Hay una frase en la
«Vida de Gray», del doctor Johnson, que bien pudo ser escrita en todas esas
salas, demasiado humildes para ser llamadas bibliotecas, aunque llenas de
libros, donde gente anónima se entrega a la lectura: «… me regocijo de
coincidir con el lector común; pues el sentido común de los lectores,
incorrupto por prejuicios literarios, después de todos los refinamientos de la
sutileza y el dogmatismo de la erudición, debe decidir en último término sobre
toda pretensión a los honores poéticos». Define sus cualidades; dignifica sus
fines; se dedica a una actividad que devora una gran cantidad de tiempo, y sin
embargo tiende a no dejar tras de sí nada muy sustancial: la sanción al
reconocimiento del gran hombre.
El lector común, como
da a entender el doctor Johnson, difiere del crítico y del académico. Está peor
educado, y la naturaleza no lo ha dotado tan generosamente. Lee por placer más
que para impartir conocimiento o corregir las opiniones ajenas. Le guía sobre
todo un instinto de crear por sí mismo, a partir de lo que llega a sus manos,
una especie de unidad —un retrato de un hombre, un bosquejo de una época, una
teoría del arte de la escritura. Nunca cesa, mientras lee, de levantar un
entramado tambaleante y destartalado que le dará la satisfacción temporal de
asemejarse al objeto auténtico lo suficiente para permitirse el afecto, la risa
y la discusión. Apresurado, impreciso y superficial, arrancando ora este poema,
ora esa astilla de un mueble viejo, sin importarle dónde lo encuentra o cuál sea
su naturaleza siempre y cuando sirva a su propósito y complete su estructura,
sus deficiencias como crítico son demasiado obvias para señalarlas; pero si,
como afirmaba el doctor Johnson, tiene voz en el reparto último de los honores
poéticos, entonces, tal vez, merezca la pena anotar unas cuantas de las ideas y
opiniones que, insignificantes por sí mismas contribuyen, no obstante, a tan
grandioso resultado.
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