martes, 29 de septiembre de 2015

BRIGANTI SE DIVIERTE MIENTRAS EL LECTOR ES ASESINADO Y YO AGONIZO








La mujer apretó el gatillo, mientras decía 
con siniestra suavidad: —Revienta, perro.

Silver Kane





1.La escena de la muela podrida.


«Estoy solo en casa —me había dicho días atrás al asesinato— y puedes quedarte el viernes por la noche si quieres». Barthes no tenía idea de lo que yo había hecho. Es más, no tenía siquiera idea de que yo formaba parte de aquella secta reaccionaria tan exagerada. Me lo hubiese recriminado de tal manera que no lo hubiese vuelto a ver jamás. Lo que de verdad me habría dolido. Su padrastro era un importante médico de la ciudad, y verse involucrado en la ilegalidad no le traía buenos presagios. Asi que mantuve silencio. Además, no fue por exponerlo, pero a nadie se le hubiese ocurrido ir en busca de un asesino a la casa del doctor Díaz Grey.
Asi que me quedé todo el tiempo que estuvo ausente su padrastro. Dormimos juntos cada día, e hicimos el amor hasta quedarnos dormidos. No salimos más allá del enrejado, nuestro mundo fue la casa; fue como nuestra ciudad para enamorados. No le conté a Barthes tampoco que mi muela me dolía a más no poder. Pero no quería que preocupara a otros para encontrar a un dentista pronto; lo menos que quería hacer era agitar el polvo.
Una tarde golpearon la puerta. Era la policía. Por un impulso idiota me metí al baño. Abrió Barthes. Le informaron que su padrastro había tenido un accidente. Yo no supe si aliviarme o preocuparme. Volvió a la habitación para decirme que debía viajar en ese preciso momento, que el doctor Díaz Grey estaba hospitalizado en Montevideo; corrían sus lágrimas y no se las secaba.
 «¿Vas a tomar un avión?», le pregunté. «Sí, supongo…no sé qué hacer.»
«Yo voy contigo», dije con rigidez nerviosa. «Pero cómo, no hay plata…no tengo para mantenernos allá a los dos, a menos que a ti te alcance con lo que te pagan los italianos.» «Cada vez es menos, no lo creo. Bueno, entonces…¿me puedo quedar aquí?» «¿Pero por qué?¿Qué pasó, cariño?» «Nada…pero quiero quedarme aquí.» Barthes levantó una ceja. Me interrogó al respecto y cedí casi al instante: le terminé contando casi todo, menos la parte de los reaccionarios. Conservó la tristeza en los ojos, pero me dio serias instrucciones que me ruborizaron. Me persuadió de que era peligroso que me quedara allí. Podía sospechar la policía de un robo. Me dijo que era más seguro que me escondiera, mientras tanto, en una cabañita que mantenía su padrastro a un lado de la molinera de pescado; una cabañita de madera, encumbrada en una base de bambúes; podría pasar allí lo que él estuviera allá. «Pero, a ver», me preguntó repentinamente confundido, «¿a pito de qué te andan persiguiendo si se supone que nadie te vio?» «Tengo miedo, amor. Asesiné a alguien, ¿te das cuenta?» «¿Y te vas a esconder toda tu vida? ¿En qué momento crees seguro volver a salir a la calle?¿Lo tienes claro?» «No, Barthé», terminé replicando infantilmente.
Entonces me entregó las llaves de la cabañita —muy, pero muy rústica— cerca del Puerto Astillero. Y me instalé allí hasta que Barthes volviera de Montevideo. Estuve en buenas condiciones una decena de días; había suficiente comida y me regalaban pescado en la molinera y mariscos mal enlatados en la fábrica de conservas Enduro. Solía pasar también un viejo en bicicleta vendiendo vino a muy buen precio, un vino dulzón, y con un bajo amargo que supongo era la concentración de alcohol que te llegaba directo al hígado. Asi, me la pasé once días emborrachándome y comiendo pescado asado o frito, o surtido de marisco con limón, hasta que el dolor de la muela se desató y me dejó sordo un oído. La miré en el espejo. Era como un coágulo a punto de reventar, de tono violáceo, en donde no se podía dilucidar claramente la muela de la encía. Asi que bien llegado el día me desmayé. No sé muy bien por qué, quizás solo del miedo. Yací ten la alfombrilla verde-desvaído de la entrada, llenándome de pulgas y catarros, unas 5 ó 6 horas; el sol estaba a medias posado sobre el horizonte marino; las paredes tornándose almibaradas dando comienzo a la noche, cuando desperté. Tenía el cuerpo entumecido. Sentía la marejada desarrollándose en la misma escalinata que te lleva a la playa. Mi boca estaba desbordada de sangre, tanto que al girar la cabeza de costado, ésta se me escurrió como lo haría el café de una taza echada a rodar.
«No, Barthé», pensaba.


