jueves, 16 de marzo de 2017

TEORIA DE LA PROSA II/ Sherlock Holmes y el relato de misterio de Viktor Shklovski










Los títulos con la palabra "misterio" son muy comunes en la literatura, como por ejemplo: El Misterio de la Corte de Madrid, La Isla Misteriosa, El misterio de Edwin Drood, etc.
        Los misterios suelen ser introducidos en las novelas de aventuras con el fin de aumentar el interés del lector por la acción, de hecho provocando una interpretación ambigua de la acción.
        Las novelas de detectives, una subespecie de la "novela del crimen", han eclipsado considerablemente la "novela de los policías y ladrones". Esto es debido, probablemente, a la comodidad misma que ofrece la motivación suscitada por el misterio. Desde un comienzo, el delito se presenta como un acertijo. Para que luego aparezca un detective en la escena como un profesional de la resolución de enigmas.
        En Crimen y Castigo, Dostoievski también hace un interesante uso de este recurso, en especial en los preparativos de Raskolnikov (el lazo del hacha, el cambio de sombrero y así sucesivamente hasta que nos es revelado su propósito). Los motivos del crimen en esta novela se revelan después del delito, lo que explica su efecto.
        En las novelas del tipo Arsene Lupin el héroe principal no es un detective sino un “criminal caballeresco”. Sin embargo, hay un detective, un "diseminador" del misterio, cuya presentación está reducida sólo a un lapso de tiempo. Aún así Arsene Lupin a menudo trabaja como detective.
        Para ilustrar esta historia construida en base a un misterio veamos de cerca uno de las historias que Conan Doyle dedicara a las aventuras de Sherlock Holmes. Para mi análisis he seleccionado la historia titulada "La banda de lunares”. Señalaré paralelismos de vez en cuando, tomados, la mayor parte, de las Obras Completas de Conan Doyle (San Petersburgo: Sojkin, 1909―11), el cuarto volumen. Mi propósito con esto es facilitar al lector, si así lo decide, seguir mi análisis con dicho volumen en sus manos.
        Las historias de Conan Doyle comienzan con un tono bastante monótono. Una historia de Sherlock Holmes, por ejemplo, comenzará a menudo con una enumeración por parte de Watson de las tantas aventuras y hazañas del detective. Sólo después de esto, Watson selecciona una de estas historias para contárnosla, constituyéndose este testimonio como el cuento en sí.
        Mientras nos relata, ofrece atisbos sobre ciertos asuntos desconocidos, por medio de algunos detalles descubiertos poco a poco.
        Más comúnmente, una historia comenzará con la aparición de un "cliente". La situación que justifica la aparición de ella o él suele ser bastante prosaica. Por ejemplo:

         Se había levantado de su asiento y estaba de pie entre las cortinas separadas, observando la gris y monótona calle londinense. Mirando por encima de su hombro, vi en la acera de enfrente a una mujer grandota, con una gruesa boa de piel alrededor del cuello, y una gran pluma roja ondulada en un sombrero de ala ancha que llevaba inclinado sobre la oreja, a la manera coquetona de la duquesa de Devonshire. Bajo esta especie de palio, la mujer miraba hacia nuestra ventana, con aire de nerviosismo y de duda, mientras su cuerpo oscilaba de delante a atrás y sus dedos jugueteaban con los botones de sus guantes. De pronto, con un arranque parecido al del nadador que se tira al agua, cruzó presurosa la calle y oímos el fuerte repicar de la campanilla.
         «Conozco bien esos síntomas», dijo Holmes, tirando su cigarrillo a la chimenea. «La oscilación en la acera significa siempre un affaire du coeur. Necesita consejo, pero no está segura de que el asunto no sea demasiado delicado como para confiárselo a otro. No obstante, hasta en esto podemos hacer distinciones. Cuando una mujer ha sido gravemente perjudicada por un hombre, ya no oscila, y el síntoma habitual es un cordón de campanilla roto. En este caso, podemos dar por supuesto que se trata de un asunto de amor, pero la doncella no está verdaderamente indignada, sino más bien perpleja o dolida. Pero aquí llega en persona para sacarnos de dudas.» ("Un caso de identidad ")

        Aquí hay otro ejemplo:

