La
mujer apretó el gatillo, mientras decía
con siniestra suavidad: —Revienta,
perro.
Silver Kane
1.La escena de la muela podrida.
«Estoy solo en casa —me había dicho días
atrás al asesinato— y puedes quedarte el viernes por la noche si quieres».
Barthes no tenía idea de lo que yo había hecho. Es más, no tenía siquiera idea
de que yo formaba parte de aquella secta reaccionaria tan exagerada. Me lo
hubiese recriminado de tal manera que no lo hubiese vuelto a ver jamás. Lo que
de verdad me habría dolido. Su padrastro era un importante médico de la ciudad,
y verse involucrado en la ilegalidad no le traía buenos presagios. Asi que
mantuve silencio. Además, no fue por exponerlo, pero a nadie se le hubiese
ocurrido ir en busca de un asesino a la casa del doctor Díaz Grey.
Asi que me quedé todo el tiempo que
estuvo ausente su padrastro. Dormimos juntos cada día, e hicimos el amor hasta
quedarnos dormidos. No salimos más allá del enrejado, nuestro mundo fue la
casa; fue como nuestra ciudad para enamorados. No le conté a Barthes tampoco
que mi muela me dolía a más no poder. Pero no quería que preocupara a otros
para encontrar a un dentista pronto; lo menos que quería hacer era agitar el
polvo.
Una tarde golpearon la puerta. Era la
policía. Por un impulso idiota me metí al baño. Abrió Barthes. Le informaron
que su padrastro había tenido un accidente. Yo no supe si aliviarme o
preocuparme. Volvió a la habitación para decirme que debía viajar en ese
preciso momento, que el doctor Díaz Grey estaba hospitalizado en Montevideo;
corrían sus lágrimas y no se las secaba.
«¿Vas
a tomar un avión?», le pregunté. «Sí, supongo…no sé qué hacer.»
«Yo
voy contigo», dije con rigidez nerviosa. «Pero cómo, no hay plata…no tengo para
mantenernos allá a los dos, a menos que a ti te alcance con lo que te pagan los
italianos.» «Cada vez es menos, no lo creo. Bueno, entonces…¿me puedo quedar aquí?»
«¿Pero por qué?¿Qué pasó, cariño?» «Nada…pero quiero quedarme aquí.» Barthes
levantó una ceja. Me interrogó al respecto y cedí casi al instante: le terminé
contando casi todo, menos la parte de los reaccionarios. Conservó la tristeza
en los ojos, pero me dio serias instrucciones que me ruborizaron. Me persuadió
de que era peligroso que me quedara allí. Podía sospechar la policía de un
robo. Me dijo que era más seguro que me escondiera, mientras tanto, en una
cabañita que mantenía su padrastro a un lado de la molinera de pescado; una
cabañita de madera, encumbrada en una base de bambúes; podría pasar allí lo que
él estuviera allá. «Pero, a ver», me preguntó repentinamente confundido, «¿a
pito de qué te andan persiguiendo si se supone que nadie te vio?» «Tengo miedo,
amor. Asesiné a alguien, ¿te das cuenta?» «¿Y te vas a esconder toda tu vida?
¿En qué momento crees seguro volver a salir a la calle?¿Lo tienes claro?» «No, Barthé», terminé replicando infantilmente.
Entonces me entregó las llaves de la
cabañita —muy, pero muy rústica— cerca del Puerto Astillero. Y me instalé allí
hasta que Barthes volviera de Montevideo. Estuve en buenas condiciones una decena
de días; había suficiente comida y me regalaban pescado en la molinera y
mariscos mal enlatados en la fábrica de conservas Enduro. Solía pasar también un viejo en bicicleta vendiendo vino a
muy buen precio, un vino dulzón, y con un bajo amargo que supongo era la
concentración de alcohol que te llegaba directo al hígado. Asi, me la pasé once
días emborrachándome y comiendo pescado asado o frito, o surtido de marisco con
limón, hasta que el dolor de la muela se desató y me dejó sordo un oído. La
miré en el espejo. Era como un coágulo a punto de reventar, de tono violáceo,
en donde no se podía dilucidar claramente la muela de la encía. Asi que bien
llegado el día me desmayé. No sé muy bien por qué, quizás solo del miedo. Yací
ten la alfombrilla verde-desvaído de la entrada, llenándome de pulgas y
catarros, unas 5 ó 6 horas; el sol estaba a medias posado sobre el horizonte
marino; las paredes tornándose almibaradas dando comienzo a la noche, cuando
desperté. Tenía el cuerpo entumecido. Sentía la marejada desarrollándose en la
misma escalinata que te lleva a la playa. Mi boca estaba desbordada de sangre,
tanto que al girar la cabeza de costado, ésta se me escurrió como lo haría el
café de una taza echada a rodar.
