jueves, 10 de septiembre de 2015

MONTAIGNE Y SUS ROSTROS/ EL NACIMIENTO DEL ENSAYO, por Enrique Vila-Matas

                       

            Se sabe que en 1939, en visita a Freud, un joven Dalí hizo un esbozo o apunte rápido del fundador del psicoanálisis, y lo dibujó moribundo. Y también se sabe que, cuando Freud pidió ver el dibujo, Stefan Zweig no quiso angustiarlo y se negó a mostrárselo. Entonces Freud, cambiando de tema, le dijo a Dalí que le habían entrado deseos de saber cómo era la pintura de su generación. ¿Y cómo era? Ni siquiera Dalí podía imaginarlo. Quedaban sólo unos días para que Freud muriera y Stefan Zweig leyera en su funeral la oración fúnebre. Y también faltaba poco para que se supiera que la pintura de la nueva generación era un siniestro apunte dramático, el dibujo de la muerte. 


                                                Retrato de Sigmund Freud, Salvador Dalí


                Con la llegada de la Segunda Guerra Mundial, el dibujo de la vida desapareció brutalmente del rostro de Europa. Y Stefan Zweig fue a buscarlo, huyendo del terror nazi, en la fisonomía de Michel de Montaigne, que en el siglo xvI inventó el género del ensayo en la torre de su castillo próximo a Burdeos, donde decidió dibujarse a sí mismo en su verdad ordinaria. Toda la literatura de la época moderna nacería en lo alto de esa torre, en el momento exacto en el que Montaigne confesó, al comienzo de los Ensayos, que escribía con la intención de conocerse a sí mismo. Hoy sabemos ya perfectamente qué clase de consecuencias trajo aquello. No mucho después de que en la escritura empezáramos a «buscarnos a nosotros mismos», comenzó a desarrollarse una lenta pero progresiva desconfianza en las posibilidades del lenguaje y el temor a que éste nos arrastrara a zonas de profunda perplejidad. A principios del siglo pasado, la carta ficticia en la que Hofmannsthal (en nombre de Lord Chandos) renunciaba a la escritura precedería a casos como el de Fernando Pessoa, que percibió muy pronto que la materia verbal no podía llegar a ser nunca una materia plenamente transparente y, consciente de esto, se fraccionó él mismo en una serie de personajes heterónimos: toda una estrategia para poder adaptarse a la imposibilidad de afirmarse como un sujeto unitario, compacto y perfectamente perfilado. Era la misma imposibilidad que, discurriendo acerca de los diferentes estados cotidianos de su humor, ya había apuntado el propio Montaigne en sus ensayos. De hecho, en su libro inacabado sobre el pensador francés, Zweig insinúa la existencia de más de un rostro de Montaigne cuando comenta que, en un primer momento, éste escribió para sí mismo y que sólo con la publicación de los dos primeros volúmenes de sus Ensayos se sintió de pronto convertido en un escritor, y por eso proyectó su sombra en los Ensayos posteriores. «Todo público es un espejo», dice Zweig. «Todo hombre presenta otro rostro cuando se siente observado. Apenas han aparecido los dos primeros volúmenes, Montaigne empieza de facto a escribir para los demás. Comienza a rehacer los Essais.» Montaigne y sus —como mínimo— dos rostros, así como Pessoa y sus heterónimos, podrían ser algunos de los escritores encuadrados en lo que Jordi Llovet calificó de capítulo rarísimo y todavía por escribir de la historia del género épico. Ese capítulo incluiría a todos aquellos —desde Montaigne y Cervantes hasta Kafka, Musil, Beckett, Perec— que lucharon con un esfuerzo titánico contra toda forma de fingimiento o de impostura. Una lucha de evidente acento paradójico, pues quienes así combatieron fueron escritores que vivieron anegados hasta el cuello en el mundo de la artificialidad y de la ficción. Sea como fuere, de esa tensión han surgido las más grandes páginas de la literatura contemporánea. 



                                                                  La torre de Montaigne


               Con todo, ni la decisión pionera de dibujarse a sí mismo ni ese ahogo metafísico en el mundo de la artificialidad fueron los aspectos que más interesaron a Zweig cuando, huyendo del dibujo nazi de la muerte, se dedicó a escribir —en libro póstumo, interrumpido por el suicido— su biografía de Montaigne, en quien admiraba, por encima de todo, su noble esfuerzo por salvar la independencia personal en una sociedad fanática y destructora. Sobre ese factor heroico se centra su libro. Y aun siendo muy certero el apunte moral sobre la condición de Montaigne de obstinado dibujante de su propia vida, de escritor que pensaba que lo más importante del mundo era «saber ser uno mismo», habría resultado fascinante que Zweig también hubiera profundizado en el tema —sólo esbozado en el libro—de esa tensión que surge de la lucha titánica contra toda forma de impostura y que Montaigne conoció muy bien. 
          Ambiguamente limitado por la pátina de ficción que le ahogaba en su segunda etapa —cuando ya escribía sabiendo que lo leerían—, Montaigne vio que su pensamiento vagabundo, por muy paradójico que resultara, no sería nunca nada sin la ficción, y menos aún sin la tensión que ésta originaba en su convivencia con la búsqueda de sentido. Ésa es la tensión por la que Zweig pasa de puntillas en su libro, aunque él mismo es quien la sugiere abriendo futuras brechas reflexivas al hablarnos de la existencia —como mínimo—de dos Montaigne: «En general, la primera versión de los Essais, la que menos dice de su persona, es en realidad la que más dice. Es el Montaigne auténtico, el Montaigne de la torre, el hombre que se busca a sí mismo. En ella hay más libertad, más sinceridad. Ni el más sabio escapa a la tentación. Primero quiere conocerse; después, mostrarse como es.» 
            Tuvo que haber un tercer Montaigne, anterior a estos dos, el que se sentó un día a escribir para buscarse a sí mismo. Pensar en ese tercer hombre nos llevará siempre a vivir en la sospecha de que la gran escritura, la que capta la indefinible esencia del gran dibujo de la vida, no siempre es legible, a veces simplemente se aposenta en nuestro propio aire, como una especie de cante hondo, o como esa música callada del toreo, de la que hablara Bergamín. 


Extraído de Dietario voluble de Enrique Vila-Matas. 2008, ed. Anagrama. Barcelona.



Enrique Vila-Matas, nacido en Barcelona en 1948. Se dio a conocer al gran público como narrador con La Asesina Ilustrada (1977): historia en y sobre un libro que asesina a quien lo leyere; genial relectura del Necronomicón lovecraftiano. Luego le siguieron los notables Historia abreviada de la literatura portátil (1985), donde se da a conocer la ficticia, pero no menos recurrente, conspiración shandy; Suicidios Ejemplares (1991), conjunto de relatos; Bartleby y compañía (2000), una reflexión, a partir del paradójico personaje de Melville, sobre los escritores que han dejado de escribir; El Mal de Montano (2002), andanzas de un "enfermo de literatura". También es un destacado ensayista, siendo  El viajero más lento (1992) y Desde la ciudad nerviosa (2000) sus libros más importantes en dicho género. Es miembro de la Orden del Finnegans, grupúsculo de  ávidos lectores del Ulysses de Joyce, quienes cada 16 de junio se reúnen en Dublín a celebrar el Bloomsday. 


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