domingo, 11 de junio de 2017

PERSA/ 1 poema










         Mi labio ya está sano.
Lo tuve dos semanas aquejado
de un herpes inflamado que no
sólo perturbó mi serenidad cotidiana
(no había momento en que el otro
no me mirara directo al labio
inferior con cara de asco,
o de interrupción), sino que
también me afectó la psique.

         Por ciertas lecturas tangenciales
en mi período de investigaciones
esotéricas (y de literatura
de autoayuda, que conste)
supe lo que simboliza el herpes
como manifestación psicosomática
de algún embrollo mental; esto es:

el herpes impide en cierto sentido
el contacto con el otro, representa
por tanto un rechazo, una resistencia
a comunicar, a tomar la palabra,
o, quizás, algo mucho más sencillo
como la rabia, que de alguna forma se expresa
en esta explosión, o brote como se dice
en jerga clínica, del músculo de la comunicación,
que junto con ese otro músculo, la lengua,
constituyen el aparato del habla.  

         Ahora me encuentro en el baño.
Según la última mirada al espejo,
veo que mi labio ya ha sanado,
no queda más que un leve
                   enrojecimiento circular
en donde antes había estado la llaga.
Han pasado muchas cosas esta semana,
partiendo desde el día en que
                                      mi labio brotó.

Era precisamente domingo, tal como hoy,
y fuimos con la Ne y la Mei, mi hija, a dar
un paseo por Franklin, o el persa,
                            como también se llama.
No sé cuál de las dos es la acepción cuica
del término, pero suelo denominarla
con la palabra Franklin, aunque, es evidente
que se parece más a los persas reales
que a cualquier mole comercial;
espacios gigantes donde se vende
a peso irrisorio la más variada gama
de chucherías, antiguayas, especímenes,
como se acostumbraba en los gloriosos
mercados de Mesopotamia.
        
         Son inmensos galpones numerados
en los que se ubican, según especialista,
los comerciantes de muebles, por ejemplo
―antiguos solamente, pues los nuevos
que vendían a bajo precio fueron expulsados
por la empresa Walmart, para instalar allí
un supermercado de su cadena,
                                      que no venía al caso.

                  Libros ―también se venden―,
                   revistas,
                   monedas,
                   lámparas,
                   ropa,
                   vinilos,
                   partes de computadores,
                                                        ollas,
                                                        detergentes.    

         El baño es mi oficina.
Aquí pienso y tomo nota ahora,
sentado en la taza, de lo que vi
aquel día en los puestos de libros,
una panorámica nada más.

         Vi dos libros de Nascimento
en los cajones de luca. Varios libros
de Anagrama que siempre juntan,
como miembros de un clan de color
amarillo pálido y gris (y como ocurre
también en cualquier librería, curiosamente)
de autores ya olvidados, o unas cuantas
novelas malas de cierto escritor de renombre.

Vi los mismos tochos de Aguilar que se rematan
en el lugar que sea, uno de la decena de tomos
de la Agatha Christie, sir Walter Scott
                                               pero sin Ivanoe,
Rex Stout y William Irish completos,
o del fantasmal David Dodge, escritor
de novelas de aventuras ya nunca más leídas.
        
         Recuerdo que ese domingo
nos llevamos una muñeca peruana,
un puzzle de goma,
dos stickers chinos de cien pesos,
un juego de pulsera con aros de plástico,
dos libros, y, el que fuera el remedio
a mi mal del labio, Sangre de grado
que es una mezcla hecha en la selva
peruana que ayuda a curar las llagas y heridas,
entre ellas los herpes. Viene en un recipiente
que cabe en la palma de la mano,
de tono marrón transparente
como los antiguos botellines de jarabe,
con una tapita roja y una ilustración
que lo decora donde se ve a un nativo
con el torso desnudo cogiendo una caña
larga apuntando hacia un árbol grueso,
y en frente una hoja enorme donde
se escurre como un líquido rojo y espeso.
Debajo de todo esto reza: «Protegido de la Naturaleza».

La consistencia real se parece mucho
a la del ungüento de melisa que alguna vez
comprara en una farmacia naturista
y que luego ―me comunicaron― dejaron
de producirlo, quizás por poca venta.
        
         Por el nombre de este ungüento
es que lleva su nombre mi hija, o mejor dicho,
fue el nombre de esta planta
usada también en infusión o aceite,
que posee propiedades tranquilizantes
y/o aromatizantes, el que eligió entre los tantos
nombres que le ofrecimos. Melisa significa
en griego, entre otras cosas, poetisa. También,
en … trabajadora de la miel.
A las cuatro meses de haber golpeado
la panza de su madre por dentro,
comunicándonos que ese nombre le gustaba, nació.
        
         Al tercer día de usar el menjunje
el herpes se desinflamó por completo,
y quedó sólo la piel enclenque
que constantemente se caía de mi labio,
para regenerarse en asunto de horas.

Con la Ne durante el resto de esa semana
peleamos al menos cada dos días una vez,
el ambiente se volvía denso, casi
no hablábamos, y yo solía acostarme tarde
por quedarme hasta las tantas trabajando,
leyendo o viendo series. No necesitaba
ni mirarla a los ojos para saber cómo estaba.
Sé cómo está de ánimo por cómo le queda
la crema de zapallo, que suele hacer a menudo.  

El herpes aún no desaparecía
cuando la hallé en el living
gimoteando sobre el sofá,
recordándome lo egoísta
que yo era. Aquella noche hicimos
el amor. Quejosamente me tuve
que negar a sus besos, para no
contagiarle la barbaridad.
Sucedió una semana casi
hasta que el herpes se rindió
y cayó a piso, expulsado ahora
de mi cuerpo con amor.

En cuanto a hoy,
estamos bien en casa.







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