«No, Barthé»,
pensaba.
2.La escena de la extirpación de la muela.
En fin, todo ocurrió más o menos así:
los de la célula decidieron que el hombre debía ser asesinado, y me
encomendaron la misión a mí. Las órdenes son órdenes, asi que me concentré en
organizar pulcramente mi misión, pues claro, estaba en juego también mi
pellejo: omertá[1],
se sabrá; el que cae no abre la boca ni por descuido, hasta la tumba. Asi que
después de un arduo mes de investigaciones y planificaciones llegó el día. Era
una agradable mañana de diciembre, e hizo fresco. Todo iba a la perfección, a
pesar de haberme despertado con un dolor terrible en el estómago. Me hizo
dudar, lo relacioné con el nerviosismo obvio de alguien que está a punto de
cometer una estupidez mortal, pero me calmé, tomé aire. Haciendo memoria llegué
a la causa más lógica: debía haber sido la cantidad de pastillas que me había
tomado la noche anterior intentando combatir un dolor de muelas que se acentuó
en mala hora. La muela del juicio se me pudría paulatinamente, y lo más
probable es que mis encías también. ¿Que por qué me acuerdo de mis muelas? Es
como una coincidencia absurda: en el momento en que lo asesinaba, en que lo
veía perecer, yéndosele el alma por los ojos, el único pensamiento que copaba
mi mente era la forma más rápida de sacarme esa muela de mierda, que me tenía
harto.
No se crea que soy un criminal simplón y
pagado. Si he matado ha sido por convicción, y no he recibido ni un solo peso
por ello. Las tribulaciones de mi vida y de mi abolengo —reaccionarios
legendarios— me han destinado a ejercer estos oficios, que a primeras provocan
estupor, o asco, pero que en realidad son una forma de la expiación; como si
cobrara una antigua venganza que sólo conocen mis antepasados, pero no yo;
quizás mi piel.
Asi que llevé a cabo mi misión, y luego,
me desangré. No tenía muy claro que venía después del crimen, pero en ningún
caso me vi desangrándome, además por causas tan prosaicas. Al verme tirado en
la alfombrilla, me levanté dificultosamente. Luego de percatarme de lo
lamentable de mi estado en el espejo, sumado al hambre animal que tenía,
incluso llegué a suponer que había estado días en la cabañita; o aún más, que
estaba muerto, que era un fantasma hambriento penando en esa casa deshabitada a
orillas de la playa. Una voz, en todo caso, siempre retumbaba al fondo de mi cráneo;
una voz que me susurraba: exageras,
exageras…Asi que cogí mis ropas arremolinadas y salí a la húmeda noche del
Puerto Astillero. No sé qué impulso idiota me llevó hasta la caseta que la
policía sanmariana mantiene en guardia cerca de la salmonera, a un lado de la
desembocadura; para llegar allí había
que caminar por un trecho de un par de kilómetros, cruzado por mordaces
roqueríos que amenazaban con hacerme sangrar también los pies. Tan fácil habría
sido desandar mis pasos, y volver a la hostal de Öschla. Pero desconfiaba tanto
de ella que ya la veía con toda la policía registrando mi pieza, los polis requisando
mi ropa de mujer, mi maquillaje, ay. Así que cogí el camino diametralmente
opuesto. La caseta era como las que usan los conserjes de recintos
domiciliarios, aquellos hombres tristísimos que se saben de memoria el orden y
las canciones de las chirriantes estaciones radiales sanmarianas; estos hombres
disecados acumulando rumas de periódicos, cuyos crucigramas borroneados,
tormentosamente rayados de tinta azul, se asemejan mucho más a las notas de socorro
de los náufragos que a la rutina de los vigilantes nocturnos. En cualquier
caso, el único atormentado era yo; y con toda esa sangre brotándome, era una
verdadera pena. Tal vez a fuerza de desangrarme, la mente se olvidaba del
crimen, y de la culpa.
