Las conexiones de la baja con la
alta cultura, de lo popular con lo docto; o aquel afán borgeano de hacer de un
cuento policial como lo es La Muerte y la Brújula a la vez una muestra, ensayística
quizás, de diversos saberes místico judíos, es de lo que trata la nueva novela
de Laurent Binet, La Séptima Función del
Lenguaje, publicada en Francia el 2015, y recién traducida en España este
2016. Sin denostar con pomposidades, los ejemplos que acabo de dar, y
especialmente aquella fórmula pop + docto, se muestran de una manera soberbia
en la que, a mi parecer, será la novela fundacional de un nuevo género: el
policial-académico. ¿De qué estoy hablando? Escuchen a grandes rasgos de lo que
trata esta locura: Roland Barthes es atropellado la tarde del 25 de marzo de
1980. Su cuerpo se la pasa en la morgue días sin ser reclamado. Sus más
cercanos estaban acostumbrados a las desapariciones sin señales del semiólogo,
por lo que la noticia se demoró en darse a conocer. Sin embargo, quizás un poco
antes (como intuyendo un eventual siniestro) o un poco después, los servicios
secretos franceses sospecharon de un atentado, de que Roland Barthes fue
asesinado. Es así que Bayard, un policía con tendencias fascistoides, se hace
cargo de la investigación, apoyándose en las pesquisas que irá recogiendo Simon
Herzog, un joven profesor, ayudante en la Sorbona, de tendencias diametralmente
opuestas a las de su compañero de peripecias y que se transforma así en la
fuente de reflexiones de la novela. De esta dupla se bifurca una trama policial
de lo que sería una especie de conspiración internacional uno de cuyos
objetivos era Barthes, y por otra la eterna discusión acerca de las funciones
del lenguaje que se han ido llevando a cabo desde la fundación de la escuela
estructuralista francesa.
Los cortejos que han tenido los
escritores “serios” a lo largo del siglo XX con el género, como Gombrowicz que
quiso que su Cosmos se cimentara sobre una intriga policial que diera pie a
reflexiones en torno a un dilema metafísico ―las banales formas de la muerte; o
Fernando Pessoa en el Banquero Anarquista; encuentran en la novela de Binet su
ícono, la discreta forma de un género que durante décadas pugnó por darse a
conocer.
Dejo aquí, para vuestro deleite depredador,
el primer capítulo de esta novela que espero, llegue antes de navidad a Chile,
no por tener intenciones de regalarla, sino porque después de las fiestas me
quedo sin plata hasta quizás qué meses.
1
La vida no es una novela. Al menos eso es lo que a ustedes les gustaría creer. Roland Barthes sube una vez más por la rue de Bièvre. El mayor crítico literario del siglo xx tiene sobrados motivos para estar angustiado en grado sumo. Su madre, con quien mantenía unas relaciones muy proustianas, ha muerto. Y su curso en el Collège de France, titulado «La preparación de la novela»,ha resultado un fracaso del que difícilmente puede sustraerse: durante todo el año ha estado hablándoles a sus alumnos de haikus japoneses, de fotografía, de significantes y significados, de divertimentos pascalianos, de camareros de café, de batas guateadas o del número de asientos en el anfiteatro, de todo menos de novela. Y va para tres años así. Sabe irremediablemente que el propio curso no es más que una maniobra dilatoria para aplazar el momento de empezar una obra verdaderamente literaria, es decir, una que haga justicia al escritor hipersensible que está aletargado en él y que, en opinión de todo el mundo, ha empezado a dar brotes con su Fragmentos de un discurso amoroso, considerada ya la biblia de los menores de veinticinco años. De Sainte-Beuve a Proust, ya toca cambiar y ocupar el sitio que le corresponde en el panteón de los escritores. Mamá ha muerto: se ha cerrado el círculo que se abrió con El grado cero de la escritura. La hora ha llegado.
La política, sí, sí, ya se verá. No
se puede decir que sea muy maoísta, después de su viaje a China. Por otra
parte, no es eso lo que se espera de él.
Chateaubriand, La Rochefoucauld,
Brecht, Racine, Robbe-Grillet, Michelet, Mamá. El amor de un chico.
Me pregunto si ya habría entonces
algún «Vieux Campeur» en el barrio.
Dentro de un cuarto de hora estará muerto.
Dentro de un cuarto de hora estará muerto.
Estoy seguro de que el papeo era
bueno en la rue des Blancs-Manteaux. Imagino que se come bien en casa de esa gente. En Mitologías, Roland Barthes descifra los mitos
contemporáneos erigidos por la burguesía a la mayor gloria de sí misma y, gracias a ese libro, él se convirtió en alguien verdaderamente famoso; así que, de alguna manera y en resumidas
cuentas, es a la burguesía a la que deberá su fortuna. Pero se trataba de la
pequeña burguesía. La gran burguesía que se pone al servicio del pueblo es un caso
muy particular que merece ser analizado. Habrá que escribir un artículo al
respecto. ¿Esta noche? ¿Por qué no ahora mismo? No, antes tiene que seleccionar
sus diapos.