        «Holmes», dije una mañana, mientras contemplaba la calle desde nuestro mirador, «por ahí viene un loco. ¡Qué vergüenza que su familia le deje salir solo!»
         Mi amigo se levantó perezosamente de su sillón y miró sobre mi hombro, con las manos metidas en los bolsillos de su bata. Era una mañana fresca y luminosa de febrero, y la nieve del día anterior aún permanecía acumulada sobre el suelo, en una espesa capa que brillaba bajo el sol invernal. En el centro de la calzada de Baker Street, el tráfico la había surcado formando una franja terrosa y parda, pero a ambos lados de la calzada y en los bordes de las aceras aún seguía tan blanca como cuando cayó. El pavimento gris estaba limpio y barrido, pero aún resultaba peligrosamente resbaladizo, por lo que se veían menos peatones que de costumbre. En realidad, por la parte que llevaba a la estación del Metro no venía nadie, a excepción del solitario caballero cuya excéntrica conducta me había llamado la atención.
         Se trataba de un hombre de unos cincuenta años, alto, corpulento y de aspecto imponente, con un rostro enorme, de rasgos muy marcados, y una figura impresionante. Iba vestido con estilo serio, pero lujoso: levita negra, sombrero reluciente, polainas impecables de color pardo y pantalones gris perla de muy buen corte. Sin embargo, su manera de actuar ofrecía un absurdo contraste con la dignidad de su atuendo y su porte, porque venía a todo correr, dando saltitos de vez en cuando, como los que da un hombre cansado y poco acostumbrado a someter a un esfuerzo a sus piernas. Y mientras corría, alzaba y bajaba las manos, movía de un lado a otro la cabeza y deformaba su cara con las más extraordinarias contorsiones. ("La corona de berilos")

        Como se puede observar, hay muy poca variedad en estos extractos. Y no olvidemos que ambos pasajes provienen del mismo volumen.
        Antes de reprochar a Conan Doyle, sin embargo, dediquemos un poco de tiempo a la siguiente pregunta: ¿para qué necesita Doyle al Dr. Watson?
        El Dr. Watson desempeña un doble papel.
        Primero, como narrador, Watson nos habla de Sherlock Holmes y nos transmite su expectativa sobre las soluciones o decisiones de este último, mientras que él mismo no puede estar al tanto del proceso mental del detective. Sólo de vez en cuando Sherlock Holmes comparte algunas de sus suposiciones con su amigo.
        De esta manera, Watson sirve para retrasar la acción mientras que al mismo tiempo dirige el flujo de eventos vía canales separados. Podría haber sido sustituido, en este caso, por un ordenamiento especial de la historia en forma de capítulos.
        En segundo lugar, Watson es necesario tal como el "eterno tonto" (este término es, por supuesto, bastante crudo, y no insisto en que sea parte permanente de la teoría de la prosa). En este sentido, comparte la suerte del inspector Lestrade, de quien hablaré más tarde.
        Watson interpreta erróneamente el significado de la evidencia que le presenta Sherlock Holmes, permitiendo a éste corregirlo. Watson también sirve como un correlato para una falsa resolución. Además, Watson mantiene un diálogo con Holmes, responde a las preguntas de este último, etc, es decir, que juega el papel de un niño sirviente que repite después de su maestro.
        Cuando un cliente hace una visita a Sherlock Holmes, él o ella generalmente le relata, con gran detalle, las circunstancias del caso. Sin embargo, cuando el narrador está ausente, es decir, cuando, por ejemplo, Holmes está al teléfono recabando la información necesaria, es entonces el propio Holmes quien relata los detalles del caso a Watson.
        A Holmes le encanta perturbar a sus visitantes (y a Watson también) con su omnisciencia.
        Los dispositivos de análisis de Holmes casi nunca varían: en tres de las doce historias aquí consideradas, Sherlock Holmes escoge la manga:

«No hay misterio alguno, querida señora», explicó Holmes sonriendo. «La manga izquierda de su chaqueta tiene salpicaduras de barro nada menos que en siete sitios. Las manchas aún están frescas. Sólo en un coche descubierto podría haberse salpicado así, y eso sólo si venía sentada a la izquierda del cochero.» (“La banda de lunares”)

        En otro lugar, Holmes añade:

        «Lo primero que miro en una mujer son siempre las mangas. En un hombre, probablemente, es mejor fijarse antes en las rodilleras de los pantalones. Como bien ha dicho usted, esta mujer tenía terciopelo en las mangas, un material sumamente útil para descubrir rastros. La doble línea justo por encima de las muñecas, donde la mecanógrafa se apoya en la mesa, estaba perfectamente definida. Una máquina de coser del tipo manual deja una marca semejante, pero sólo en la manga izquierda y en el lado más alejado del pulgar, en vez de cruzar la manga de parte a parte, como en este caso. Luego le miré la cara y, advirtiendo las marcas de unas gafas a ambos lados de su nariz, aventuré aquel comentario acerca de escribir a máquina siendo corta de vista, que tanto pareció sorprenderla.» (“Un caso de identidad”)

        En otra historia, “La liga de los pelirrojos”, Holmes sorprende a su cliente al señalar que él, el cliente, había estado escribiendo mucho últimamente:

         «¡Ah! Se me había pasado eso por alto. Pero ¿y lo de la escritura?»
         «Y ¿qué otra cosa puede significar el que el puño derecho de su manga esté tan lustroso en una anchura de cinco pulgadas, mientras que el izquierdo muestra una superficie lisa cerca del codo, indicando el punto en que lo apoya sobre el escritorio?»