Lo extraño fue que en la capilla me
encontré con una policía. Una mujer. Robusta, de labios malamente delineados
con un rouge rojo eléctrico, gruesas cejas, y pálidas mejillas. Iba sin la
gorra, y la blusa azul, la placa, los botones, todo el resto, a punto de reventársele
por aguantar unos pechos enormes; unos pechos tan italianos, tan cortesanos;
por lo que la anemia y la leve agonía me hicieron confundirla con mi abuela, y
la llamé por su nombre: «¡mama Sofía,
mama Sofía, dónde te habías metido!» La mujer arqueó una ceja y buscó en su
mínimo escritorio una linterna. Me enfocó a la cara. «¿Qué te pasó en la boca, chico?» Era cubana. Lo supe por su tono
de voz. «Una muela podrida», le contesté resignado.
Cogió su radio y llamó a la estación. Me
sentó en su sillín, que estaba caliente. Me ofreció una pinta de whisky; tenía
un botellín de Colina del Cielo escondida
bajo la mesa. Me enjuagué la boca, y me puse a esperar no sé qué. Pasó un
furgón a buscarme: todo daba la impresión de tratarse de una redada en contra
de un narcotraficante que intentó con mala chance suicidarse de un balazo, que
le dio en la mejilla…al muy idiota. La policía me metió dentro, intercambió
unas palabras en susurros por la ventanilla con el conductor, cuyo rostro nunca
pude definir. Nos dirigimos hasta el área de emergencia del Hospital Brausen. Un
doctor cubano y con una protuberancia negra y peluda en la frente, me extirpó
la muela —sin anestesia el muy hijoputa—
y me coció la encía. Luego me alcanzó una caja de pastillas, y me dijo que me
debía tomar una cada ocho horas y me recomendó que mantuviera la boca cerrada;
cosa que me pareció hasta insolente, pues ni siquiera le había dicho hola. Después, ya de vuelta en la
furgoneta, el policía que manejaba, tan silencioso y solemne, al fin me dirigió
unas palabras. Estaba yo tan nervioso que la tenía erecta. ¿Será normal?
«¿Dónde vives, chico?» ¡También era cubano! No me lo creía. ¿Es que todo el sector
oriente de Santa María está habitado por cubanos? ¿O es que, por un naufragio
fantástico, había ido a parar a las costas cubanas? ¡Qué posibilidad más
horrorosa! ¡Yo cohabitando con hambrientos comunistas en ese asilo de isla apartada
de la civilización! «Disculpa, pero por qué todos son cubanos aquí», lo
interrogué. «¿Perdón?», me contestó. Me arrepentí de seguir con las preguntas.
Y no quedé tranquilo hasta que me di cuenta, de entre esa neblina de dolor y de
anemia que recubre el juicio, que el poli era muy guapo. Un poli de metro
ochenta, moreno cacao de unos ojos verdes preciosos y unos brazos trazados vigorosamente
por venas y músculo. Mis convicciones políticas se esfumaban por la aparición
repentina de este bello muchacho. He allí la explicación a la erección. La pulsión
seguía su curso.
3.La escena del autorretrato de infancia.
Para hablar un poco más de mí: me llamo
Giussepe Briganti. Básicamente siempre he vivido solo, mis padres se separaron
cuando yo era un bambino indefenso, apegado
a la familia —pollerudo se dice aquí— con unas ansias carnívoras de quedarme mamando
eternamente de la teta de mi madre; cosa que no sucedió. Ella partió cuando yo
tenía seis años —nunca supe si muerta o viva—, mi padre se quedó, pero era como
si no estuviera, y el único consuelo que me quedó fue mi abuela paterna —vieja
adusta e idiota— y lo poco que me podía dar: lecturas casi místicas de la Divina Commedia. Recuerdo un libro de
tapas rojas y letras doradas que con el paso de mis años y mis recuerdos, fue
borrándose, hasta quedar un libro gordo y maltratado. Nunca diferencié este
libro rojo y solemne de la Biblia, que no había en casa, pero que señalaban los
profesores de la Scuola Italiana de
Rosario —allí nací y crecí— como Il libro.
Sin embargo, la Biblia y el poema de Dante los traté indistintamente hasta hace
muy poco. No diferencié nunca muy bien aquellas lecturas solemnes y litúrgicas
de mi abuela en la sobremesa, cuando ella y mi padre ya se habían bebido casi
todo el vino de la jarra y se les dormía la lengua y las palabras; con esas
parrafadas del cura Brausen, en el templo de la Plaza Chica, como en una
caverna de madera. A pesar de ello —que me perdone el sacristán— personalmente,
no dejan de ser lo mismo: un par de libros gordos llenos de ruido y de furia,
de misterio y falacias.
