lunes, 7 de diciembre de 2015

LA PATRIA ELÉCTRICA/ I. EL DELITO






No comprendo ni jota —le respondió su nariz—, 
por favor explíquese con más claridad.

Nikolai Gógol




  No se puede ir andando bajo el sol de Santa María, con una resaca de la puta y el demonio, sin beberse antes una cerveza en el Berna. Es lo que suelo hacer luego de alguna de esas olímpicas borracheras. Me siento en las mesitas pequeñas de madera con las vetas al aire. Levanto el brazo y le pido al camarero «una botellita de litro», y cuando le digo esto él ya tiene en cuenta que debe ser una Bear Beer. Me conocen allí, no soy nuevo en esto. Por regla me bebo dos, después me voy, medio tocado y hecho un chaplin, a la Marinetti, en el ala norte de la ciudad. Por la Girondo enfilo derecho unas diez cuadras hasta cruzarme con calle Mandrake, frente a la estación de bomberos, y de ahí camino hasta esquina calle Aldecoa. Y en ello me encontraba aquel día, en un estado de gracia, como el de un santo, entre medio ebrio y medio feliz, consciente en cualquier caso. 
  Este estado intermedio, de semi-embriaguez, lo descubrí y degusté en mi temprana adolescencia, a sazón de uno por semana (estudiaba en Rosario y vivía solo, y nada me importaba.) Me sorprendió que nada ni nadie se refiriera a este estado con la seriedad que a mí me respecta. Eso hasta que me fueron revelados los tres estados que el poeta sanmariano Gonzalo Millán González definía para una resaca retocada con cervezas. Recuerdo que esto se lo escuché decir a otro poeta sanmariano en una presentación de un texto póstumo —el poeta Millán había muerto hacía ya diez años. Los tres estados lamentablemente no los recuerdo, pero tenían nombres curiosamente técnicos, algo así como el punctum o el studium de Barthes, y se diferenciaban básicamente por la calidad de la contemplación, y por la apertura imaginativa. ¡Qué mejor que escribir poesía con el alba, y medio ebrio! Yo, por mi parte, procuraba levantarme con el sol, ir al Berna o al Club Progreso, que queda en frente de la pieza que Malabia le arrienda a una señora —viuda de poeta, según ella— llamada Litty; y luego, poseído por la gracia del alcohol y la mañana, pasear por la ciudad, descubrir sus ocultas costuras y sus habitantes; para terminar robando libros en la Marinetti, pues a mi modo de ver, en aquel estado me hago indetectable. 
  Y en ello estaba aquel día, como dije, hasta que caí. 
  La tentación fue una finísima selección de los artículos de Die Fackel de Kraus editado por Acantilado. En cuanto entré en la librería me saludó el librero de turno, a quien conozco de hace algunos años, y me invitó a mostrarme las novedades recién llegadas de España —nuestros proveedores cerebrales, decía— donde vi el susodicho mamotreto de Kraus que me encandiló en sordina y me hizo pensar inmediatamente en cómo obtenerlo. Eché un vistazo al margen de la página cordial donde pude ver la cifra: 64.000 pesos, unos 110 dólares. Tragué saliva y procuré esconder mi regocijo. La librería constaba de seis mesones largos dispuestos a lo largo del salón, cada uno con el membrete de una sección definida, y muebles altísimos, diría que casi de cinco metros, repletos de libros, usados y nuevos, a los que se les alcanzaba a través de una escalera rodante. El librero (al que ya no tengo problemas en llamarle por su nombre: Gutenberg, Gutenberg Belo, un personaje lamentable por donde se lo mire, mezcla de vanidad y etérea erudición de editor o vendedor de diarios; con el nombre de aquel quien inventara la máquina que nos ofrece hoy nuestros libros) me mostraba indemne al paso del tiempo, en una provincia perdida, en el centro de Latinoamérica, lo que nos ofrecían las sagradas editoriales españolas. 