2.La escena de la extirpación de la muela.


En fin, todo ocurrió más o menos así: los de la célula decidieron que el hombre debía ser asesinado, y me encomendaron la misión a mí. Las órdenes son órdenes, asi que me concentré en organizar pulcramente mi misión, pues claro, estaba en juego también mi pellejo: omertá[1], se sabrá; el que cae no abre la boca ni por descuido, hasta la tumba. Asi que después de un arduo mes de investigaciones y planificaciones llegó el día. Era una agradable mañana de diciembre, e hizo fresco. Todo iba a la perfección, a pesar de haberme despertado con un dolor terrible en el estómago. Me hizo dudar, lo relacioné con el nerviosismo obvio de alguien que está a punto de cometer una estupidez mortal, pero me calmé, tomé aire. Haciendo memoria llegué a la causa más lógica: debía haber sido la cantidad de pastillas que me había tomado la noche anterior intentando combatir un dolor de muelas que se acentuó en mala hora. La muela del juicio se me pudría paulatinamente, y lo más probable es que mis encías también. ¿Que por qué me acuerdo de mis muelas? Es como una coincidencia absurda: en el momento en que lo asesinaba, en que lo veía perecer, yéndosele el alma por los ojos, el único pensamiento que copaba mi mente era la forma más rápida de sacarme esa muela de mierda, que me tenía harto.
No se crea que soy un criminal simplón y pagado. Si he matado ha sido por convicción, y no he recibido ni un solo peso por ello. Las tribulaciones de mi vida y de mi abolengo —reaccionarios legendarios— me han destinado a ejercer estos oficios, que a primeras provocan estupor, o asco, pero que en realidad son una forma de la expiación; como si cobrara una antigua venganza que sólo conocen mis antepasados, pero no yo; quizás mi piel.
Asi que llevé a cabo mi misión, y luego, me desangré. No tenía muy claro que venía después del crimen, pero en ningún caso me vi desangrándome, además por causas tan prosaicas. Al verme tirado en la alfombrilla, me levanté dificultosamente. Luego de percatarme de lo lamentable de mi estado en el espejo, sumado al hambre animal que tenía, incluso llegué a suponer que había estado días en la cabañita; o aún más, que estaba muerto, que era un fantasma hambriento penando en esa casa deshabitada a orillas de la playa. Una voz, en todo caso, siempre retumbaba al fondo de mi cráneo; una voz que me susurraba: exageras, exageras…Asi que cogí mis ropas arremolinadas y salí a la húmeda noche del Puerto Astillero. No sé qué impulso idiota me llevó hasta la caseta que la policía sanmariana mantiene en guardia cerca de la salmonera, a un lado de la desembocadura; para llegar allí  había que caminar por un trecho de un par de kilómetros, cruzado por mordaces roqueríos que amenazaban con hacerme sangrar también los pies. Tan fácil habría sido desandar mis pasos, y volver a la hostal de Öschla. Pero desconfiaba tanto de ella que ya la veía con toda la policía registrando mi pieza, los polis requisando mi ropa de mujer, mi maquillaje, ay. Así que cogí el camino diametralmente opuesto. La caseta era como las que usan los conserjes de recintos domiciliarios, aquellos hombres tristísimos que se saben de memoria el orden y las canciones de las chirriantes estaciones radiales sanmarianas; estos hombres disecados acumulando rumas de periódicos, cuyos crucigramas borroneados, tormentosamente rayados de tinta azul, se asemejan mucho más a las notas de socorro de los náufragos que a la rutina de los vigilantes nocturnos. En cualquier caso, el único atormentado era yo; y con toda esa sangre brotándome, era una verdadera pena. Tal vez a fuerza de desangrarme, la mente se olvidaba del crimen, y de la culpa.