Llegué a Santa María hace quince años, inmediatamente
después de salir del liceo. Me puse a estudiar Mecánica en el politécnico de
Villa Ortúzar, y me encontré una habitación pequeñita pero bastante confortable
en la hostal de una señora ucraniana llamada Öschla, muy cerca de la Plaza
Vieja. Tiempo —por el sólo hecho de hacer ese tramo infinito de Villa Ortúzar
hasta el centro de Santa María en los buses arcaicos de este pueblo— no tenía.
Se imaginarán cómo es la habitación de un soltero perpetuo, sin una mama que lo reciba con comida y el aseo
hecho: un basural a medio hacer, o una habitación limpia a medias. En fin, ya
no tengo tiempo para cuestionamientos adolescentes y existencialistas. Ya tengo
35 años.
Recuerdo que aquella mañana me duché
con agua fría, Öschla había olvidado prender los calderos; no protesté. Cogí
unos pantalones verde petróleo que yacían tirados en un rincón y que olían a
humareda; con ellos había estado frente a un auto incendiado un par de noches
atrás y el olor a bencina y neumático se impregnaron al tejido. Me puse mis
zapatos brillantes negros, los de tapilla, y mi adorado abrigo verde caqui: una
montañera larga hasta las rodillas, recubierta en su interior de lana cruda de
cabrito, un regalo de mi padre[2].
Es una chaqueta diseñada exclusivamente por el Duce para sus tropas. Mi padre
había sido parte del convoy de Sicilia, y antes de morir me lo legó entre otros
menesteres de guerra. Öschla siempre miró con suspicacia mi abrigo, y sé por
qué; pero una cosa son los nazis, y otra muy distinta los fascistas italianos.
Además, sea como sea la Historia[3] el
abrigo es de mi padre, y lo uso con mucho orgullo. Creo haber heredado de él
algo de la honorabilidad y el temple que caracterizan a los verdaderos soldados
italianos. Nunca echo un pie atrás —bueno, no en el sentido sexual, pues si
fuera por eso se me quedaría toda la pierna atrás— y siempre cumplo con mi
palabra. Y para aquella vez, para aquella fresca mañana de verano en Santa
María, no había excepción.
4.La escena del descubrimiento de la
sexualidad.
1972. En aquel entonces tenía doce años,
mi abuela había salido a comprar tomates que le habían faltado a la salsa (se
levantaba a las cinco de la mañana para preparar la bolognesa, la que tenía lista recién al mediodía) y me quedé solo
en casa, en la sala, echado en el viejo y apolillado sofá de mi padre —que en
esa oportunidad estaba de misión en Marruecos— hojeando un libro grande y
grueso con fotografías de las esculturas del Palazzo Rosso de Génova. Lo había traído mi padre consigo en el
sesenta, luego de una gira incógnita de ex miembros de la guardia del Duce; era
muy receloso con su cuidado pues le había costado caro, por lo que lo escondía
detrás del mueble de las copas, y lo sacaba sólo cuando venía algún amigo y
éste debía esperarle a que se vistiera. El sol mañanero dificultosamente
atravesaba las gruesas cortinas cosidas a mano por mi abuela, y solamente un
halo de luz entraba por un entresijo llegando directamente a mi pecho. Era
verano e iba solamente en calzoncillos. Estaba acurrucado sobre el sofá con los
pies en alto y el libraco sobre mis muslos. Partí desde el final. Al correr culposo
de esas páginas me encontré con la fotografía de un cuadro que copaba casi toda
la página, era un cuadro que mostraba a un hombre fornido con el torso desnudo,
las manos altas anudadas a un tronco y sus costillas cercenadas por dos largas
flechas. Leí en la descripción «San
Sebastián de Guido Reni.»
No puedo aún ser certero en la descripción del éxtasis que produjo en mí
la contemplación de dicha pintura. La belleza de aquel joven, su vientre y lo
que queda a la vista de su entrepierna, como de porcelana y lampiña; aquel paño
anudando quizás su miembro, conformando la ilusión óptica de un pene erecto y
lechoso; su rostro infantil e inocente; así también la serenidad entrevista en
su expresión, a pesar de lo macabro del castigo al que fuera condenado. Todo
ello se mezclaba en un palpitar, o un cosquilleo que comenzaba en la planta de
mis pies y ascendía imperceptiblemente hasta colmarme: poniéndomelo enhiesto.
