse dormido.
6
Philip K. Dick
aparece en su sueño, y a pesar de esa personalidad nada amigable, algo fría,
algo torpe, aparentemente altanera (de hecho, le ha caído pésimo el escritor de
ciencia ficción), le envía un mensaje, algo reaccionario en su contenido y
carente completamente de emoción.
Dick le dice que se
deje de tonterías, que en el siguiente sueño debe conquistar a la chica que no
conquistó en la primaria, que si se deja de ser un homosexual consumado y la
besa a la fuerza, a ésta le crecerán automáticamente los senos y el culo. De
este modo llevaría a cabo su deseo infantil reprimido, termina.
Luego, en el segundo
acto, le señala que tome de una vez el hacha en la cocina apócrifa de su niñez,
y que mate a su padre lentamente, que se bañe en su sangre y que verifique uno
por uno sus miembros interiores, para que se asegure que no se transmigrará. El
comportamiento claro de un psicópata.
El tercer acto
dependería de los otros dos anteriores, concluye.
Philip Dick se da
media vuelta y se retira del sueño sumergiéndose en una especie de coliseo
romano fluorescente, que si no fuera por todo el humo que despide, podría
decirse que flota.
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Lo despierta un
escozor en su oreja. Nota que un cuervo se la picotea confundiéndola quizás con
la carroña desprendida de un cadáver.
Ya es de noche.
No se ven las
estrellas en West Village.
En su libretita ha
escrito antes de la rara siesta: melancolía
de los apartamentos de solteros.
El sueño había sido
extático.
Así que sin más
preámbulos, va hacia lo único que le queda: arroparse en su camarote y quedarse
dormido, con el humilde calor de su hambre.
Y se queda dormido.
Y sueña.
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El sueño se describe
así, en oposición a lo propuesto por K. Dick en el sueño anterior:
La muchacha de la
primaria no aparece, en su lugar está Madonna, pero la más erótica, o sea, la
del True Blue, la del 86’; con la que
se masturbaba copiosamente en su adolescencia. No puede hacer mucho, porque
está encerrado en un armario, y sólo puede mirar por la abertura de una llave
antigua. Alguien más está en la habitación. Puede que sea un hombre o una
mujer. Puede que follen. No se escucha la respiración de Darth Vader, ni hay
sesgos de alguna película lyncheana. No es Blue
Velvet. Madonna está de rodillas con un espejo largo entre las piernas
revisándose la vagina. Pasa un rato y no ocurre nada. Sólo la escucha murmurar oh, Ditta. Así que se contenta con
contemplar sus tetas, que, después del culo de la Monroe, son lo más
maravilloso que ha visto en su vida.
En el siguiente
sueño, el segundo de la secuencia, fuera de toda predicción a la que mata es a
su madre. Se baña en sus vísceras, se restriega con sus intestinos, machaca con
su cabeza hueca de sesos sus senos cercenados, y otro montón de obscenidades
innecesarias de nombrar. Sólo rescata una escena final: su madre, ya
decapitada, mueve los labios pronunciando yes
yes como Molly Bloom.
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Se despierta como de
una pesadilla.
Aún es de noche, y
aún siente hambre.
Se vuelve a dormir.
10
Por la mañana,
paradójicamente, se levanta con una sensación de alivio insólita. ¿Por qué
Madonna? ¿Y su padre? ¿Dick es un farsante?, se preguntaba lavándose los
dientes. Ya no son temas ―se dice.
Debe salir a
trabajar.
Qué extraño ―piensa―
trabajar para morirse de hambre.
Afuera llueve, pero
la verdad eso no logra deprimirle ni en lo más mínimo. Se pone su traje de
agua, y sin paraguas, sale del edificio de piedra en dirección a la calle.
11
Enfila por Hudson
Street. Se demora diez minutos hasta llegar a la esquina con Horatio Street.
Pide fiada una cajetilla de cigarrillos de menta en The Yerbas Buenas, un minimarket regentado por un mexicano chillón
que dice haber sido torero y amante de Penélope Cruz.
Se va fumando en
dirección a Greenwich Avenue, pero antes se refugia en el Jackson Square, y se
termina, al alero de unas palmeras, su cigarrillo.
Corre el agua como
una cortina de vidrio.
De ocioso decide
caminar por un pequeño pasaje, en forma de laberinto, que cruza de Greenwich
Avenue hasta Jane Street, en cuyo extremo se halla el Benny´s Burritos, su lugar de trabajo.
12
En vez de entrar de
una sola vez, pasa corriendo por el frontis sin mirar, da una vuelta larga por
la 7ma Avenida, y luego corta por la 14th West Street y, al llegar a la
esquina, se mete en la librería de la New Directions. Se dirige a la caja. Está
allí el encargado, vestido ahora con una floreada guayabera cubana, haciendo
con ello una broma que sólo él comprende.
Se detiene entre dos
estanterías. Luego de un suspiro se dice para sus adentros: a la mierda. Y le pide al librero, que
no es el muchacho con acné del día anterior, sino un viejo flaco y barbudo
(como un don Quixote, o un John Berryman), Valis
and Later Novels de Philip K. Dick, editado por la Library of America,
tapas duras, a casi 51 dólares.
Lo paga en tres
cuotas precio contado con su tarjeta de crédito Visa, que guarda sigilosamente
bajo la plantilla de su zapato derecho.
La decisión la había
tomado mientras fumaba bajo esas palmeras salvajes. Debe casi 500 dólares al
banco por adelantos en efectivo, pero a
la mierda, como se ha dicho.
Coge la mayor
cantidad de separadores de páginas que están sobre el mesón, en un gesto
abusivo. El cajero se limita a mirarlo, pues cree que quizás su jefe le pague
alguna comisión por esa miserable compra, por lo que no emite comentarios y se
da por satisfecho.
Nuestro camarero
guarda el libro en su mochila envuelto en su correspondiente bolsa con el logo
New Directions.
Cuando sale, el
librero, o sea, esa especie de don Quixote o John Berryman, le hace una seña de
aprobación. Se dirige por fin a su trabajo, con una sonrisa enorme, y con la
plena convicción de que en la vida de un camarero de Nueva York no puede faltar
la deuda ni la ruina.
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