        Esta técnica monótona se explica, muy probablemente, por el hecho de que estas historias aparecieron impresas sucesivamente. Al parecer, el autor no podía recordar claramente que ya había usado este recurso antes. Sin embargo, debemos establecer como una generalización que la auto-repetición es mucho más común en la literatura de lo que comúnmente se supone.





Traducción del inglés: Sebastian Diecz




lunes, 13 de marzo de 2017

SHERLOCK HOLMES Y EL RELATO DE MISTERIO/ Traducción de "Teoría de la Prosa" de Víktor Shklovski, I.







        1) Una historia puede ser contada de tal manera que el lector vea el despliegue de eventos, cómo un evento sigue a otro. En tal caso, la narración comúnmente se adhiere a una secuencia temporal sin omisiones significativas. Podemos tomar como ejemplo de este tipo de narración Guerra y Paz de Tolstoi.
        2) Una historia puede también contarse de tal manera que lo que en ésta suceda sea incomprensible para el lector. Los "misterios" que tienen lugar en la historia sólo se resuelven con el correr de la lectura.
        Como ejemplo de este último tipo de narración, permítanme mencionar knock! knock! knock! de Turgueniev, las novelas de Dickens y las historias de detectives, en las cuales profundizaré.
        La característica de este segundo tipo de narración es la transposición temporal. De hecho, una sola transposición temporal, como la omisión de un incidente en particular y su revelación sólo después de las consecuencias del mismo incidente, es a menudo suficiente para crear una situación de misterio. La extraña aparición, por ejemplo, de Svidrigailov a la cabecera del lecho de enfermo de Raskolnikov en Crimen y Castigo no es tan extraña pues, ciertamente, ya ha sido preparada por Dostoievski, quien señala de pasada que cierto hombre ha estado espiando en el mismo domicilio. No obstante, el misterio es renovado en el sueño de Raskolnikov. Por la simple omisión del hecho de que Svidrigailov ha sido quien ha descubierto la dirección, el autor logra que el misterio persista en la segunda reunión.
        En una novela de aventuras construida sobre varias líneas paralelas de narración, los efectos de sorpresa se consiguen por el hecho de que mientras una línea de la trama sucede naturalmente, la otra ocurre al mismo ritmo o incluso más rápido, resultando que en cierto momento se cruce la segunda línea narrativa, conservando todo el tiempo de la primera línea; en otras palabras, el lector se ve envuelto en las consecuencias de una situación cuyas causas le son enteramente desconocidas.
        Don Quijote se encuentra con Sancho en el desfiladero de una montaña.
        Este procedimiento que parece perfectamente natural, es completamente desconocido para la epopeya griega: se trata de un logro adquirido. Zelinsky ha demostrado que la simultaneidad de acción no es reconocible en la Odisea. Aunque existan líneas narrativas paralelas en la historia (Odiseo y Telémaco), los eventos se desarrollan alternándose en cada línea. La transposición del tiempo narrativo, como vemos, sirven de base para la constitución del "misterio". Sin embargo, no debemos pensar que el misterio se produce por la transposición misma. Por ejemplo, la infancia de Chichikov, relatada luego de haber sido presentado ya por el autor, normalmente se encontraría en la parte inicial de una novela clásica de aventuras, pero aun así, en su forma transpuesta, no logra hacer que nuestro héroe sea misterioso.
        En sus últimos trabajos, León Tolstoi los construye normalmente sin recurrir a este tipo de recursos. De otra forma, este recurso sería utilizado por Tolstoi de tal manera que el centro de gravedad se desplace de la transposición temporal al desenlace mismo.
        En La Sonata de Kreutzer encontramos, a propósito, lo siguiente:

         —¡Sí, sobrevienen episodios críticos como ésos en la vida marital!… —dijo el abogado, tratando de poner fin a la conversación, que se tornaba demasiado calurosa.
         —Si no me equivoco, creo que ha adivinado usted quién soy —dijo el señor canoso, muy suavemente.
         —No, no he tenido ese gusto.
         —El gusto no es muy grande. Yo soy Pozdnichev, el mismo al que le ha sucedido el episodio crítico aludido por usted, el episodio de haber matado a su mujer —dijo echándonos una mirada a cada uno de nosotros.

        En Hadji-Murad un cosaco muestra a Butler la cabeza cortada de Hadji Murad, unos oficiales borrachos miran al cadáver directamente a los ojos y lo besan. Luego de esto, nos encontramos en la escena de la última batalla de Hadji-Murad. Independiente a esto, el destino de Hadji-Murad, toda su historia, se condensa en la imagen de una bardana rota y machacada, que sin embargo anhela obstinadamente por vivir.
        La Muerte de Ivan Ilych comienza de la siguiente manera:

         Durante la suspensión de las audiencias del asunto de los Melvinsky, en el gran edificio del Palacio de Justicia, los jueces y el procurador se reunieron en el gabinete de Iván Yegórovich Shebek, y la conversación recayó sobre el célebre asunto Krasovsky. Fedor Vasilievich, se acaloraba demostrando la incompetencia de un tribunal, que Iván Yegórovich negaba; Piotr Ivánovich, sin haber tomado parte en la discusión, repasaba los documentos que acababan de llevar.