Mi mano por su parte, cobrando vida propia, descendió hasta la costura de mis
calzoncillos, y lentamente introdujo los dedos hasta arremolinarse en el
incipiente vello adolescente que se crispaba en mi bajo vientre, llegando al palo, que masajeé con movimientos que
nunca nadie me había enseñado.
El esperma respingó por los mangos del
sofá. La ilustración de San Sebastián
y las palabras italianas que se concentraban en la página blanca se mojaron.
Constelaciones perladas que con la estrecha luz del sol parecían esplender.
Gemas grisáceas, lechosas, que se escurrían por mi mano; y por el papel cuché que
se había arrugado por la humedad de mis fluidos. Sentí incluso miedo, un miedo
inconcebible frente a ese placer inconmensurable y prístino; un placer vigoroso
y misterioso, “virgen”, que hoy busco a tientas como un hambriento, sobre todo
por las noches en que me devuelvo borracho de vino a mi camastro, olvidado del
honor, vapuleado por el instinto, quedando quieto en mi cama e intentando
recordar aquel primer acceso de placer carnal que me fue regalado en la
intimidad de aquella vieja sala de Rosario, en penumbras y con la familia
deambulando por esta y otras ciudades del mundo.[4]
Por aquellos años de mi primera
eyaculación los muchachos de la Scuola
ya miraban a las profesoras de otra manera, y éstas se daban cuenta pues les devolvían
sonrisas, las muy sucias. El cuerpo femenino parecía para ellos un sitio prohibido
al que querían entrar a palos de ciego y volviéndose locos. Por mi parte no me
causaba extrañeza que mi pulsión sexual no siguiera por esas lindes; apreciaba
el cuerpo femenino estéticamente, no lo niego, siempre lo he encontrado bello;
pero el cuerpo de un hombre, en cambio, me aflojaba el corazón, y esto lo tengo
clarísimo desde que tengo uso de razón. Así, viviendo en el tabú mismo, no hice
otra cosa que comentar naturalmente con mis amigos, como lo hiciera un crítico
de arte, las curvas de mis compañeras y de mis profesoras, el tamaño de sus
traseros y de sus pechos, la dureza de sus vientres y sus muslos, y también las
pajas que me corría en su honor. Siendo todo, por supuesto, una grandiosa
mentira. Eran mis compañeros los que me quitaban el sueño. Pero fue así que
pasé desapercibido, con alguno que otro mínimo mal entendido, todo el periodo
de la escuela. Cuando emigraba de Rosario, allá por el año 81’, mis amigos y
conocidos de allí juraban de rodillas mi heterosexualidad. Ya en Santa María
hice unos dos o tres amigos evidentemente homosexuales, y no lo digo por sus
manierismos: se detectan de inmediato, como una moneda bajo la cristalina agua
de la pileta del templo. Con ellos me sumergí en los guetos nocturnos de
maricones y tortilleras[5],
aquellos rincones de un paganismo exquisito, alejados de la mano de Dios. Los
bares corrientes eran una pena; el Nueva
Italia, sin ir más lejos, olía a callejón meado. Al menos los de maricones
tenían su elegancia atenuante. Además, ni se imaginan cuantos connotados
diplomáticos y feligreses me encontré en esos lugares, a sus anchas, y después
los muy cochinos dando discursos sobre la sagrada familia y la decencia. De los
tres o cuatro más populares bares de huecos,
el más concurrido era el Chamamé, que
Junta Larsen —un bisexual desatado— convertiría unos años después en un
prostíbulo, luego de una infame campaña para erradicar a los invertidos de
Santa María.
Craso error del alcalde: los maricones proliferaron.