Roland Barthes aprieta el paso sin percatarse de nada de cuanto lo rodea, y eso que es un observador nato, cuyo oficio consiste en observar y analizar y cuya vida se la ha pasado por entero rastreando signos. No hay duda de que no ve ni los árboles, ni las aceras, ni los escaparates, ni los coches del boulevard Saint-Germain, que se conoce de memoria. Ya no está en Japón. No siente la mordedura del frío. Apenas si oye los ruidos de la calle. Aquello parece la alegoría de la caverna pero al revés: el mundo de las ideas en que él está encerrado oscurece su percepción del mundo sensorial. A su alrededor, no ve más que sombras.
Las razones que acabo de evocar para explicar la actitud desasosegada de Roland Barthes están todas refrendadas por la Historia, pero tengo ganas de contarles lo que realmente sucedió. Aquel día, si él tiene la cabeza en la Luna, no solo es debido a su madre muerta, ni a su incapacidad de escribir una novela, ni incluso a la desafección creciente y, a su juicio, irremediable por parte de los chicos. No digo que no piense en todo esto, no tengo ninguna duda sobre la calidad de sus neurosis obsesivas. Pero hoy hay otra cosa añadida. En la mirada ausente del hombre inmerso en sus pensamientos, un transeúnte atento sabría reconocer ese estado que Barthes creía no volver a experimentar nunca más: la excitación. No es por su madre, ni por los chicos, ni por su novela fantasma. Es la libido sciendi, la sed de saber, y con ella, reactivada, la orgullosa perspectiva de revolucionar el conocimiento humano y, quizá, cambiar el mundo. ¿Acaso cuando cruza la rue des Écoles, Barthes se siente como Einstein cuando pensaba en su teoría? Lo único cierto es que él no camina muy atento. Le quedan unas decenas de metros hasta llegar a su despacho cuando de pronto rebota contra una camioneta. Su cuerpo produce el sonido sordo, característico, horrible, de la carne que choca contra la chapa y rueda por la calzada como una muñeca de trapo. Los transeúntes se sobresaltan. Esa tarde del 25 de febrero de 1980 no pueden saber lo que acaba de ocurrir delante de sus ojos, y no es de extrañar, pues hasta el día de hoy la gente todavía lo desconoce.
Roland Barthes aprieta el paso sin percatarse de nada de cuanto lo rodea, y eso que es un observador nato, cuyo oficio consiste en observar y analizar y cuya vida se la ha pasado por entero rastreando signos. No hay duda de que no ve ni los árboles, ni las aceras, ni los escaparates, ni los coches del boulevard Saint-Germain, que se conoce de memoria. Ya no está en Japón. No siente la mordedura del frío. Apenas si oye los ruidos de la calle. Aquello parece la alegoría de la caverna pero al revés: el mundo de las ideas en que él está encerrado oscurece su percepción del mundo sensorial. A su alrededor, no ve más que sombras.
Las razones que acabo de evocar para explicar la actitud desasosegada de Roland Barthes están todas refrendadas por la Historia, pero tengo ganas de contarles lo que realmente sucedió. Aquel día, si él tiene la cabeza en la Luna, no solo es debido a su madre muerta, ni a su incapacidad de escribir una novela, ni incluso a la desafección creciente y, a su juicio, irremediable por parte de los chicos. No digo que no piense en todo esto, no tengo ninguna duda sobre la calidad de sus neurosis obsesivas. Pero hoy hay otra cosa añadida. En la mirada ausente del hombre inmerso en sus pensamientos, un transeúnte atento sabría reconocer ese estado que Barthes creía no volver a experimentar nunca más: la excitación. No es por su madre, ni por los chicos, ni por su novela fantasma. Es la libido sciendi, la sed de saber, y con ella, reactivada, la orgullosa perspectiva de revolucionar el conocimiento humano y, quizá, cambiar el mundo. ¿Acaso cuando cruza la rue des Écoles, Barthes se siente como Einstein cuando pensaba en su teoría? Lo único cierto es que él no camina muy atento. Le quedan unas decenas de metros hasta llegar a su despacho cuando de pronto rebota contra una camioneta. Su cuerpo produce el sonido sordo, característico, horrible, de la carne que choca contra la chapa y rueda por la calzada como una muñeca de trapo. Los transeúntes se sobresaltan. Esa tarde del 25 de febrero de 1980 no pueden saber lo que acaba de ocurrir delante de sus ojos, y no es de extrañar, pues hasta el día de hoy la gente todavía lo desconoce.
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