        En los ejemplos citados anteriormente de La Sonata de Kreutzer, Hadji-Murad y La muerte de Ivan Ilych nos percatamos de que la tensión se suscita en la línea narrativa propiamente tal más que en una complicación de la misma.
        Aparentemente, Tolstoi consideró necesario eliminar el interés por la trama de su novelas En su lugar, puso gran énfasis en el análisis, en los "detalles", como él solía decir.
        Sabemos la fecha de la muerte de Iván Ilych y el destino de la esposa de Pozdnishev, incluso el resultado de su juicio. Sabemos el destino de Hadji-Murad e incluso cómo la gente lo juzgará.
        Se elimina así la importancia de la curiosidad sobre este aspecto en una obra literaria.
        Lo que Tolstoi necesitó fue una nueva comprensión de lo que era un trabajo literario, un cambio en las categorías habituales de pensamiento. Y para ello renunció a la trama, asignándole un papel meramente superficial.

        He intentado en esta digresión mostrar la diferencia entre las transposiciones temporales que, en algunos casos, pueden utilizarse como base para la construcción de "misterios", y el misterio mismo como un dispositivo de trama definida. Creo que incluso el más descuidado lector de novelas de aventuras puede enumerar los misterios que figuran en él.










viernes, 20 de enero de 2017

¿327 CUADERNOS DE RENZI?/ Descarga directa: documental de Ricardo Piglia & Andrés di Tella

 


      Piglia fue (qué lamentable es decirlo en pasado), sin duda, uno de los grandes escritores en lengua española. Uno de nuestros más grandes prosistas. Uno de los más grandes pensadores (no teórico, epíteto que lo tenía "podrido") de la literatura argentina. Nuestro gran lector, que no es decir poco: desde teoría hasta el menospreciado género negro. El pop y lo docto, fluyendo indistintamente en los pensamientos del profesor...
      En tanto, Emilio Renzi es nuestro modelo. 
     Sólo me contento con saber que Piglia alcanzó a publicar sus diarios, que era ya en los años 90 un proyecto que venía comentando como su obra mayor. El revés que dio al publicarlos como los diarios de su heterónimo Emilio Renzi, constituye, en palabras de Rodrigo Fresán, "una de las más interesantes operaciones sobre el tema del Autor/Personaje". Y no me sorprende que haya sido de esta manera, justo antes de salir a la luz el tercer y último tomo de estos diarios, que nuestro Autor falleciera. (No me detendré a hablar de su enfermedad.) Nos quedamos así, con el Personaje. ¿Quién escribirá, me pregunto, la muerte de Emilio Renzi? 
     El dedo anular en la comisura de los labios, su manera de levantar el ojo derecho opacando el izquierdo para darle énfasis a sus aseveraciones, el ritmo y cadencia de su voz al narrar, el modo de encadenar situaciones para explicar, suntuosamente, la naturaleza del cuento, por ejemplo, o la muerte de Walsh y su famosa carta. 
       Si que se extrañará a Piglia.  



                                     327 CUADERNOS (Descarga Directa)





lunes, 16 de enero de 2017

SOBRE LA NOVELA ALEMANA ACTUAL/ 1 ARTICULO DE ANTONIO AVARIA

 Antonio Avaria, junto con Mauricio Wacquez, ha sido uno de mis últimos y más deslumbrantes descubrimientos. Estoy seguro de que la verdadera literatura chilena aún está por descubrirse, pero con estos dos ya me he colmado. Tengo para meses de lectura. Avaria además de cuentista fue un prolífico articulista y ensayista. Wacquez quizás no escribió mucho, pero aún así sus libros son definitivamente inencontrables, joyas que las editoriales se han negado a republicar, ya sea por ignorancia, ya sea por lisa indiferencia. 
Lo que quiero mostrarles a continuación es uno de los tantos artículos que componen "El interlocutor perpetuo", editado por la extraña y excéntrica editorial Pequeño Dios Editores. La solapa avisa que está en proceso de editarse un segundo volumen de ensayos, y espero, considerando que el libro es del 2015, no hayan desistido en sus intenciones, pues a lo extraña y excéntrica me refería  a que o publican libros demasiado baratos o sus canales de distribución son malísimos, dos hechos catastróficos para una editorial independiente que desee mantenerse en el tiempo; a menos que se trate de editores kamikazes, lo que no estaría nada de mal. El caso es que quiero leer al Avaria ensayista. El articulista ya me ha deslumbrado. Si bien los artículos abarcan un amplio abanico de años, y por ende de situaciones que afectan al escritor (exilio, vuelta, censura) noto que el tono es sostenido. Lo único que cambia, puedo decir, es su mala leche; con el correr de los años percibo un dejo de acidez, de objetividad parca y estricta, que llegan a catalogar, por ejemplo, el volumen de "El circo en llamas" sobre los artículos de Enrique Lihn, como "mole descomunal", cuyo "valor se esfuma o pierde brillo, y músculo, ante tamaña obesidad", comentario que si bien recae en el antologador (Germán Marín), no deja de lado a Lihn de quien acusa artículos con "sintaxis enrevesada" y confusos. 
El siguiente artículo trata sobre la novela contemporánea alemana, contemporánea para aquellos años (¡1962!) en que Böll era novedad y Günter Grass un precoz novelista adolescente con apenas unas cuantas novelas. 