Este tipo de discusiones cosméticas de la política pública sanmariana, me
recuerda que no he visto lugar en lo que es Latinoamérica con más criaturas no
sólo invertidas, sino pervertidas. Como cualquier sanmariano, yo también he
guardado mi pequeño y obsceno secreto largos años. Ahora no tengo problemas en
descubrirlo, pues a mi modo de ver, ya lo he perdido todo. Bueno, en fin, desde
hace ya casi quince años, como en un pequeño ritual, hago un juego conmigo
mismo: cojo ropa de mi difunta abuela y me la coloco. Sí. En un sector secreto
de mi guardarropa, abajo, cerca de mis zapatos negros, tengo un pequeño baúl
donde guardo la poca ropa que pude rescatar de la casona de Rosario, antes que
la remataran. Tengo en mi dormitorio un espejo alto, que también le perteneció
a ella, donde me miro desnudarme y después ponerme, una a una, sus prendas. No
me disfrazo solamente de un mujer, sino que soy además una mujer anciana ¿Lo
entienden? Tengo obscenas inclinaciones por lo senil. ¿Que por qué lo hago? No
tengo la menor idea. Son de esas acciones tan íntimas que no requieren
verbalización, siquiera mental, de lo que pretenden; son acciones sin más, no
sin significados, sino que ocultos, adosados a mis órganos. No puedo dejar de
hacerlo, me provoca un extraño placer que nada ni nadie me proveería de otra
forma. Cuando el hijoputa que
encuentre este cuaderno lo lea, tendré recién la intención de buscarle alguna
respuesta coherente, y como ya supondrán, ya estaré muerto. Conmigo se irán todas
mis mujeres a la tumba; el travesti espiritual que soy.
5.La escena de la pelirroja y el Chamamé.
En el Chamamé conocí a Barthes. Iba acompañado de una muchacha de teñido
pelo rojo y cortado en forma de un prominente hongo, a la que presentó como su
amiga. Supe de inmediato que era de verdad su amiga, y no su novia con solo
darle la mano: parecía un trapo de terciopelo. Aún no tengo claro si me enamoré
de inmediato o si fue en el transcurso de la noche, después de verle fumar uno
de su cigarrillo con ese delicado refinamiento francés que aún me saliva. Me
dijo que era hijo de doctor, y que su madre había muerto en el Mediterráneo, en
un naufragio. Que por el momento se dedicaba a la fotografía y que Nitza —la
pelirroja— era su modelo. Le contesté que Nitza no era lo que se llamaría el
prototipo de una “modelo”, y luego agregué —de lo cual aún me arrepiento—: «se
parece a un canario.» Se rio de mi comentario y con suavidad buscó en el
bolsillo de su chaqueta unas fotos. Eran de la sesión de aquel día. Me regaló
una, que aún conservo. Aparece el rostro de Nitza en sepia dando vuelta su
cabeza, con naturalidad, hacia el objetivo —me imagino a Barthes llamarla de repente
de un grito, y ella girar su cabeza para ser capturada en su realidad. Así
mismo, el talante de Nitza es de lo más peculiar; es como el de aquellas
mujeres que provocan temor, ya sea por respeto, ya sea por horror. Me parece de
una belleza desopilante.
Además del saludo que brotó de su boca,
recuerdo que habló otras cosas: nos contó a mí y a Barthes, ya sentados a la
mesa, descansando de bailar y bebiendo Martini, la historia de su padre: había
sido un importante periodista de un semanal financiado por el PC argentino,
agregado cultural en Cuba y activista político opositor al régimen. Como es de
esperar, Videla lo mandó a matar, en Buenos Aires, por allá a finales de los 70.
Cuando se dispuso a contar cómo había sido su muerte, pedí disculpas y me
retiré al baño, me tenía un poco harto; en cualquier caso, prudente y educado
como soy, no le comenté inmediatamente lo bien merecido que se lo tenía el rojo
culiao.
La volví a ver unos años después en la
hostal de Öschla. Al parecer tenía algo con Diecz, el guapote que vive aún en
una piececita en el segundo piso; pero también la vi con Jorge Malabia, que le
arrendaba una de las tantísimas habitaciones a la señora Litty, una vieja
usurera, dueña de cuadras completas en Santa María, sepa quién por qué. (En este
pueblo miserable cada uno tiene, a su manera, su pequeño delito que guarda
recelosamente.) Y así se la pasaban Malabia y Diecz, peloteándosela, o ella
peloteándose entre ambos obstinadamente. Me parecían tan sucios, tan promiscuos,
y me imaginaba el semen de uno tocando la punta de la verga del otro dentro de
su útero, como si no tuviera tiempo entre una y otra para que absorbiera el
semen su organismo: la pelirroja debe haber tenido un batido de esperma dentro;
me daban asco a reventar. De todas maneras, a pesar de cualquier suposición, Nitza
es o era bisexual; lo tengo bien claro: aquella noche en el Chamamé, muy cerca del cierre la vi con
una muchacha, un poco gorda, besándose y masajeándose el poto mutuamente. Con
Barthes las mirábamos desde nuestra mesa, y me comentaba, con un aire soñador,
que aquella mujer era todo un caso.