Lo extraño fue que en la capilla me encontré con una policía. Una mujer. Robusta, de labios malamente delineados con un rouge rojo eléctrico, gruesas cejas, y pálidas mejillas. Iba sin la gorra, y la blusa azul, la placa, los botones, todo el resto, a punto de reventársele por aguantar unos pechos enormes; unos pechos tan italianos, tan cortesanos; por lo que la anemia y la leve agonía me hicieron confundirla con mi abuela, y la llamé por su nombre: «¡mama Sofía, mama Sofía, dónde te habías metido!» La mujer arqueó una ceja y buscó en su mínimo escritorio una linterna. Me enfocó a la cara. «¿Qué te pasó en la boca, chico?» Era cubana. Lo supe por su tono de voz. «Una muela podrida», le contesté resignado.
Cogió su radio y llamó a la estación. Me sentó en su sillín, que estaba caliente. Me ofreció una pinta de whisky; tenía un botellín de Colina del Cielo escondida bajo la mesa. Me enjuagué la boca, y me puse a esperar no sé qué. Pasó un furgón a buscarme: todo daba la impresión de tratarse de una redada en contra de un narcotraficante que intentó con mala chance suicidarse de un balazo, que le dio en la mejilla…al muy idiota. La policía me metió dentro, intercambió unas palabras en susurros por la ventanilla con el conductor, cuyo rostro nunca pude definir. Nos dirigimos hasta el área de emergencia del Hospital Brausen. Un doctor cubano y con una protuberancia negra y peluda en la frente, me extirpó la muela —sin anestesia el muy hijoputa— y me coció la encía. Luego me alcanzó una caja de pastillas, y me dijo que me debía tomar una cada ocho horas y me recomendó que mantuviera la boca cerrada; cosa que me pareció hasta insolente, pues ni siquiera le había dicho hola. Después, ya de vuelta en la furgoneta, el policía que manejaba, tan silencioso y solemne, al fin me dirigió unas palabras. Estaba yo tan nervioso que la tenía erecta. ¿Será normal?
«¿Dónde vives, chico?» ¡También era cubano! No me lo creía. ¿Es que todo el sector oriente de Santa María está habitado por cubanos? ¿O es que, por un naufragio fantástico, había ido a parar a las costas cubanas? ¡Qué posibilidad más horrorosa! ¡Yo cohabitando con hambrientos comunistas en ese asilo de isla apartada de la civilización! «Disculpa, pero por qué todos son cubanos aquí», lo interrogué. «¿Perdón?», me contestó. Me arrepentí de seguir con las preguntas. Y no quedé tranquilo hasta que me di cuenta, de entre esa neblina de dolor y de anemia que recubre el juicio, que el poli era muy guapo. Un poli de metro ochenta, moreno cacao de unos ojos verdes preciosos y unos brazos trazados vigorosamente por venas y músculo. Mis convicciones políticas se esfumaban por la aparición repentina de este bello muchacho. He allí la explicación a la erección. La pulsión seguía su curso.



