jueves, 6 de agosto de 2015

UN CUENTO NORTEAMERICANO / 1RA ENTREGA





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       Aquel verano de 1998, para más disgusto de los habitantes de Queens, no hubo ni indicios de sol. Llovió casi un mes seguido.
La familia Applebaum se refugió en su casa lo que duró el verano. Su padre, el rubicundo y obesísimo señor Nash Applebaum, salía por las mañanas en su destartalado Buick del 91´ a comprar los víveres necesarios para pasar la tormenta: helados de frutilla y chocolate, cerveza, salchichas y hamburguesas congeladas, malvaviscos, sopa enlatada, chocolatinas, goma de mascar y papel higiénico. Al llegar de vuelta al garaje, sus hijos, Matt y Sylvia Applebaum, salían entusiasmados a su encuentro, como si su padre, a la manera de un esquimal cazador de focas, se la hubiese pasado toda la mañana taladrando duros y pesados hielajes para traer el sustento. El primero en meter sus narices a las bolsas marrones del Supermarket era Matt Applebaum, un mocoso de 90 kilos y 20 años, con debilidad por los videojuegos, la basura y la idiotez. Lo primero que hacía era abrir el tarro de helado de frutilla con chips de chocolate, de 1 litro, con un cuchillo, cosa que no lograba sino era azotándolo contra todo el mobiliario de la cocina, y derramando la mitad del helado en el suelo. Luego, sin esmerarse por limpiar, se sentaba junto a su hermana en el sofá instalado frente a un televisor de 80 pulgadas a ver la temporada completa de Friends, que el señor Applebaum —como buen veterano de los scouts: siempre listo— había arrendado en el Videoclub del vecindario, precisamente cuando todo Long Island se desternillaban en sus hogares pensando en si salir o no salir, anegados en sus casas por la tormenta. Con todo ese tiempo de vacaciones para el magnífico ocio, se le ocurrió llevarse no solo las series sino también todas las películas habidas y por haber, dejando no más que una tenue desolación en las estanterías.
Los hermanos Applebaum ya estaban instalados en su sofá cuando entra la madre en el living. La señora Applebaum, una mujer de aspecto histérico, esquelética, con un rostro donde destacaban unas imborrables ojeras mortecinas, un pelo teñido de color amarillo eléctrico, que mantenía en su lugar con una serie de rulos de colores fluorescentes y laca. Se quedaba mirando el desastre suscitado en la cocina y hablando fuerte en dirección a sus hijos, decía:
―Ey! Matt, pequeño desgraciado (esto lo decía en un susurro), dulzura, ¿qué te he dicho sobre el helado?, hay que dejarlo descongelar un momento antes de abrirlo cariño; no estaré todo este verano limpiando el piso.
―Sí, Ma―contestaba el hijo mecánica-mente, con la mente perdida en la pantalla del televisor, riéndose entre espasmos a intervalos de tiempo regulares de Bing el idiota, mientras se embadurnaba los labios con ese aceitoso helado marca Applebeans.
        La familia Applebaum era la típica familia norteamericana de clase media: poseían todo lo necesario para llevar una vida de bien: empleo, escuela, fondos para unas vacaciones decentes, seguro de vida y de automóvil, y una casa propia que pagaron a plazos sin demorarse en ni una sola cuota. No obstante, como es evidente en las clases medias del este de los Estados Unidos, si bien lo tenían todo, este todo era un desparpajo, y su signo de vida era la mediocridad más estricta. Su casa, de 2 pisos, 5 habitaciones, 4 baños y una amplia buhardilla, se llovía todos los inviernos, y las goteras obligaban a la víctima a cambiarse de habitación. Los Applebaum se la pasaban lo que durara el invierno rondando por la casa como un circo itinerante. Hubo una vez en que, luego de una fuerte pelea matrimonial, el señor Applebaum decidió irse a dormir al garaje. Allí se instaló con un colchón viejo que guardaban en el entretecho, el olor a encierro y el polvo que lo tenía casi amarillento no le importaron, y por la mañana se despertó diciendo, luego de cantar uno de esos himnos de la alegría que les enseñan en los boys-scout, que había dormido maravillosamente, que no había sentido nada de frío y los más importante, que en el garaje no había goteras. Luego de reconciliarse, dos días después, la señora y el señor Applebaum decidieron instalar su camastro de 2 plazas y media en el garaje, y pasaron ahí todo el invierno como en la más fiel comodidad hogareña.
El desastre que solía presentarse repentinamente en la vida familiar de los Applebaum siempre era considerado uno de los tantos acontecimientos naturales que les suceden a familias de su especie. Eran conscientes de su precariedad en la vida cotidiana, y no es que hicieran grandes esfuerzos por salir adelante, como eran los preceptos del indulgente american way of life, sino que la idea era vivir con lo necesario, y no morir de hambre. Por ejemplo, el día en que Matt les dijo a sus padres que repetiría por quinta vez de curso (cursaba recién segundo de secundaria y ya contaba 20 años) la señora Applebaum, sin ningún tipo de reprimenda, lo acercó a su pecho mirando con una expresión compasiva y empática para con su hijo al señor Applebaum, y éste, haciendo esfuerzos para mantener una expresión seria, le tiritaba la papada de emotividad y piedad.
Fue aquella noche que Sylvia se volvió loca:
—Me dan asco — les dijo apoyada como un James Dean en el marco de la puerta.
—Tú y tus amargas opiniones! —le increpó su madre volteando la cara como un felino—  Vete a tu habitación, no ves que mi chanchito (peggy en inglés) está en una situación delicada. Tú también pasarás por ellas, no eres perfecta!
—Ma, te recuerdo que yo ya pasé a segundo, y tengo 15.
—Pues no eres perfecta, ya te lo dije.
—No entiendes nada! – Sylvia se aceleró, y su tono era iracundo.
—Eh! Basta Sily, ya es suficiente – le dijo en tono calmado su padre
—No entiendo cómo lo complacen a él que es un idiota, y a mí no me dicen nada
—Eh, basta Sylvia!
—Déjala Pa, está celosa ―asestó Matt el gordo
—¡Nada de celosa, estúpido idiota, no ves que nuestros padres ya están por vender su ropa interior por darte de comer, sucio cerdo, y tú no haces más que llorar, y comer, y cagar (aquí su voz se quebró y ya sollozaba) idiota asqueroso! ¡Te odio! ¡Y los odios a ustedes dos también!
Los ojos del señor Applebaum se abrieron casi saliéndose de sus órbitas, quería decir algo, pero no pudo. A la señora Applebaum sus pupilas parecieron encerrarse en su cráneo, como succionadas por la impresión. Se tragó un espasmo. El gordo Matt dejó entrever su furia frustrada, pero era muy tarde, Sylvia ya había abandonado la escena subiendo en medio de un silencio tenso las escaleras hasta su habitación, en la que se encerró de un portazo.     
Nadie dijo nada.





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