Le pregunté a qué se refería. Me contó que en realidad el padre de Nitza no
había muerto, sino que había desaparecido —que para el caso de las dictaduras
latinoamericanas es lo mismo—; que ella se inventó una historia acerca de un
atentado en contra de su padre, que ella imagina que vio y dejó traumada; pero
lo que pasó en realidad es que su padre salió una mañana, publicó una carta abierta
en el periódico en el que escribía y después de almuerzo, en los alrededores de
la Plaza de Mayo, se le vio por última vez. «A veces es mucho más sano una
mentira piadosa, que un misterio sin resolver», terminó Barthes con ese tono
que me volvía loco.
6.
La escena de la expiación, o sea, del
crimen.
Este hecho me condujo hasta acá, a este
Purgatorio insípido, desabrido incluso para los que ya están muertos. A grandes
rasgos, lo que hubo es muerte, la más sencilla y más pura muerte, y con eso,
creo, siempre ha sido suficiente. Iba con las muelas hinchadas, con el sabor a
fierro de la sangre que emanaba de las costuras carnosas de mi boca. Debíamos
juntarnos a las diez menos cuarto en la planta baja del Berna. Yo tenía que
estar a lo menos a las nueve, cruzando la calle, en la Plaza Nueva, para ver si
el hombre sospechaba de algo y se presentaba antes en el lugar para tantear el
terreno. Llegó puntual. Iba con su terno gris y un maletín bajo el sobaco; era
profesor de idiomas, seguramente venía de la Escuela Normal, que son unas diez
cuadras por calle Unamuno, hasta quebrar por Girondo. Esperé a que se instalara
en alguna mesa, y solo después me dispuse a entrar en el Berna. Mi señal era
pedirle un vaso de agua en la barra a Larsen, quien era el que estaría de
turno, mi cómplice. (En aquel entonces, Larsen ya había perdido el prostíbulo
por unos asuntos con impuestos internos —solía decir que era una rotunda
estupidez: «¡no puedo dar boleta por
vender coca, les falla la cabeza a estos pibes!».) Luego debía actuar que
me sorprendía de ver al hombre ya
sentado en una de las mesas; me acercaría y me acompañaría un camarero que
pediría la orden del otro comensal, o sea, al hombre que yo mataría. El motivo
que inventé para entrevistarme con él, fue la oportunidad de hacer un negocio
de hotelería, en el que le ofrecí ser mi socio. Su esposa trabajaba en el
rubro, dando pensión. El interés resultó casi instantáneo, pues quería que su
señora descansara de una vez; había trabajado desde los diez años sin parar;
por lo que con este negocio la libraría a ella de responsabilidades y
preocupaciones. Era todo, por supuesto, una sorpresa para ella. Luego de trazar
unas someras líneas de lo que constaría el trato, le entraron ganas de ir a
mear. Era parte del plan. Larsen le había echado un diurético a su bebida, y el
camarero se encargó de servírselo especialmente a él.
Entonces, el hombre se alejó hasta la
parte trasera del Berna, donde estaban los baños. Era una suerte de hangar
profundo cuyos objetos se perdían en la oscuridad. El sector del baño era una pequeña
ampolleta colgando de quizás donde, que alumbraba una puerta blanca. El baño
mismo era como un cápsula cubierta de cerámico barato. No habrá medido más de
dos metros cuadrados. Estaba el wáter, el lavamanos y un meadero, y no cabía
más que una persona dentro. El hombre yacía de espaldas a mí, meando, cuando abrí
la puerta. Se dio vuelta con sorpresa, pero al verme esbozó una sonrisa; me
preguntó que si también tenía ganas, yo le devolví la sonrisa pero con mi
entrecejo estático, mirándolo de abajo hacia arriba. Saqué el pequeño cuchillo
largo de mi padre, esperé a que se la sacudiera y se diera la vuelta hasta
quedárseme mirando de frente. Se lavó las manos, primero. Tenía yo mis manos
ocultas tras la cintura. Cuando su cuerpo giró, lo hice. Le enterré el cuchillo
en el centro de su prominente manzana de Adán. Un gorgoteo de sangre y ruido se
fraguó en su garganta, y se silenció por fin a los pocos segundos. Cayó al suelo
con los ojos muy abiertos e idos, divisando la nada sobre mi cabeza. Lo cogí
del hombro para acostarlo y lo senté sobre la taza del wáter. Quité rápidamente
el cuchillo de su garganta, saqué el trapo que llevaba en el bolsillo trasero
de mis pantalones verdes; me costó sacarlo pues son muy ajustados. Limpié la
hoja, y le metí el paño en la boca; la sangre ya empezaba a formar un charco en
el borde del wáter. Cerré la puerta y me dirigí de nuevo hacia nuestra mesa. Me
senté rápidamente y me bebí mi vaso de agua. Hice un gesto alto con la mano, me
levanté y me fui del lugar sin mirar a nadie: eso es lo que se suponía que
debíamos hacer en señal de haber terminado la faena. Junta Larsen estaba en la
barra, y era quien debía dar consecutivamente un grito en clave para señalarle
a los correspondientes que fueran a deshacerse del cuerpo: la clave esta vez,
si mal no recuerdo o si escuché bien, fue: «¡un London Collins para la 8!» Ese trago no existe. Era un chiste
interno. Me fui caminando con las manos dentro de mis apretados bolsillos hasta
la plaza grande, y luego corté por Mandrake, hasta Tomasi de Lampedusa.