3.La escena del autorretrato de infancia.

         Para hablar un poco más de mí: me llamo Giussepe Briganti. Básicamente siempre he vivido solo, mis padres se separaron cuando yo era un bambino indefenso, apegado a la familia —pollerudo se dice aquí— con unas ansias carnívoras de quedarme mamando eternamente de la teta de mi madre; cosa que no sucedió. Ella partió cuando yo tenía seis años —nunca supe si muerta o viva—, mi padre se quedó, pero era como si no estuviera, y el único consuelo que me quedó fue mi abuela paterna —vieja adusta e idiota— y lo poco que me podía dar: lecturas casi místicas de la Divina Commedia. Recuerdo un libro de tapas rojas y letras doradas que con el paso de mis años y mis recuerdos, fue borrándose, hasta quedar un libro gordo y maltratado. Nunca diferencié este libro rojo y solemne de la Biblia, que no había en casa, pero que señalaban los profesores de la Scuola Italiana de Rosario —allí nací y crecí— como Il libro. Sin embargo, la Biblia y el poema de Dante los traté indistintamente hasta hace muy poco. No diferencié nunca muy bien aquellas lecturas solemnes y litúrgicas de mi abuela en la sobremesa, cuando ella y mi padre ya se habían bebido casi todo el vino de la jarra y se les dormía la lengua y las palabras; con esas parrafadas del cura Brausen, en el templo de la Plaza Chica, como en una caverna de madera. A pesar de ello —que me perdone el sacristán— personalmente, no dejan de ser lo mismo: un par de libros gordos llenos de ruido y de furia, de misterio y falacias.
Llegué a Santa María hace quince años, inmediatamente después de salir del liceo. Me puse a estudiar Mecánica en el politécnico de Villa Ortúzar, y me encontré una habitación pequeñita pero bastante confortable en la hostal de una señora ucraniana llamada Öschla, muy cerca de la Plaza Vieja. Tiempo —por el sólo hecho de hacer ese tramo infinito de Villa Ortúzar hasta el centro de Santa María en los buses arcaicos de este pueblo— no tenía. Se imaginarán cómo es la habitación de un soltero perpetuo, sin una mama que lo reciba con comida y el aseo hecho: un basural a medio hacer, o una habitación limpia a medias. En fin, ya no tengo tiempo para cuestionamientos adolescentes y existencialistas. Ya tengo 35 años.
         Recuerdo que aquella mañana me duché con agua fría, Öschla había olvidado prender los calderos; no protesté. Cogí unos pantalones verde petróleo que yacían tirados en un rincón y que olían a humareda; con ellos había estado frente a un auto incendiado un par de noches atrás y el olor a bencina y neumático se impregnaron al tejido. Me puse mis zapatos brillantes negros, los de tapilla, y mi adorado abrigo verde caqui: una montañera larga hasta las rodillas, recubierta en su interior de lana cruda de cabrito, un regalo de mi padre[2]. Es una chaqueta diseñada exclusivamente por el Duce para sus tropas. Mi padre había sido parte del convoy de Sicilia, y antes de morir me lo legó entre otros menesteres de guerra. Öschla siempre miró con suspicacia mi abrigo, y sé por qué; pero una cosa son los nazis, y otra muy distinta los fascistas italianos. Además, sea como sea la Historia[3] el abrigo es de mi padre, y lo uso con mucho orgullo. Creo haber heredado de él algo de la honorabilidad y el temple que caracterizan a los verdaderos soldados italianos. Nunca echo un pie atrás —bueno, no en el sentido sexual, pues si fuera por eso se me quedaría toda la pierna atrás— y siempre cumplo con mi palabra. Y para aquella vez, para aquella fresca mañana de verano en Santa María, no había excepción.



4.La escena del descubrimiento de la sexualidad.

1972. En aquel entonces tenía doce años, mi abuela había salido a comprar tomates que le habían faltado a la salsa (se levantaba a las cinco de la mañana para preparar la bolognesa, la que tenía lista recién al mediodía) y me quedé solo en casa, en la sala, echado en el viejo y apolillado sofá de mi padre —que en esa oportunidad estaba de misión en Marruecos— hojeando un libro grande y grueso con fotografías de las esculturas del Palazzo Rosso de Génova. Lo había traído mi padre consigo en el sesenta, luego de una gira incógnita de ex miembros de la guardia del Duce; era muy receloso con su cuidado pues le había costado caro, por lo que lo escondía detrás del mueble de las copas, y lo sacaba sólo cuando venía algún amigo y éste debía esperarle a que se vistiera. El sol mañanero dificultosamente atravesaba las gruesas cortinas cosidas a mano por mi abuela, y solamente un halo de luz entraba por un entresijo llegando directamente a mi pecho. Era verano e iba solamente en calzoncillos. Estaba acurrucado sobre el sofá con los pies en alto y el libraco sobre mis muslos. Partí desde el final. Al correr culposo de esas páginas me encontré con la fotografía de un cuadro que copaba casi toda la página, era un cuadro que mostraba a un hombre fornido con el torso desnudo, las manos altas anudadas a un tronco y sus costillas cercenadas por dos largas flechas. Leí en la descripción «San Sebastián de Guido Reni.»


