Franz Kafka escribió su novela corta La Condena entre las diez y las seis de
la madrugada del 23 de septiembre de 1912.
Como se ve, ocho horas de escritura
incesante y enrevesada, de largo trance y tensión. Kafka no sólo se contentó
con ser quien descubrió (como antiguas ruinas, o ciudades inhóspitas) sino
también fue un eximio inventor, el creador de una nueva forma de escribir —la
más utilizada, la más abusada— la escritura de un tirón.
El país jamás explorado de la
imaginación —la alegoría burocrática y épica― escribiéndose de un tirón en un
pequeño y oscuro cuarto de Praga.
Hablo no sólo de un método, sino
también de una posible ética: las obras que no son gestadas de un tirón pierden
la vida, o se escriben íntegras simultáneamente o, lisa y llanamente, no deben existir. Método ético: las
obras jalonadas por muchas horas pierden la vida, mueren en el dintel del
útero.
«En el primer momento el comienzo de
todo cuento es ridículo. Parece imposible que ese nuevo, e inútilmente sensible
cuerpo, como mutilado y sin forma, pueda mantenerse vivo», escribe en su diario
dos años después.
El nacimiento muerto, la fragilidad del
comienzo, se ve, son las circunstancias que el escritor debe evitar. No
obstante, tanto para el surrealismo como para la prosa espontánea kerocuaniana,
y como en toda tradición —un saber original a partir de un hito fundacional— se
muestra en formas específicas de expresión. Entonces, lo que para Kafka es la
intermitencia del procedimiento, para el Surrealismo es el boicot de la
conciencia, las formas de arrancarla y sacar a relucir lo inconsciente, en la
escritura autómata.
¿Hay relaciones concordantes entre Kafka,
Surrealismo y carnaval freudiano? El doctor Freud, no muy lejos de allí, en su
consulta, dado al encierro cerebral escribe en sus apuntes: Methode der freien Einfälle.
En otras palabras, es el cuerpo quien
escribe, la memoria contenida en el cuerpo, a saberse, lo inconsciente. Por supuesto, algo interesante que sacar a
colación, a propósito: Kafka a la mañana siguiente al hito de La Condena, escribe en su diario que
mientras ocurría su cuento, entre
otros, pensó en su compatriota austriaco Sigmund Freud.
Quién como Freud, digo, sino a quien
atribuirle la autoría de toda estas técnicas —demasiado literarias por lo
demás—, que surgieron como formas de explicar la existencia real y concreta de
lo inconsciente, ese último territorio descubierto por el humano.
Los surrealistas demandaron
credibilidad cuando se esmeraban por explorar lo inconsciente, tal como lo hiciera a su modo la psiquiatría con
su bastión de supremacía. Por qué no podían tener su rédito allí donde los
otros ejercían su ciencia, ellos también querían investigar, con la misma
seriedad y procedimiento.
La coherencia, no obstante, en el
discurso surrealista es prescindible; incoherencia que a Kafka e incluso a
Kerouac le parecían abominables, para ellos era un efecto buscado. En cambio, éstos
querían que sus discursos se entendieran, que se lograran comunicar: el
automatismo, pues, era una fuente de forma estética, como también de
preocupación moral.
La técnica del automatismo se aprovechó
de instancias biológicas para llevar a cabo la tarea escritural: sensación de
somnolencia, utilización de drogas, meditación con lápiz en mano.
Cuando llegamos al tiempo de Kerouac,
los años 50, los surrealistas venían de baja y procuraban enterrarse en las
cloacas del arte moderno (Breton dixit) para, desde allí, seguir operando (cosa
que lograron). Sin embargo, Kerouac entendía la prosa como lo hicieran los
escritores del siglo de oro español, o Dante, o Milton, o los poetas épicos, es
decir, como música, como ritmo.
Ritmo no métrico, no susceptible de
matematizarse. Kerouac, ángel de la cultura híbrida, moderna, de masas:
conjunto de fragmentos, de una sucesión no repetitiva, el universo fractal. Su origen está, por supuesto, inspirado del
fraseo improvisado del Jazz, del Bebop específicamente. Kerouac quería
improvisar en la prosa como lo hiciera Charlie Parker en el saxo. Los puntos,
comas, guiones, paréntesis, son para él figuras musicales y tempos puestos allí
por la necesidad de determinar el ritmo suscitado por una corriente de
conciencia frenética e irrefrenable.
Hay una diferencia fundamental, para
los que lo ligan de inmediato a la escritura automática surrealista: su
improvisación es dirigida, el escritor se reconcentra en una escena de la
memoria la cual bombardea con significados que se van disponiendo en el papel,
de manera a veces caótica pero siempre con la mesura de la necesidad de contar
algo concreto. «Fijación del trance soñando sobre un objeto ante ti», señala en
el punto 12 de sus consejos sobre prosa espontánea, Belief and Technique for Modern Prose.
Asi es que vemos tres variantes, tres
éticas distintas, sobre la escritura de un tirón; que a su modo viene a
demostrarnos que las condiciones cosmológicas y biológicas determinan, cómo no,
no sólo el contenido, sino la calidad de lo escrito.
Jack Kerouac escribe su novela corta Los Subterráneos en ocho noches, bajo el
efecto de la anfetamina, del 3 al 11 de julio de 1953.
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