  Mi interés, por supuesto, no dejaba de ser Kraus, por lo que lo tenía cerca, bajo la palma de mi mano izquierda, entre tocándolo y no; meditando qué hacer. Un qué hacer intrínsecamente leninista, es decir, cómo sacar ese libro de allí sin pagar ni un solo peso. Gutenberg —el Idiota, lo llamaremos ahora— me daba la lata con los diarios de la locura de Louis Althusser que había publicado hacía poco una editorial carísima, me parece que Herder o Siglo XXI. Yo calculaba, palpando el bolsillo de mi abrigo, si las dimensiones del libro se ajustaban. Fueron unos minutos de cinismo, y cuando le pedí uno de los libros que se encumbraban en las alturas de esos muebles interminables, y el Idiota se disponía a escalar para alcanzarlo, me metí inescrupulosamente el libro en el bolsillo. Supuse que lo había hecho bien, no dejé de mostrar mi bucólica sonrisa cuando se volteaba para cerciorarse del libro que le pedía, e intenté meter el menor ruido posible. El bulto, si le hacía un hueco dentro de mi abrigo, pasaba desapercibido.
  Pero cuando el Idiota bajó, fue que me preguntó:
  —¿Qué has hecho?
  —¿Qué? — le pregunté frunciendo el ceño; en ese momento no creí que me fuera a regañar por el robo, pues juraba de rodillas que no se había dado cuenta.
  —Te has metido algo en tu chaqueta, te he visto.
  —Pues qué va a ser, la mano, ¿no? —le respondí en clave de humor.
  —La mano con algo en ella diría yo —alzó la vista inquisidor, y con un dejo de tontería.
  —A ver, ¿qué me quieres decir? —cambié a un tono ofendido.
  —Lo que escuchaste —y se cruzó de brazos.
  —Ah, déjate de tonterías, dime de una vez, pareces un lunfardo asexuado[1].
  —¿Qué? —me preguntó descolocado, aparentemente no sabía lo que era lunfardo, bueno, yo tampoco lo sabía, y no supo si callarse o si seguir con el interrogatorio. —Te has metido un libro en el bolsillo, te he visto— dijo por fin, categórico.
Miré a mis dos lados como rastreando a una mosca inexistente, y luego fijé mi vista en él, y con el tono más hipócrita e histriónico le dije:
  —Pues bien Guti (sus familiares le decían Guti), sí, me metí un libro en mi chaqueta, y me iré con él a mi casa, y lo leeré recostado en mi catre, lo subrayaré, tomaré notas en los márgenes y le pondré mi nombre en el reverso de la tapa con un lápiz de tinta imborrable. 
  Luego de un silencio meditativo, me increpó diciéndome algo asi: primero, que me encerraría en el sótano; segundo, llamaría al junior   —un italiano enorme y estúpido— para que me diera una paliza; y, tercero, me llevaría hasta la oficina —a unas cinco cuadras de allí— de don Juan Urbe —el gerente, un cerdo por donde se lo mire— a explicarle mi ilícito, para finalmente llamar a la policía.
  Cuando terminó con esa parrafada con el tono de niño acusete y llorón, lo miré fijamente.
  —No te hagas el correcto, Guti —le dije paladeando bien mis palabras— conozco tu historial. Te dejé más de una vez, cuando trabajaba acá, robarte libros; después ya había perdido la cuenta. Tú creías que pasabas desapercibido, pero no creas, yo tengo tres ojos. Eras un vil ladrón de libros antes de que este hijoputa te contratara. Aún más, ¿quién se fía de que no lo sigas haciendo?, tienes todos los libros al alcance de la mano. ¡No me veas la cara, mariconcito! Es cosa que le muestre tu biblioteca a cualquiera y la compare con las pérdidas que hay aquí; le gustará a Jux darse cuenta, ¿no lo crees? ¿O piensas que nadie se ha dado cuenta de por qué no quieres que entren a tu habitación, ni siquiera tus conocidos? Me crees imbécil, ¿ah?
  »Así que —continué— me vas a dar el paso y me iré de esta librería y tú no harás otra cosa que callarte y todos quedaremos muy felices con nuestros libros robados en casa, hijoputa, hojeándolos y escribiéndoles nuestros nombres en la tapa.
Oí cómo rechinaba sus dientes y me miraba con odio. Sin dejar de hacerlo levantó el auricular de un teléfono rojo que tenía a un costado. El muy hijoputa lo iba a hacer… Abrí los ojos como un aldeano exorcizando un hechizo.
  —Pues entonces díselo tú mismo a Don Juan, ¿se conocen bien, no? —me instó con sorna.









[1] Lunfardo, según la RAE, también puede significar delincuente; creemos que Diecz lo usa con esta intención; su acepción peyorativa, lo que, dicho sea de paso, podría no gustar a los entendidos (N. de la E.)

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