                                                                                                        No puedo aún ser certero en la descripción del éxtasis que produjo en mí la contemplación de dicha pintura. La belleza de aquel joven, su vientre y lo que queda a la vista de su entrepierna, como de porcelana y lampiña; aquel paño anudando quizás su miembro, conformando la ilusión óptica de un pene erecto y lechoso; su rostro infantil e inocente; así también la serenidad entrevista en su expresión, a pesar de lo macabro del castigo al que fuera condenado. Todo ello se mezclaba en un palpitar, o un cosquilleo que comenzaba en la planta de mis pies y ascendía imperceptiblemente hasta colmarme: poniéndomelo enhiesto. Mi mano por su parte, cobrando vida propia, descendió hasta la costura de mis calzoncillos, y lentamente introdujo los dedos hasta arremolinarse en el incipiente vello adolescente que se crispaba en mi bajo vientre, llegando al palo, que masajeé con movimientos que nunca nadie me había enseñado.
El esperma respingó por los mangos del sofá. La ilustración de San Sebastián y las palabras italianas que se concentraban en la página blanca se mojaron. Constelaciones perladas que con la estrecha luz del sol parecían esplender. Gemas grisáceas, lechosas, que se escurrían por mi mano; y por el papel cuché que se había arrugado por la humedad de mis fluidos. Sentí incluso miedo, un miedo inconcebible frente a ese placer inconmensurable y prístino; un placer vigoroso y misterioso, “virgen”, que hoy busco a tientas como un hambriento, sobre todo por las noches en que me devuelvo borracho de vino a mi camastro, olvidado del honor, vapuleado por el instinto, quedando quieto en mi cama e intentando recordar aquel primer acceso de placer carnal que me fue regalado en la intimidad de aquella vieja sala de Rosario, en penumbras y con la familia deambulando por esta y otras ciudades del mundo.[4]
Por aquellos años de mi primera eyaculación los muchachos de la Scuola ya miraban a las profesoras de otra manera, y éstas se daban cuenta pues les devolvían sonrisas, las muy sucias. El cuerpo femenino parecía para ellos un sitio prohibido al que querían entrar a palos de ciego y volviéndose locos. Por mi parte no me causaba extrañeza que mi pulsión sexual no siguiera por esas lindes; apreciaba el cuerpo femenino estéticamente, no lo niego, siempre lo he encontrado bello; pero el cuerpo de un hombre, en cambio, me aflojaba el corazón, y esto lo tengo clarísimo desde que tengo uso de razón. Así, viviendo en el tabú mismo, no hice otra cosa que comentar naturalmente con mis amigos, como lo hiciera un crítico de arte, las curvas de mis compañeras y de mis profesoras, el tamaño de sus traseros y de sus pechos, la dureza de sus vientres y sus muslos, y también las pajas que me corría en su honor. Siendo todo, por supuesto, una grandiosa mentira. Eran mis compañeros los que me quitaban el sueño. Pero fue así que pasé desapercibido, con alguno que otro mínimo mal entendido, todo el periodo de la escuela. Cuando emigraba de Rosario, allá por el año 81’, mis amigos y conocidos de allí juraban de rodillas mi heterosexualidad. Ya en Santa María hice unos dos o tres amigos evidentemente homosexuales, y no lo digo por sus manierismos: se detectan de inmediato, como una moneda bajo la cristalina agua de la pileta del templo. Con ellos me sumergí en los guetos nocturnos de maricones y tortilleras[5], aquellos rincones de un paganismo exquisito, alejados de la mano de Dios. Los bares corrientes eran una pena; el Nueva Italia, sin ir más lejos, olía a callejón meado. Al menos los de maricones tenían su elegancia atenuante. Además, ni se imaginan cuantos connotados diplomáticos y feligreses me encontré en esos lugares, a sus anchas, y después los muy cochinos dando discursos sobre la sagrada familia y la decencia. De los tres o cuatro más populares bares de huecos, el más concurrido era el Chamamé, que Junta Larsen —un bisexual desatado— convertiría unos años después en un prostíbulo, luego de una infame campaña para erradicar a los invertidos de Santa María.
Craso error del alcalde: los maricones proliferaron. Este tipo de discusiones cosméticas de la política pública sanmariana, me recuerda que no he visto lugar en lo que es Latinoamérica con más criaturas no sólo invertidas, sino pervertidas. Como cualquier sanmariano, yo también he guardado mi pequeño y obsceno secreto largos años. Ahora no tengo problemas en descubrirlo, pues a mi modo de ver, ya lo he perdido todo. Bueno, en fin, desde hace ya casi quince años, como en un pequeño ritual, hago un juego conmigo mismo: cojo ropa de mi difunta abuela y me la coloco. Sí. En un sector secreto de mi guardarropa, abajo, cerca de mis zapatos negros, tengo un pequeño baúl donde guardo la poca ropa que pude rescatar de la casona de Rosario, antes que la remataran. Tengo en mi dormitorio un espejo alto, que también le perteneció a ella, donde me miro desnudarme y después ponerme, una a una, sus prendas. No me disfrazo solamente de un mujer, sino que soy además una mujer anciana ¿Lo entienden? Tengo obscenas inclinaciones por lo senil. ¿Que por qué lo hago? No tengo la menor idea. Son de esas acciones tan íntimas que no requieren verbalización, siquiera mental, de lo que pretenden; son acciones sin más, no sin significados, sino que ocultos, adosados a mis órganos. No puedo dejar de hacerlo, me provoca un extraño placer que nada ni nadie me proveería de otra forma. Cuando el hijoputa que encuentre este cuaderno lo lea, tendré recién la intención de buscarle alguna respuesta coherente, y como ya supondrán, ya estaré muerto. Conmigo se irán todas mis mujeres a la tumba; el travesti espiritual que soy.



