Dejaba a un lado todas sus obligaciones, todo o urgente, y
escribía muy temprano por la mañana, con la cabeza fresca y el estómago vacío.
Tras beber un sorbo de café solo, muy caliente, dejaba el
vasito sobre su escritorio, ante el que se sentaba todos los días de su vida,
como un obrero ante su máquina, con el mismo sentido de la responsabilidad, la
fatalidad y la imposibilidad de actuar de otro modo. Todo lo que, en ese
momento, le parecía superfluo en esa mesa, lo apartaba, haciendo sitio, con un
gesto que se había convertido en algo mecánico, para poner el cuaderno e hincar
los codos. Apoyaba la frente en la palma de la mano, se hundía los dedos en el
cabello y se concentraba inmediatamente. Se volvía sorda y ciega a todo lo que
no fuera su manuscrito, en el que se sumergía con el pensamiento y con la
pluma.
No escribía en hojas sueltas, sino en cuadernos, los que fueran,
desde una libreta escolar hasta un libro de contabilidad, siempre y cuando no
empaparan demasiado la tinta. Durante los años de la revolución, se cosía los
cuadernos ella misma. Escribía con un sencillo portaplumas de madera y un fino
plumín de colegial. Nunca utilizaba estilográfica. De vez en cuando, encendía
un cigarrillo con un mechero o bebía un sorbo de café. Mascullaba, poniendo a
prueba la sonoridad de las palabras. No se levantaba de la silla, no se paseaba
por la habitación en busca de algún objeto que echara en falta: permanecía
sentada ante su mesa, como si la hubieran clavado a la silla.
Si la inspiración llamaba a su puerta, escribía lo esencial,
desarrollando su idea a una velocidad a menudo sorprendente; si sólo alcanzaba
a concentrar su reflexión, se entregaba a las tareas rutinarias de la poesía,
buscando la palabra y la idea adecuadas, la definición, la rima precisa,
suprimiendo de un texto ya terminado lo que consideraba superfluo o aproximado.
En busca siempre de exactitud, de unidad en la idea y el
sonido, llenaba una página, y otra más, con columnas de romas, decenas de
variantes de estrofas, sin tachar casi nunca lo que ya no le gustaba, sino
subrayándolo para poder seguir buscando alternativas.
Antes de ponerse a trabaja en una obra importante, se esforzaba
cuanto podía por concentrar su idea, elaborando un esquema del que no se
permitía alejarse, para evitar que la obra, al volverse ingobernable, la
arrastraba consigo.
Tenía una letra muy original, redonda, menuda y clara, que,
en los borradores del último tercio de su vida, se había vuelto difícilmente
legible debido a que había aumentado el número de abreviaturas: muchas palabras
habían quedado reducidas a su letra inicial; el manuscrito se dirigía cada vez
más a ella sola. Las características de su letra habían tomado forma muy
pronto, ya desde su infancia.
Por lo general, consideraba que no cuidar la letra era, por
parte de quien escribía, una manifestación de un insultante desdén por el
futuro lector, fuera cual fuera éste, corrector o tipográfico. Por ello
escribía las cartas de una manera especialmente legible y pasaba a limpio a
mano, con una letra muy cuidada, los manuscritos que destinaba a la imprenta.
Contestaba a las cartas enseguida, sin dejarlo para más
tarde. Si recibía alguna en el correo de la mañana, a menudo esbozaba el
borrador de la respuesta en un cuaderno, como si quisiera insertarlo en el
curso de la creación del día. Sólo en su juventud escribía por la noche. Sabía someter
a su trabajo la circunstancia que fuera; insisto: la que fuera. La capacidad de
trabajo y de organización era en ella tan importante como el don para la poesía.
Una vez cerrado el cuaderno, abría la puerta de su
habitación a todas las preocupaciones y los quehaceres del día.
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