Todas
las noches, José Watanabe se iba a dormir con la misma pintura
colgada sobre la cabecera de su cama: un paisaje de montañas que su padre,
Harumi Watanabe, había pintado años atrás y que él conservaba con afecto.
Harumi
era un hombre que el poeta idealizó toda la vida. Era un fantasma que vino de
lejos, uno de los tantos japoneses que llegaron al Perú en las oleadas
migrantes de entre 1899 y 1923. Él lo hizo en 1919, se supone que a Lima,
aunque luego se trasladó al norte (un movimiento común en la época). Se casó
con la peruana Paula Varas, se asentaron en la pequeña Laredo, distrito de
Trujillo, y pese a la pobreza tuvieron 13 hijos (dos murieron cuando apenas
tenían meses de nacidos). Dormían apiñados en unas pocas camas y se turnaban
los zapatos, según solía contar José; hasta que en un giro que parece sacado de
la más inverosímil ficción, ganaron el premio mayor de la lotería. A partir de
allí sus condiciones de vida mejoraron parcialmente.
Todo
esto, a rasgos generales, es lo que se sabe de la formación de la familia
Watanabe Varas. Aun así, la figura de Harumi siguió siendo misteriosa: hablaba
japonés, dominaba el francés y aprendía rápido el español, pero callaba en los
tres idiomas. Un mutismo que compensaba con su afición por la pintura, trazando
paisajes del Japón de sus recuerdos, de un pasado sobre el que nunca hablaba.
Esa sensibilidad artística solo era compartida con José, su hijo predilecto, el
único con el que podía entregarse al ocio mirando las nubes o escuchando el río.
“Hay mucho de leyenda en las historias sobre mi abuelo –dice la ilustradora
Issa Watanabe, hija del poeta–. Y siempre había que dudar sobre todo lo que nos
contaba mi papá”. José llega incluso a atribuirle un haiku apócrifo a su padre
en su poemario “El huso de la palabra”: “Entre la niebla / toco el esfumado
bote. / Luego me embarco”. Pero la escasa información que se tiene de Harumi
tiene mucho de invención, como si se tratara de una mitología construida con
paciencia y complicidad entre padre e hijo.
Harumi
murió en 1960, cuando José tenía solo 15 años, por lo que este último quiso en
varias ocasiones rastrear su pasado familiar: se interesó tanto en la historia
de la migración nipona al Perú, que en 1999 editó un libro sobre el tema: “La
memoria del ojo”. Para ese proceso visitó constantemente los registros de la
Asociación Peruano-Japonesa, sumergiéndose en fotografías, relatos y vidas
ajenas. Sobre el origen de Harumi, sin embargo, no tuvo éxito.
Hasta su muerte en el 2007, el poeta nunca llegó a conocer todo lo que habría querido sobre su padre.
Hasta su muerte en el 2007, el poeta nunca llegó a conocer todo lo que habría querido sobre su padre.
Los
hallazgos, sin embargo, llegan en formas inesperadas. El año pasado, durante
una visita al Japón, la artista visual Maya Watanabe –otra de las hijas de
José– fue contactada por unos reporteros de la cadena de televisión pública
NHK, la más importante del país. Tal vez atraídos por la curiosa hibridación
peruano-japonesa del poeta, se ofrecieron a ayudarla en la búsqueda de sus
antepasados, con la condición de que todo sería editado y transmitido a través
de la señal abierta. La propuesta, además de insólita, parecía justa. Y tampoco
había mucho que perder.
El
resultado es una joya de la excentricidad: un informe televisivo con
musicalización melodramática, letras estridentes y un conductor que luce como
sacado de un sketch cómico. Aunque poco tenga que ver con la estética diáfana y
sosegada de la cultura japonesa, y más bien se acerque a la extravagancia de un
'reality', el programa sigue ciertamente un patrón bastante reconocible de la
TV local. Al margen de esos coqueteos con el ‘kitsch’, su investigación fue tan
exhaustiva como sorprendente. “Viajar con el equipo de la NHK abrió muchas
puertas y me permitió acceder a documentos que habría sido muy complicado
conseguir de otra forma”, explica Maya.
La
búsqueda se sustentó, sobre todo, en los registros familiares oficiales que
rigen en Japón y que se denominan koseki. Se trata del documento de su tipo más
antiguo del mundo, utilizado desde hace más de 1.000 años, en el que se vuelcan
todos los acontecimientos que marcan la vida del japonés promedio: nacimientos,
matrimonios, divorcios, incidentes policiales, defunciones, entre otros. Un
padrón minucioso que representa bien a una sociedad obsesionada con el orden.
