sábado, 21 de octubre de 2017

THE EMPIRE NEVER ENDS/ Aproximación Airiana











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  (El presente texto se trata de un informe antropológico.)
El libro de aquel pobre escritor, de aquel escritor ya muerto hace tantos años, sin ningún peso en los bolsillos, poco menos que desahuciado, demente y solo, pero sobre todo pobre, pobre como una rata, uno de sus libros, quiero decir, cuesta en la librería de la New Directions Publishing de la 8th Avenue con West 14th Street, 55.50 US$.
Por otra parte, aunque no lo parezca es terminantemente necesario precisar que un camarero que trabaja jornada completa en el Benny’s Burritos de la Greenwich Avenue, pese a estar vendiendo su fuerza de trabajo en el centro neurálgico del capitalismo americano, no gana lo suficiente como para satisfacer sus necesidades culturales básicas.
En otras palabras, le es prácticamente imposible adquirir este libro.




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El protagonista de este informe, como vemos, es un camarero.
El Camarero —con mayúsculas, lo denominaremos— trabaja en Benny’s Burritos, un establecimiento de expendio de comida rápida mexicana. Consideremos que se trata de un obrero, en el sentido estrictamente marxista. Un obrero norteamericano: carece de conciencia de clase, no se reconoce en ningún grupo socioeconómico (pues, virtualmente los grupos en esta ciudad no existen) y por ende, no le es posible canalizar sus demandas en lo social, lo que lo ha llevado, paradójicamente, a practicar religiosamente el individualismo más estricto. Por esto, y otras condiciones anexas, se trata de un tipo con una mecánica psicológica irregular, una persona  muy, pero muy indecisa y nerviosa.
Como adelantamos en el primer fragmento, lo vemos entrar a la New Directions Publishing de la 8th Avenue con West 14th Street. Se topa con esta colección de la Library of America en la que se halla editada la novelística del escritor norteamericano Philip K. Dick. No considera los cuentos. El último volumen es el que le provoca más intriga.




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Asi, despojado de sus habituales benzodiacepinas, sucumbe a un tremendo problema en la decisión de una compra. Un problema no sólo económico, sino existencial. El sueldo más las propinas que ha recibido aquel día son de lo más miserables en meses, dignas para matar de hambre a un canario; una cantidad de plata sinvergüenza, horrorosa y canallesca; situación que, además, amenaza con seguir así. No se conocen casos de camareros del Benny’s Burritos muertos de inanición, pero se ha descubierto que gran parte del personal de este establecimiento sobrevive comiendo burritos robados entre hora y hora, cuando el supervisor sale a fumar o va al baño; o simplemente robando inescrupulosamente dinero de la caja registradora, cuando es hora de cierre.



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Nuestro Camarero tiene el libro entre las manos: Valis and Later Novels, el tercer volumen de la mencionada colección. El día es luminoso, prístino. Hay un librero parado a un costado de él, con la rostro plagado de acné, que lo mira impávido, esperando alguna respuesta. ¿Lo compra o no lo compra?, parece insinuar el Camarero, ansioso. ¡Qué decisión! La frustración, más algunos atavíos del día, comienzan a enloquecerlo un poco.
Sus nervios se desatan. Se toma disimuladamente medio clonazepam de 5 mg. que lleva de emergencia en su bolsillo de la camisa. Logra pensar mejor, ordena sus ideas y concluye, por un simple cálculo matemático, que no puede comprar ese libro; que si compra ese libro no probará bocado a lo menos por tres semanas, por lo que pondría en riesgo su vida. Le devuelve el libro al librero con acné. Más allá, el cajero —que al parecer es el encargado— que observaba en suspenso la escena, ahora blasfema tras la caja, agachado, al ver al Camarero desistir. Quizás también ellos se estén muriendo de hambre allí, y el amague del Camarero les haya dado la minúscula esperanza de llevarse algo al estómago; cosa que evidentemente no ocurrió.
Se ha confirmado que estos no son casos aislados. Todo Nueva York se está muriendo de hambre, y esto no es una alegoría kafkiana sobre el sistema productivo americano, ni tampoco alguna manera populista de decir crisis. Todo tiene una explicación comercial y financiera, que es la siguiente: el ciudadano americano promedio, o sea, el que es capaz de mantener una Master Card y una American Express a la vez, ha salido de vacaciones. ¡Los consumidores han emigrado! ¡No hay quien compre lo producido! Así como si fueran pingüinos en temporada de apareamiento, o pelícanos que se van a comer el pescado de otra playa, se han ido a otros países. Deben de estar gastando su dinero en algún recodo inhóspito de Latinoamérica, o en la India; intentando captar la “pureza” en alguna fotografía digna de aquellos otros pobres rostros muertos de hambre, en el Tercer Mundo.


  
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Así, a Nueva York, como costillas, se le empiezan a notar las larvas.


  
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El Camarero, en vez de llegar a su habitación ubicada frente a la US Post Office, en una suerte de conventillo para latinos y otras inmundicias (al decir popular de los texanos), sube a la azotea del edificio, enciende un resto de cigarrillo de marihuana que dejara la noche anterior en el bordillo y se sienta en posición de meditación budista a escribir en su diario.
Es el ocaso.
Será la náusea por la falta de barbitúricos, o simplemente el hambre atroz y la anemia, que lo hacen quedarse dormido. 