5.La escena de la pelirroja y el Chamamé.

En el Chamamé conocí a Barthes. Iba acompañado de una muchacha de teñido pelo rojo y cortado en forma de un prominente hongo, a la que presentó como su amiga. Supe de inmediato que era de verdad su amiga, y no su novia con solo darle la mano: parecía un trapo de terciopelo. Aún no tengo claro si me enamoré de inmediato o si fue en el transcurso de la noche, después de verle fumar uno de su cigarrillo con ese delicado refinamiento francés que aún me saliva. Me dijo que era hijo de doctor, y que su madre había muerto en el Mediterráneo, en un naufragio. Que por el momento se dedicaba a la fotografía y que Nitza —la pelirroja— era su modelo. Le contesté que Nitza no era lo que se llamaría el prototipo de una “modelo”, y luego agregué —de lo cual aún me arrepiento—: «se parece a un canario.» Se rio de mi comentario y con suavidad buscó en el bolsillo de su chaqueta unas fotos. Eran de la sesión de aquel día. Me regaló una, que aún conservo. Aparece el rostro de Nitza en sepia dando vuelta su cabeza, con naturalidad, hacia el objetivo —me imagino a Barthes llamarla de repente de un grito, y ella girar su cabeza para ser capturada en su realidad. Así mismo, el talante de Nitza es de lo más peculiar; es como el de aquellas mujeres que provocan temor, ya sea por respeto, ya sea por horror. Me parece de una belleza desopilante.  

 
                                                                                                     [6]

Además del saludo que brotó de su boca, recuerdo que habló otras cosas: nos contó a mí y a Barthes, ya sentados a la mesa, descansando de bailar y bebiendo Martini, la historia de su padre: había sido un importante periodista de un semanal financiado por el PC argentino, agregado cultural en Cuba y activista político opositor al régimen. Como es de esperar, Videla lo mandó a matar, en Buenos Aires, por allá a finales de los 70. Cuando se dispuso a contar cómo había sido su muerte, pedí disculpas y me retiré al baño, me tenía un poco harto; en cualquier caso, prudente y educado como soy, no le comenté inmediatamente lo bien merecido que se lo tenía el rojo culiao.
La volví a ver unos años después en la hostal de Öschla. Al parecer tenía algo con Diecz, el guapote que vive aún en una piececita en el segundo piso; pero también la vi con Jorge Malabia, que le arrendaba una de las tantísimas habitaciones a la señora Litty, una vieja usurera, dueña de cuadras completas en Santa María, sepa quién por qué. (En este pueblo miserable cada uno tiene, a su manera, su pequeño delito que guarda recelosamente.) Y así se la pasaban Malabia y Diecz, peloteándosela, o ella peloteándose entre ambos obstinadamente. Me parecían tan sucios, tan promiscuos, y me imaginaba el semen de uno tocando la punta de la verga del otro dentro de su útero, como si no tuviera tiempo entre una y otra para que absorbiera el semen su organismo: la pelirroja debe haber tenido un batido de esperma dentro; me daban asco a reventar. De todas maneras, a pesar de cualquier suposición, Nitza es o era bisexual; lo tengo bien claro: aquella noche en el Chamamé, muy cerca del cierre la vi con una muchacha, un poco gorda, besándose y masajeándose el poto mutuamente. Con Barthes las mirábamos desde nuestra mesa, y me comentaba, con un aire soñador, que aquella mujer era todo un caso. Le pregunté a qué se refería. Me contó que en realidad el padre de Nitza no había muerto, sino que había desaparecido —que para el caso de las dictaduras latinoamericanas es lo mismo—; que ella se inventó una historia acerca de un atentado en contra de su padre, que ella imagina que vio y dejó traumada; pero lo que pasó en realidad es que su padre salió una mañana, publicó una carta abierta en el periódico en el que escribía y después de almuerzo, en los alrededores de la Plaza de Mayo, se le vio por última vez. «A veces es mucho más sano una mentira piadosa, que un misterio sin resolver», terminó Barthes con ese tono que me volvía loco.


