9
Era la
señora Applebaum la que ahora golpeaba la puerta de Sylvia.
―Sylvia!
Sylvia! ―golpeaba frenética― abre de una vez esa puerta.
―Si no la
abre voy a echarla abajo ―decía amenazante el señor Applebaum arrugando la
nariz, y poniendo sus obesos brazos en posición de combate.
―Déjenla allí,
es lo mismo, es como si no estuviera ―hablaba fuerte y engorroso desde la
cocina el gordo Matt, mientras le daba gustosos mordiscos a una hamburguesa con
tocino y pepinillos.
La señora
Applebaum tocaba y tocaba la puerta, con la palma abierta, y gritaba su nombre.
Daba la impresión de que se podía quedar perfectamente el resto del día
haciendo lo mismo, sin meditar otra opción.
―¿Y las
llaves? ―dijo alumbrado el señor Nash.
―No, no. El antiguo dueño nunca nos las
entregó, ¿recuerdas, Nash?
La señora
Applebaum llamaba a su esposo por su nombre sólo en contadas ocasiones: cuando
éste estaba metiendo la pata en público, cuando se peleaban, o cuando ella
misma estaba en extremo tensa, lo que era rarísimo. La nerviosidad no era lo
suyo, pero sí había momentos en que necesitaba que el mundo la dejara en paz,
que nadie metiera las narices ni a medio centímetro de su campo de acción. Tendía,
en este estado, a caer en movimientos compulsivos y repetitivos; en una suerte
de ejercicio catártico.
―Quizás
se halla cortado las venas, quién sabe ―se escuchó a Matt, sorbiendo una coca-cola, unos escalones arriba, a
mitad de la escalera.
―¡¿Puedes
dejarte de hablar tonterías, Matt?! ―le increpó su madre― Sylvia! Sylvia! ―y siguió
golpeando y golpeando con la palma la blanca e inocua puerta.
―¡Pero si
está loca! No creo que se haya escapado con un chico al cine, ja! ―siguió el
gordo Matt.
―¡Cállate!
¡Cállate! (shut up en inglés) ―lo
retó su padre, puntilloso, casi enfurecido, con una seriedad que se convertía
lentamente en horror ―Voy a echar abajo la puerta, no importa lo que me digas.
―¡No,
Nash, cálmate!, déjamelo a mí.
―¿Te la
vas a pasar toda la tarde golpeando la puerta? Yo lo dejo, quizás le pasó algo.
―No te
atrevas Nash. No por una niña malcriada vas a romper una puerta, ¡dios mío!
―Já!,
¿una puerta? ¿Y si esa niña se ha hecho daño, ah? ¿Qué me dices? ―quedó como
helado un momento, sorprendido por sus propias palabras. Matt lo miraba
crédulo, acongojado. La señora Applebaum apoyaba su frente en la puerta, con
los ojos cerrados. Ya no la golpeaba.
Se hizo
un silencio perturbador.
―Las
llaves están en la despensa de la cocina, en la caja redonda de galletas― dijo
entre dientes la señora Applebaum, resignada.
―Pero
qué…― no alcanzó a terminar el señor Nash, sorprendido por la mentira de su
esposa.
Nunca,
jamás, en sus 22 años de matrimonio le había escuchado una mentira.
Sus
ojos la miraban de otra manera.
En eso el
gordo Matt se apuró a ir a por ellas, en un reflejo a la vez morboso y de
nervio. Se sentía tronar su anatomía bajar el resto de las escaleras, en tanto
el señor Applebaum aún miraba, estático, a su esposa con afectada expresión.
Mientras se
escuchaba al gordo revolver en la despensa
bolsas de snacks y comida enlatada en busca de la mentada cajita de
galletas, el señor Applebaum, con la pura mirada, le exigía a su esposa una
explicación.
―No iba a
llegar a estas consecuencias por una niña caprichosa, Nash ―contestó secamente.
―¿Qué,
consecuencias?, pero de qué hablas ¡¿Qué consecuencias, por el amor de dios?!
―¡¡Es una
niña malcriada, cómo quieres que le prestemos tanta atención!! ―asestó
saliéndose de sus ribetes ―Solamente lo hago porque tú estás preocupado de que
se halla hecho daño.
―No me
metas a mí en eso, tú-me-men-tis-te ―la increpó acentuando con el dedo,
apuntando el suelo― ¿Sabes lo que significa eso? ¿Crees que podría volver a
confiar en ti? pero es que… ―se da la vuelta con la mano en la frente― oh por
dios, no puedo creérmelo, tú mintiendo, es absurdo ―como riéndose de la
situación― no me lo puedo creer, sabes? De verdad que no me lo puedo creer… ―movía
la cabeza negando.
―No seas
exagerado, Nash. No te voy a dar más explicaciones. Sylvia es una chica
malcriada, y es por culpa tuya, ¡pero si no puedes ni controlarla!
El
gordo Matt subió enrojecido del cansancio, con la lengua afuera, jadeando, con las llaves colgándole de un
dedo. El esfuerzo lo hizo detenerse frente a su padre y dar un hondo respiro
antes de entregárselas.
El señor
Applebaum, con la expresión grave y el ceño fruncido, metió ―al fin― la llave
en la cerradura.
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