No sólo el mujerío: también la literatura fue fecundada por las tropas de la ocupación. Traían en su séquito a Hemingway, Faulkner, Joyce, V. Woolf, Sartre, Maiakowski, Proust, Eluard, García Lorca. En Alemania, la obra de estos escritores fue conocida después del 45. Porque desde 1933 esta nación había sido –en lo cultural– una torre de marfil oliente a gas. Existía un libro negro con una leyenda a letras rojas: Verboten und Verbrannt, “Prohibidos y quemados”; eran 250 nombres de alemanes degenerados, algunos apreciados ya internacionalmente (Thomas y Heinrich Mann, Brecht, Döblin, Kaiser, los Zweig). Estos datos bastan para poner de relieve la circunstancia espiritual de la generación que sobrevivió al desastre.
Con los extranjeros y con los proscritos recomenzó la novela en las –ahora– dos Alemanias. Después de década y media de vida literaria estrangulada, aparecen tres novelas de escritores que habían realizado en el exilio una obra vasta: La ciudad detrás del río de Hermann Kasack, Dr. Faustus de Thomas Mann y Juego de abalorios de Hermann Hesse.
Los nuevos, empero, ¿dónde estaban? Los nuevos fueron retenidos algún tiempo en los campos de prisioneros de las fuerzas aliadas. Los que volvían –vencidos por la desilusión, por haber mirado el reverso atroz de los idealismos– no encontraban su hogar; no les esperaban sus mujeres, ni sus novias. Llevaban dentro las náuseas de los últimos años y para echárselas fuera requerían de otro lenguaje que el de Erich María Remarque. “Ya no necesitamos un clavecín bien temperado. Somos demasiada disonancia”, dice Wolfgang Borchert en uno de sus manifiestos. He llamado “tragedia onírica” a la pieza teatral Detrás de la puerta de este autor muerto a los 27 años, el testimonio más auténtico y dolorido de la generación alemana de la derrota.
Primero fue el cuento manejado con precipitada técnica realista, que no encontraba su idioma adecuado. Las narraciones de entonces parecen traducciones defectuosas de Hemingway; pero son historias vividas, literatura de desahogo vertiginoso, repentista, a la manera de las primeras crónicas de nuestra América. De la relación innumerable de autores, algunos nombres consiguieron imponerse; así Ernst Kreuder (que nos visitara en septiembre), Wolfdietrich Schnurre –ganador en 1962 del importante Premio “Georg-Mackenzie”– y el más popular de todos hasta hoy, Heinrich Böll. Desde 1949 la consigna del propio autor, de editores, libreros y público ha sido: “Cada año un Böll”. Diez volúmenes de cuentos y novelas cortas, y la calurosa simpatía del escritor de Colonia, han cimentado un renombre ya universal. Novelista católico, creyente a rajatablas en la función social de la novela, sus obras son traducidas a muchos idiomas y obtienen enormes tirajes en los países de ambos mundos. Es hábil en la sátira y magistral su oficio de narrador; sin embargo, creo que el afán didáctico resta fuerza de persuasión al esguince final de sus novelas; no siempre convence aquel “tirón del sedal” que llamara Evelyn Waugh. Es el caso, entre nosotros, de José Manuel Vergara. Tampoco escapa a esta crítica la obra más importante de Böll, una novela de gran aliento y de sensacional éxito de venta: Billar a las nueves y media, de 1959, traducida en 1961 por Seix Barral al español.
El sino trágico del escritor alemán del novecientos se torna ejemplar en la figura de Hans Erich Nossack. Aunque nacido en 1901, no pudo publicar –por razones políticas– sino después de la guerra. En julio de 1943 su ciudad natal de Hamburgo fue destruida (un 85%, según ha demostrado la estadística); la totalidad de sus manuscritos se perdió entre las llamas. Nossack debió comenzar de nuevo; sus narraciones, alucinantes, son informes escuetos de ultratumba, escritos desde una muerte que él conoce mejor que nadie. Es sabida la admiración de Sartre por el autor de Reportaje a la muerte (1948); el alemán recrea los mitos griegos sobre el escenario en ruinas de su patria. Su novela más reciente, Después de la última rebelión, de 1961, puede colocarle junto a los grandes de su lengua. El mismo año recibió una de las distinciones literarias más importantes –entre las incontables que se otorgan en Alemania: el Premio Georg-Büchner.
Los muertos van ocupando poco a poco el lugar que les fuera alevemente usurpado en su vida mortal. Al redescubrimiento de Kafka siguieron las ediciones de los libros de Hermann Broch, la nombradía póstuma, universal de Robert Musil, la valoración de la obra crítica y satírica de Heinrich Mann, el cual –por el insobornable compromiso moral de su vida y de su obra– es preferido sobre el escepticismo exhausto, más y más museal de su ilustre hermano.
En los últimos tres o cuatro años se ha hecho presente un grupo de escritores que –de poseer los alemanes la fantasía de Enrique Lafourcade y el buen humor para esos ringorrangos– podría motejarse de Generación del 50. Todos ellos comenzaron a escribir en esta década y han nacido hacia 1927. Su obra –ya bastante voluminosa– es crítica, desesperanzada, va contra las gastadas ilusiones que afincan el llamado milagro económico de Europa y la lacerante historia actual de Alemania; es consecuente, crudamente satírica, esperpéntica a veces; y aunque (o porque) no le falta paciencia para la gramática, ha creado un idioma nuevo en la literatura alemana. En poesía está el discutido Hans Magnus Enzensberger (gran catador de Neruda, como pueden dar fe sus amigos chilenos de Friburgo), en teatro principalmente Wolfgang Hildesheimer, Siegfreid Lenz y Johannes Noever. Los novelistas –cuya fama ha pasado ruidosamente las fronteras– se llaman Günther Grass, Martín Walser y Uwe Johnson.
En otro trabajo se rendirá cuenta extensa de esta novísima generación, cuyos antecedentes he querido mostrar a vuelapluma.



