sábado, 12 de septiembre de 2015

UN CUENTO NORTEAMERICANO/ 9NA ENTREGA

9








Era la señora Applebaum la que ahora golpeaba la puerta de Sylvia.
―Sylvia! Sylvia! ―golpeaba frenética― abre de una vez esa puerta.
―Si no la abre voy a echarla abajo ―decía amenazante el señor Applebaum arrugando la nariz, y poniendo sus obesos brazos en posición de combate.
―Déjenla allí, es lo mismo, es como si no estuviera ―hablaba fuerte y engorroso desde la cocina el gordo Matt, mientras le daba gustosos mordiscos a una hamburguesa con tocino y pepinillos.
La señora Applebaum tocaba y tocaba la puerta, con la palma abierta, y gritaba su nombre. Daba la impresión de que se podía quedar perfectamente el resto del día haciendo lo mismo, sin meditar otra opción.
―¿Y las llaves? ―dijo alumbrado el señor Nash.
 ―No, no. El antiguo dueño nunca nos las entregó, ¿recuerdas, Nash?
La señora Applebaum llamaba a su esposo por su nombre sólo en contadas ocasiones: cuando éste estaba metiendo la pata en público, cuando se peleaban, o cuando ella misma estaba en extremo tensa, lo que era rarísimo. La nerviosidad no era lo suyo, pero sí había momentos en que necesitaba que el mundo la dejara en paz, que nadie metiera las narices ni a medio centímetro de su campo de acción. Tendía, en este estado, a caer en movimientos compulsivos y repetitivos; en una suerte de ejercicio catártico.
―Quizás se halla cortado las venas, quién sabe ―se escuchó a Matt, sorbiendo una coca-cola, unos escalones arriba, a mitad de la escalera.
―¡¿Puedes dejarte de hablar tonterías, Matt?! ―le increpó su madre― Sylvia! Sylvia! ―y siguió golpeando y golpeando con la palma la blanca e inocua puerta.
―¡Pero si está loca! No creo que se haya escapado con un chico al cine, ja! ―siguió el gordo Matt.
―¡Cállate! ¡Cállate! (shut up en inglés) ―lo retó su padre, puntilloso, casi enfurecido, con una seriedad que se convertía lentamente en horror ―Voy a echar abajo la puerta, no importa lo que me digas.
―¡No, Nash, cálmate!, déjamelo a mí.
―¿Te la vas a pasar toda la tarde golpeando la puerta? Yo lo dejo, quizás le pasó algo.
―No te atrevas Nash. No por una niña malcriada vas a romper una puerta, ¡dios mío!
―Já!, ¿una puerta? ¿Y si esa niña se ha hecho daño, ah? ¿Qué me dices? ―quedó como helado un momento, sorprendido por sus propias palabras. Matt lo miraba crédulo, acongojado. La señora Applebaum apoyaba su frente en la puerta, con los ojos cerrados. Ya no la golpeaba.  
Se hizo un silencio perturbador.
―Las llaves están en la despensa de la cocina, en la caja redonda de galletas― dijo entre dientes la señora Applebaum, resignada.
―Pero qué…― no alcanzó a terminar el señor Nash, sorprendido por la mentira de su esposa.
Nunca, jamás, en sus 22 años de matrimonio le había escuchado una mentira.
        Sus ojos la miraban de otra manera.
En eso el gordo Matt se apuró a ir a por ellas, en un reflejo a la vez morboso y de nervio. Se sentía tronar su anatomía bajar el resto de las escaleras, en tanto el señor Applebaum aún miraba, estático, a su esposa con afectada expresión.
Mientras se escuchaba al gordo revolver en la despensa  bolsas de snacks y comida enlatada en busca de la mentada cajita de galletas, el señor Applebaum, con la pura mirada, le exigía a su esposa una explicación.
―No iba a llegar a estas consecuencias por una niña caprichosa, Nash ―contestó secamente.
―¿Qué, consecuencias?, pero de qué hablas ¡¿Qué consecuencias, por el amor de dios?!
―¡¡Es una niña malcriada, cómo quieres que le prestemos tanta atención!! ―asestó saliéndose de sus ribetes ―Solamente lo hago porque tú estás preocupado de que se halla hecho daño.
―No me metas a mí en eso, tú-me-men-tis-te ―la increpó acentuando con el dedo, apuntando el suelo― ¿Sabes lo que significa eso? ¿Crees que podría volver a confiar en ti? pero es que… ―se da la vuelta con la mano en la frente― oh por dios, no puedo creérmelo, tú mintiendo, es absurdo ―como riéndose de la situación― no me lo puedo creer, sabes? De verdad que no me lo puedo creer… ―movía la cabeza negando.
―No seas exagerado, Nash. No te voy a dar más explicaciones. Sylvia es una chica malcriada, y es por culpa tuya, ¡pero si no puedes ni controlarla!
        El gordo Matt subió enrojecido del cansancio, con la lengua afuera,  jadeando, con las llaves colgándole de un dedo. El esfuerzo lo hizo detenerse frente a su padre y dar un hondo respiro antes de entregárselas.

El señor Applebaum, con la expresión grave y el ceño fruncido, metió ―al fin― la llave en la cerradura.





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