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Philip K. Dick aparece en su sueño, y a pesar de esa personalidad nada amigable, algo fría, algo torpe, aparentemente altanera (de hecho, le ha caído pésimo el escritor de ciencia ficción), le envía un mensaje, algo reaccionario en su contenido y carente completamente de emoción.
Dick le dice que se deje de tonterías, que en el siguiente sueño debe conquistar a la chica que no conquistó en la primaria, que si se deja de ser un homosexual consumado y la besa a la fuerza, a ésta le crecerán automáticamente los senos y el culo. De este modo llevaría a cabo su deseo infantil reprimido, termina.
Luego, en el segundo acto, le señala que tome de una vez el hacha en la cocina apócrifa de su niñez, y que mate a su padre lentamente, que se bañe en su sangre y que verifique uno por uno sus miembros interiores, para que se asegure que no se transmigrará. El comportamiento claro de un psicópata.
El tercer acto dependería de los otros dos anteriores, concluye.
Philip Dick se da media vuelta y se retira del sueño sumergiéndose en una especie de coliseo romano fluorescente, que si no fuera por todo el humo que despide, podría decirse que flota.




7

Lo despierta un escozor en su oreja. Nota que un cuervo se la picotea confundiéndola quizás con la carroña desprendida de un cadáver.
Ya es de noche.
No se ven las estrellas en West Village.
En su libretita ha escrito antes de la rara siesta: melancolía de los apartamentos de solteros.
El sueño había sido extático.
Así que sin más preámbulos, va hacia lo único que le queda: arroparse en su camarote y quedarse dormido, con el humilde calor de su hambre.
Y se queda dormido.
Y sueña.



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El sueño se describe así, en oposición a lo propuesto por K. Dick en el sueño anterior:
La muchacha de la primaria no aparece, en su lugar está Madonna, pero la más erótica, o sea, la del True Blue, la del 86’; con la que se masturbaba copiosamente en su adolescencia. No puede hacer mucho, porque está encerrado en un armario, y sólo puede mirar por la abertura de una llave antigua. Alguien más está en la habitación. Puede que sea un hombre o una mujer. Puede que follen. No se escucha la respiración de Darth Vader, ni hay sesgos de alguna película lyncheana. No es Blue Velvet. Madonna está de rodillas con un espejo largo entre las piernas revisándose la vagina. Pasa un rato y no ocurre nada. Sólo la escucha murmurar oh, Ditta. Así que se contenta con contemplar sus tetas, que, después del culo de la Monroe, son lo más maravilloso que ha visto en su vida.
En el siguiente sueño, el segundo de la secuencia, fuera de toda predicción a la que mata es a su madre. Se baña en sus vísceras, se restriega con sus intestinos, machaca con su cabeza hueca de sesos sus senos cercenados, y otro montón de obscenidades innecesarias de nombrar. Sólo rescata una escena final: su madre, ya decapitada, mueve los labios pronunciando yes yes como Molly Bloom.



9

Se despierta como de una pesadilla.
Aún es de noche, y aún siente hambre.
Se vuelve a dormir.



10

Por la mañana, paradójicamente, se levanta con una sensación de alivio insólita. ¿Por qué Madonna? ¿Y su padre? ¿Dick es un farsante?, se preguntaba lavándose los dientes. Ya no son temas ―se dice.
Debe salir a trabajar.
Qué extraño ―piensa― trabajar para morirse de hambre.
Afuera llueve, pero la verdad eso no logra deprimirle ni en lo más mínimo. Se pone su traje de agua, y sin paraguas, sale del edificio de piedra en dirección a la calle.

  

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Enfila por Hudson Street. Se demora diez minutos hasta llegar a la esquina con Horatio Street. Pide fiada una cajetilla de cigarrillos de menta en The Yerbas Buenas, un minimarket regentado por un mexicano chillón que dice haber sido torero y amante de Penélope Cruz.
Se va fumando en dirección a Greenwich Avenue, pero antes se refugia en el Jackson Square, y se termina, al alero de unas palmeras, su cigarrillo.
Corre el agua como una cortina de vidrio.
De ocioso decide caminar por un pequeño pasaje, en forma de laberinto, que cruza de Greenwich Avenue hasta Jane Street, en cuyo extremo se halla el Benny´s Burritos, su lugar de trabajo.



12

En vez de entrar de una sola vez, pasa corriendo por el frontis sin mirar, da una vuelta larga por la 7ma Avenida, y luego corta por la 14th West Street y, al llegar a la esquina, se mete en la librería de la New Directions. Se dirige a la caja. Está allí el encargado, vestido ahora con una floreada guayabera cubana, haciendo con ello una broma que sólo él comprende.
Se detiene entre dos estanterías. Luego de un suspiro se dice para sus adentros: a la mierda. Y le pide al librero, que no es el muchacho con acné del día anterior, sino un viejo flaco y barbudo (como un don Quixote, o un John Berryman), Valis and Later Novels de Philip K. Dick, editado por la Library of America, tapas duras, a casi 51 dólares.
Lo paga en tres cuotas precio contado con su tarjeta de crédito Visa, que guarda sigilosamente bajo la plantilla de su zapato derecho.
La decisión la había tomado mientras fumaba bajo esas palmeras salvajes. Debe casi 500 dólares al banco por adelantos en efectivo, pero a la mierda, como se ha dicho.
Coge la mayor cantidad de separadores de páginas que están sobre el mesón, en un gesto abusivo. El cajero se limita a mirarlo, pues cree que quizás su jefe le pague alguna comisión por esa miserable compra, por lo que no emite comentarios y se da por satisfecho.
Nuestro camarero guarda el libro en su mochila envuelto en su correspondiente bolsa con el logo New Directions. 
Cuando sale, el librero, o sea, esa especie de don Quixote o John Berryman, le hace una seña de aprobación. Se dirige por fin a su trabajo, con una sonrisa enorme, y con la plena convicción de que en la vida de un camarero de Nueva York no puede faltar la deuda ni la ruina.

  






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