1962, Revista Alerce





Antonio Avaria nació en 1932, y murió en 2006. Destacó como cuentista con libros como "Primera muerte" (1971) y como articulista de diversas revistas chilenas. 

viernes, 6 de enero de 2017

LA PATRIA ELECTRICA/ RE





1.





Era aquel día, como cualquiera, y Rimbaud no podía ir andando bajo el sol carnoso de Santa María con esa típica resaca de la puta y el demonio sin beberse antes una cerveza en el Berna. Es lo que hace sin falta a la vuelta de cualquiera de aquellas borracheras, olímpicas y amanecidas, en casa de Alejandra. Sin saludar a nadie, toma asiento en la eterna mesa de la terraza, levanta el brazo y al camarero le pide «una botellita de litro», y cuando le dice esto, sea quien sea, debe saber que es una Bear Beer, helada por supuesto, y con dos vasos, uno para él y otro para quien quisiese acompañarlo. Lo conocen allí, no es nuevo en el barrio y lo respetan aunque nadie sepa su verdadero nombre. Por regla se bebe dos. Después emprende medio ebrio y hecho un chaplin, camino hacia el ala norte de la ciudad: por la Girondo enfila al norte unas diez cuadras hasta cruzarse con calle Mandrake, frente a la estación de bomberos, y de ahí hasta esquina Aldecoa donde está la Marinetti.
La Marinetti es la librería de Santa María.
En ello se encontraba aquel día, en un estado de gracia, como el de un santo, entre medio ebrio y medio feliz, conciente en cualquier caso , escribiendo un largo poema en su libretita de bolsillo. ¡Qué mejor que escribir poesía con el alba y medio ebrio! 
Como se dijo, de ser posible siempre procuraba hacer lo mismo: levantarse con el sol, ir al Berna o, cómo no, al Club Progreso, otro sitio frecuentado por resacosos y maleantes a dos cuadras de la librería, frente a la pieza que Malabia le arrendaba a una señora llamada Litty. 
Litty era viuda de poeta.
Litty era esposa de JCOn.
Luego, poseído por la gracia del alcohol y la mañana, paseaba por la ciudad, descubría sus ocultas costuras y moradores para terminar robando libros en la Marinetti, pues, a su modo de ver, en aquel estado se haría indetectable. 
Pero aquel día algo ocurrió.
Rimbaud cayó. 
Aquel día, todo sucedió 
así más o menos: apenas hubo entrado en la librería, antes siquiera de saludar a Belo, su tentación se dirigió a una selección de escritos sacados del Die Fackel, que es lo mismo decir “sacados de Karl Kraus”, del periodista solitario, que recientemente había sido editada por Visor, en su colección La Balsa de la Medusa, tapas de un blanco arenoso, y uno de los pictogramas de una primera plana del famoso periódico. Las notas editoriales eran de  José Luis Arántegui. Se llamó o se llama Escritos.
En su reverso el libro dice:

Si no se me quiere reconocer ningún logro positivo en esas dos mil páginas de guerra de Die Fackel ―un fragmento de lo que me vedaron los obstáculos técnicos y estatales―, en todo caso se me tendrá que acreditar que rechacé sin esfuerzo día a día las asquerosas proposiciones del poder al espíritu: sostener mentira por verdad, injusticia por derecho, y rabia por razón. ¡Pues no hubo valor como el mío, ver al enemigo en posiciones propias! Y quien no conoció el miedo ante el poder en acción, a él y sólo a él corresponde no tener compasión ninguna ante el poder quebrantado. Y eso que el estado de ánimo que le hace cara a la tan alta autoridad subalterna fue siempre a través de toda tristeza, de todo dolor y todo escarnio, una invencible serenidad. Y dar semejante testimonio ya es bastante sacrificio. Pues, ¿dónde podría hallarse una obstinada resistencia más dura que la de tener que reírse cuando uno quisiera salir corriendo a sollozar en el último bosque, al que no se haya llegado a fumigar todavía ese destino organizado?, ¿qué la de mantenerse incapaz de creer en la gloria de una gloria que paseaba por un mundo vuelto hambre, miseria, andrajos y piojos con sus laureles en la mochila?, ¡dónde más que en sostenerse en el sitio, rodeado de un complot miserable de matarifes y magnates que emborrachan a un pueblo invitándolo a hacer honor de un vino de batalla hasta darle golletazo, y que se lo daba para desplumarlo!