Lo
cierto es que el instrumento los llevó a un primer descubrimiento: que el
verdadero apellido de Harumi era Hasegawa, pues recién recibió el de Watanabe
cuando tenía 20 años, al ser adoptado por su nueva familia. Y es que en Japón
era muy popular (hasta no hace demasiados años) que las familias heredaran sus
bienes solo a su primogénito varón, de modo que los demás hijos podían ser
acogidos por otras familias que, por ejemplo, solo tenían hijas mujeres. Un
esquema paternalista, pero sumamente enraizado y respetado.
Fue
así como, por la fuerza de la tradición, su biografía dio un vuelco total: pasó
de llamarse Harumi Hasegawa a ser Harumi Watanabe en 1916, y se mudó de su
natal Iwakuni a Takahashi para convivir con su nueva familia. No era un
desplazamiento extraño por entonces, pero quizá sacudido por un impulso
rebelde, Harumi no aguantó ni tres años con esa nueva vida y a los 23 decidió
cruzar el Pacífico. El drástico cambio de entorno familiar –probablemente
impuesto y seguramente doloroso– lo motivó a zarpar hacia el Perú, un destino
igual de distinto e incierto, pero que al menos respondía a su voluntad.
Lo más sorprendente no queda allí. Los efectos sonoros de suspenso en el reportaje de la NHK y la gesticulación exagerada de su conductor en realidad se justifican con cada descubrimiento realizado. Al escalar en el árbol genealógico de los Hasegawa, se reveló que no fueron una familia cualquiera, sino una compuesta por samuráis, que además sirvieron a los Kikkawa, un poderoso clan asentado en Iwakuni, su localidad de origen. Al pertenecer a las clases superiores, también se encargaban de cuestiones relacionadas a la política y el manejo de gobierno de su ciudad.
A
esa estirpe guerrera y de élite se suma otro detalle que explicaría el talento
especial para las artes de un migrante como Harumi Watanabe –o Harumi Hasegawa,
para ser precisos–: tanto su padre, Tomonozuke Hasegawa, como su abuelo, Juzan
Hasegawa, fueron también poetas muy reconocidos en su época, instruidos en la
literatura y la cultura japonesas, y encargados de darle clases a la familia
Kikkawa. Es decir, poseedores de la misma inclinación por los versos que, sin
saberlo, cultivaría 150 años después y a 16.000 kilómetros de distancia su
nieto y bisnieto José Watanabe: el vate nikkei, el guardián del hielo.
Por
la importancia y el prestigio de los poetas Hasegawa, en el Museo de Iwakuni se
atesoran unos kakemonos, rollos de papel con poemas a mano –la bellísima
caligrafía es un arte aparte en Japón–, escritos por los propios Tomonozuke y
Juzan. Del primero se guardan unos versos escritos en chino antiguo (una
muestra de erudición en la época), mientras de Juzan se encontraron algunos
poemas cortos como este:
Como nacido de una fragante semilla,
un cerezo silvestre florece
del nombre de un hombre valiente.
También en excelente estado de conservación se encontró un texto de valor especial, uno que Juzan debe de haber escrito muy cerca de su fallecimiento, pues existe una vieja tradición japonesa que manda a los samuráis preparar unos versos para enfrentar la muerte. Dice así:
Confía en que el mundo después de la muerte será un lugar agradable
como a la sombra de una montaña llena de
flores y hojas coloreadas.
El
trazo fino de la tinta, perennizado sobre un papel de asombrosa resistencia
aunque parezca a punto de deshacerse, guarda una sensación demasiado antigua y
poderosa. Provoca creer que fueron escritos con la certeza de la posteridad,
confiando en la poesía como una misteriosa herencia que se traspasa por el
espíritu o la sangre.
La señal regional de NHK Okayama transmitió a fines del año pasado este reportaje sobre la hija de un poeta peruano-japonés en busca de sus orígenes. Son 30 minutos que allá pueden haber pasado desapercibidos o tomados como anecdóticos, o en el mejor de los casos generado interés en algún televidente y otorgado un nuevo lector a nuestro poeta. Quién sabe.
Por
este lado del mundo, en cambio, la revelación tiene mayor relevancia histórica
y es especialmente conmovedora. “Mi padre vino desde tan lejos / cruzó los
mares, / caminó / y se inventó caminos”, escribió Watanabe Varas en “Álbum de
familia”, su primer poemario. No quedan dudas de que, de haber llegado a
conocer esos vaivenes de su pasado, habría sido muy feliz.
Se
habría ido a dormir, como todas las noches, con el mismo cuadro encima, pero
sintiendo que ya conocía ese paisaje de montañas.
*Aparecido en el periódico peruano "El Comercio" el 20 de diciembre de 2017. Escrito por Juan Carlos Fangacio.
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