6. La escena de la expiación, o sea, del crimen.

Este hecho me condujo hasta acá, a este Purgatorio insípido, desabrido incluso para los que ya están muertos. A grandes rasgos, lo que hubo es muerte, la más sencilla y más pura muerte, y con eso, creo, siempre ha sido suficiente. Iba con las muelas hinchadas, con el sabor a fierro de la sangre que emanaba de las costuras carnosas de mi boca. Debíamos juntarnos a las diez menos cuarto en la planta baja del Berna. Yo tenía que estar a lo menos a las nueve, cruzando la calle, en la Plaza Nueva, para ver si el hombre sospechaba de algo y se presentaba antes en el lugar para tantear el terreno. Llegó puntual. Iba con su terno gris y un maletín bajo el sobaco; era profesor de idiomas, seguramente venía de la Escuela Normal, que son unas diez cuadras por calle Unamuno, hasta quebrar por Girondo. Esperé a que se instalara en alguna mesa, y solo después me dispuse a entrar en el Berna. Mi señal era pedirle un vaso de agua en la barra a Larsen, quien era el que estaría de turno, mi cómplice. (En aquel entonces, Larsen ya había perdido el prostíbulo por unos asuntos con impuestos internos —solía decir que era una rotunda estupidez: «¡no puedo dar boleta por vender coca, les falla la cabeza a estos pibes!».) Luego debía actuar que me sorprendía de ver al hombre ya sentado en una de las mesas; me acercaría y me acompañaría un camarero que pediría la orden del otro comensal, o sea, al hombre que yo mataría. El motivo que inventé para entrevistarme con él, fue la oportunidad de hacer un negocio de hotelería, en el que le ofrecí ser mi socio. Su esposa trabajaba en el rubro, dando pensión. El interés resultó casi instantáneo, pues quería que su señora descansara de una vez; había trabajado desde los diez años sin parar; por lo que con este negocio la libraría a ella de responsabilidades y preocupaciones. Era todo, por supuesto, una sorpresa para ella. Luego de trazar unas someras líneas de lo que constaría el trato, le entraron ganas de ir a mear. Era parte del plan. Larsen le había echado un diurético a su bebida, y el camarero se encargó de servírselo especialmente a él.
Entonces, el hombre se alejó hasta la parte trasera del Berna, donde estaban los baños. Era una suerte de hangar profundo cuyos objetos se perdían en la oscuridad. El sector del baño era una pequeña ampolleta colgando de quizás donde, que alumbraba una puerta blanca. El baño mismo era como un cápsula cubierta de cerámico barato. No habrá medido más de dos metros cuadrados. Estaba el wáter, el lavamanos y un meadero, y no cabía más que una persona dentro. El hombre yacía de espaldas a mí, meando, cuando abrí la puerta. Se dio vuelta con sorpresa, pero al verme esbozó una sonrisa; me preguntó que si también tenía ganas, yo le devolví la sonrisa pero con mi entrecejo estático, mirándolo de abajo hacia arriba. Saqué el pequeño cuchillo largo de mi padre, esperé a que se la sacudiera y se diera la vuelta hasta quedárseme mirando de frente. Se lavó las manos, primero. Tenía yo mis manos ocultas tras la cintura. Cuando su cuerpo giró, lo hice. Le enterré el cuchillo en el centro de su prominente manzana de Adán. Un gorgoteo de sangre y ruido se fraguó en su garganta, y se silenció por fin a los pocos segundos. Cayó al suelo con los ojos muy abiertos e idos, divisando la nada sobre mi cabeza. Lo cogí del hombro para acostarlo y lo senté sobre la taza del wáter. Quité rápidamente el cuchillo de su garganta, saqué el trapo que llevaba en el bolsillo trasero de mis pantalones verdes; me costó sacarlo pues son muy ajustados. Limpié la hoja, y le metí el paño en la boca; la sangre ya empezaba a formar un charco en el borde del wáter. Cerré la puerta y me dirigí de nuevo hacia nuestra mesa. Me senté rápidamente y me bebí mi vaso de agua. Hice un gesto alto con la mano, me levanté y me fui del lugar sin mirar a nadie: eso es lo que se suponía que debíamos hacer en señal de haber terminado la faena. Junta Larsen estaba en la barra, y era quien debía dar consecutivamente un grito en clave para señalarle a los correspondientes que fueran a deshacerse del cuerpo: la clave esta vez, si mal no recuerdo o si escuché bien, fue: «¡un London Collins para la 8!» Ese trago no existe. Era un chiste interno. Me fui caminando con las manos dentro de mis apretados bolsillos hasta la plaza grande, y luego corté por Mandrake, hasta Tomasi de Lampedusa.
Iba camino a casa de Barthes, a orillas de la playa. Iba a seguir enamorándome y con esto quiero decir, quizás, que quería esconderme.





