Entonces saluda a Belo, se conocen de años. Éste lo invita para mostrarle las novedades recién llegadas de España —nuestros proveedores cerebrales, dice. En el mesón, de paso hacia una ruma de libros nuevos con olor a cola y a papel fresco, se encuentra susodicho mamotreto de Kraus. Queda deslumbrado en sordina. Lo ve de reojo. Calcula inmediatamente en cómo obtenerlo. Echa un vistazo al margen de la página cordial donde puede ver la cifra: $XXXXXX, unos XXXX dólares. Traga saliva y procura esconder su regocijo. 
El librero, al que llamaremos ya por su nombre: Gutenberg, Gutenberg Belo (personaje lamentable por donde se lo mire, mezcla de vanidad y etérea erudición de editor o vendedor de diarios y para colmo bautizado con el nombre de quien inventara la máquina que nos ofrece hoy nuestros amados libros), se parecía a un sefardí empobrecido, de edad indefinida, cuyas patillas encanecidas daban luces más o menos de cuánto tiempo llevaba en el mundo robando oxígeno. Rimbaud desde que lo conocía lo había visto con la misma ropa, lo que no dejaba de ser curioso pues lucía como nueva, ¿se baña con la ropa puesta?, se preguntaba Rimbaud en sus momentos de mayor ociosidad mental, ¿se baña? ¿duerme en la librería? ¿tiene familia? Y allí estaba aquel ser casi irreal, con las mismas converse, la misma chaqueta, y el rostro saltón mostrándole indemne al paso del tiempo, en una provincia perdida, en el centro de Latinoamérica, lo que tenían de respetable las sagradas editoriales españolas. 
El interés de Rimbaud, por supuesto, no dejaba de ser el Karl Kraus y lo tenía cerca, bajo la palma de su mano izquierda, entre tocándolo y no, meditando qué hacer; un qué hacer intrínsecamente leninista, es decir, en cómo sacar ese libro de allí sin pagar ni un solo peso. En tanto Gutenberg —el Idiota, lo llamaremos desde ahora— le daba la lata con los diarios de la locura de Louis Althusser que había publicado hacía poco una editorial carísima, Herder o Siglo XXI, Rimbaud calculaba las distancias y los tiempos para cometer el ilícito. 
La librería constaba de seis extensos mesones dispuestos a lo largo del salón, cada uno con el membrete de una sección definida, y muebles altísimos, diría de casi cinco metros, repletos de libros, usados y nuevos, a los que se les alcanzaba a través de una escalera rodante. Esa escalera, aparentemente infinita, le daría la posibilidad a Rimbaud de sacarse de encima un momento al Idiota. Calculó, palpando el bolsillo de su abrigo, si las dimensiones del libro se ajustaban a ellas. Fueron unos cuantos minutos de cinismo cuando decidió pedirle uno de esos libros polvorientos que se encumbraban en las alturas de aquellos muebles interminables. Cuando el Idiota apenas se dispuso a escalar para alcanzarlo, Rimbaud se metió inescrupulosamente el libro en el bolsillo. Supuso que lo había hecho bien porque Gutenberg no se había dado la vuelta en ningún instante. Cuando por fin lo encontró, se volteó y le miró para alcanzárselo, y Rimbaud aún no se percataba de que el libro resalía en algo de su bolsillo. No aflojando aún su bucólica sonrisa, quizás muy fingida y apresurada, le pidió otro libro ubicado cerca del extremo opuesto de la habitación. El Idiota transportó la escalera hasta ese lado cuando mientras se volteaba para cerciorarse del libro que le pedía, y metiendo el menor ruido posible, lo acomodó. El bulto, si se le hacía un pequeño hueco dentro de su abrigo, pasaba desapercibido.
Pero cuando el Idiota bajó, fue que le preguntó:
—¿Qué hiciste?
Frunció el ceño y una ola fría le recorrió el pescuezo; aunque jurara de rodillas que el Idiota no se había dado cuenta.
—Te metiste algo en tu bolsillo, en ese de ahí ―y apuntó hacia el bolsillo que no tenía nada. Rimbaud, envalentonado, lo instó a que se acercara a revisarle el bolsillo. 
—Mira, pásame el libro que te metiste en el bolsillo, y terminamos con esto al tiro— y al comprobar el rostro impávido de Rimbaud, alzó la vista inquisidor y con un dejo de tontería.
—A ver, a ver Guti ―sus familiares le decían Guti― ¿qué me querí decir? —con tono ofendido.
—Lo que escuchaste —y se cruza de brazos.
Rimbaud hace un ruido con la boca que se asemeja a la respiración de una serpiente y le dice: 
―¡Eh Guti! ¿de qué me estai acusando? ―y en el momento en que una nube muda quedaba levitando entre ambos, soltó― parecí un lunfardo asexuado .
—¿Ah? ― descolocado abre la boca, aparentemente no sabe lo que es un lunfardo… bueno, Rimbaud tampoco lo sabe, pero era lo de menos, en la tempestad lo importante es la fachada y el Idiota tenía lo suyo, hay que decirlo. Era un idiota convencido de serlo.
—Te metiste un libro en el bolsillo, hueón, te vi— dijo por fin, con aquel tono de traidor victimizado, pedestre.
Rimbaud miró a sus dos lados como rastreando una mosca inexistente, hasta fijar su vista en él para con el tono más hipócrita e histriónico decirle:
—Mira Guti, hagamos un trato (odiaba que le llamaran Guti). Sí, no te miento, me metí un libro en la chaqueta ―y se lo muestra, el libro de tapas azules y bordes negros, y con un grosor que explicaba los tantos volúmenes que hubo de tener el Die Fakel en sus años gloriosos e impopulares (que ni se comparan con estos articulitos publicados en El Liberal por los pobres reaccionarios de nuestra ciudad) y, mirándolo con firmeza a los ojos, Rimbaud continuó con lo que era ahora una amenaza: ―y me iré con él a mi casa, y lo leeré recostado en mi catre, y lo subrayaré, y tomaré notas en los márgenes, le pondré mi nombre en el reverso de la tapa con un lápiz de tinta, porque este libro es mío, y ha sido mío desde el momento en que el desconocido que lo trajo aquí, decidió dejarlo aquí. 
Fue una declamación ronca, cargada de potencia; lamentablemente patética. Pero después de un silencio meditativo, Guti lo increpó de todas formas con lo que se llamaría un sermón de un catolicismo en estado puro: primero le dijo que lo encerraría en el sótano, que luego llamaría al junior —un italiano enorme y estúpido— para que le diera una paliza, luego llevaría arrastrándolo hasta unas cinco cuadras de allí, muy cerca de los restos del Cine Apolo, a la oficina de don Juan Urbe (el gerente, un cerdo por donde se lo mire) a explicarle su ilícito, para finalmente 
Al terminar con esta parrafada con el tono de un niño acusete y llorón, Rimbaud lo mira fijamente y con toda calma le dice paladeando sus palabras:
—Guti, ¿creí que soy hueón? ―al Idiota se le abren los ojos como platos― ¿vo de verdad creí que soy hueón? ¿creí que te estoy creyendo tu sermoncito de mierda, tu discursito de empleado leal y hueá? Te equivocai. Conozco tu historial, Guti. Le trabajé años al conchetumare de jefe que tení, te vi entrar con esa misma carita de hueón, e irte cagao de miedo, con las manos en los bolsillos. Te dejé robar libros, hueón, tantos que ya ni me acuerdo cuántos eran. ¿De verdad creíste que pasabai desapercibío?, ¿desde hace cuánto que creei que soy un hueón? ¡Y ahora además me amenazai, conchetumare! ―Rimbaud golpeó el mesón, el Idiota dio un paso atrás―. Ladrón no acusa a ladrón, Guti. Métetelo en la cabecita de presbiteriano que tení. Si caigo yo, te caí tú. Incluso, ¿quién no se fía de que no lo sigai haciendo?, teni toas las hueas de libros a tu disposición. ¿Querí ver cómo te arrastro hasta la oficina del culiao de Urbe, y te hago confesar a puro cornete? ¡Me tay viendo la cara, culiao! Vamo a ver tu biblioteca. Es cosa que le diga a tu cagá de jefe que en tu biblioteca están todos los libros culiaos que le faltan en la librería, ¿te imaginai la cara del JUX? Yo ya quiero verla. 
Se oyen los dientes del Idiota rechinar mientras mira con desparpajo la rígida cara de Rimbaud. Sin dejar de hacerlo levanta el auricular del teléfono rojo que tiene a un costado. ¡Lo va a hacer!… Rimbaud abre los ojos como un aldeano exorcizando un hechizo.
—Vai a decircelo vo a Don Juan, ¿se conocen caleta, no? —le instó con sorna ofreciéndole el teléfono.