Iba camino a casa de Barthes, a orillas
de la playa. Iba a seguir enamorándome y con esto quiero decir, quizás, que
quería esconderme.
[1]
Código de honor propio de
la mafia siciliana, que consta básicamente en no delatar a implicados ni dar
información comprometedora que afecte a miembros de la familia.
[2]
El padre de Giuseppe
Briganti, el comandante Salvatore Briganti, participó asiduamente de las veladas
en casa de Mónica Lane (prima en segundo grado de Jorge Malabia), junto con un
grupo de refugiados italianos neofascistas, comandados por Stefano Delle Chiaie
—involucrado en la conocida Operación Cóndor—, que pasaron una temporada en
ella mientras se coordinaban los asesinatos a Carlos Altamirano y Bernardo
Leighton. En esa misma casa se llevaron a cabo secretas reuniones con Augusto
Pinochet y altos mandos de la DINA.
[3] Dos
fragmentos de la declaración que prestara Briganti por la detención de
Sebastian Diecz y Sei Shikibu (alias La Japonesita) por presunto narcotráfico
(transcripción del audio):
«…no era necesario cerrar con
llave la habitación, nunca lo he hecho. A pesar de algunas abominables
diferencias, Oschla me parece una persona correcta. Le arriendo la pieza lo que
ya pronto serán 5 años. La conseguí en ese tiempo a precio irrisorio, y a pesar
de todos los infortunios de nuestra economía, nunca me ha subido ni un solo
peso. No soy de hablar mucho con los demás moradores de la casa de Oschla, me parecen
la mayoría un desastre; borrachos y drogadictos, ociosos, fracasados. Este tal
Sebastian es ejemplar. Y con Oschla he tenido que mantener las distancias
prudentes, pues políticamente no somos muy afines. Aunque ella también repudie,
como yo, toda la política genocida estalinista —ella por supuesto piensa que
Holodomor fue un genocidio propiamente tal, ¿lo conocen?…le parece una
barbaridad, tal como a mí, es insólito que aún se defiendan esos ineptos
comunistas con argumentos tan débiles… »
«¿del uso de armas?…Öschla sí,
tenía un fusil en su armario. Había aprendido en la guerra a dejar armado un
fusil en menos de un minuto. Su habitación da justo debajo mi piso. La escucho
cantar (pues es lo que hace cada noche) canciones ucranianas a sus hijos, que ya
tienen más de 15 años, para que se queden dormidos. Mire comisario, la guerra
le enseña a la gente a estar más tranquila que la que no ha estado en la guerra.
Eso lo aprendí de mi padre. La guerra hasta cierto punto es incluso sana…»
[4]
Se puede percibir en el
presente párrafo la parodia, sino indiscretamente el plagio de una escena aparecida
en Confesiones de una máscara,
primera novela del escritor japonés Yukio Mishima (Tokio, 1925 – 1970), en la
que el protagonista también se masturba con una reproducción de la pintura de
Reni, el pintor italiano postrenacentista. (N. de la E.)
[6]
El retrato en realidad corresponde
a la poeta rusa Marina Tsvietáieva a los 33 años, en París, 1925 (N. de la E.)
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