[1] Código de honor propio de la mafia siciliana, que consta básicamente en no delatar a implicados ni dar información comprometedora que afecte a miembros de la familia.
[2] El padre de Giuseppe Briganti, el comandante Salvatore Briganti, participó asiduamente de las veladas en casa de Mónica Lane (prima en segundo grado de Jorge Malabia), junto con un grupo de refugiados italianos neofascistas, comandados por Stefano Delle Chiaie —involucrado en la conocida Operación Cóndor—, que pasaron una temporada en ella mientras se coordinaban los asesinatos a Carlos Altamirano y Bernardo Leighton. En esa misma casa se llevaron a cabo secretas reuniones con Augusto Pinochet y altos mandos de la DINA.

[3]  Dos fragmentos de la declaración que prestara Briganti por la detención de Sebastian Diecz y Sei Shikibu (alias La Japonesita) por presunto narcotráfico (transcripción del audio):

«…no era necesario cerrar con llave la habitación, nunca lo he hecho. A pesar de algunas abominables diferencias, Oschla me parece una persona correcta. Le arriendo la pieza lo que ya pronto serán 5 años. La conseguí en ese tiempo a precio irrisorio, y a pesar de todos los infortunios de nuestra economía, nunca me ha subido ni un solo peso. No soy de hablar mucho con los demás moradores de la casa de Oschla, me parecen la mayoría un desastre; borrachos y drogadictos, ociosos, fracasados. Este tal Sebastian es ejemplar. Y con Oschla he tenido que mantener las distancias prudentes, pues políticamente no somos muy afines. Aunque ella también repudie, como yo, toda la política genocida estalinista —ella por supuesto piensa que Holodomor fue un genocidio propiamente tal, ¿lo conocen?…le parece una barbaridad, tal como a mí, es insólito que aún se defiendan esos ineptos comunistas con argumentos tan débiles… »

«¿del uso de armas?…Öschla sí, tenía un fusil en su armario. Había aprendido en la guerra a dejar armado un fusil en menos de un minuto. Su habitación da justo debajo mi piso. La escucho cantar (pues es lo que hace cada noche) canciones ucranianas a sus hijos, que ya tienen más de 15 años, para que se queden dormidos. Mire comisario, la guerra le enseña a la gente a estar más tranquila que la que no ha estado en la guerra. Eso lo aprendí de mi padre. La guerra hasta cierto punto es incluso sana…»

[4] Se puede percibir en el presente párrafo la parodia, sino indiscretamente el plagio de una escena aparecida en Confesiones de una máscara, primera novela del escritor japonés Yukio Mishima (Tokio, 1925 – 1970), en la que el protagonista también se masturba con una reproducción de la pintura de Reni, el pintor italiano postrenacentista. (N. de la E.)
[5] Se refiere a las lesbianas (N. de la E.)
[6] El retrato en realidad corresponde a la poeta rusa Marina Tsvietáieva a los 33 años, en París, 1925 (N. de la E.)

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