Las relaciones entre Arte y Crimen han sido comidilla de un sin fin de análisis y obras. Sin ir más lejos, un texto esclarecedor por antonomasia, Sobre el asesinato como una de las bellas artes de Thomas de Quincey, nos ofrece indiscretamente las virtudes estéticas del homicidio calculado. Por otra parte, si nos ponemos a hablar de indiscretos, el marqués de Sade en las 120 jornadas de Sodoma nos describe, sin escrúpulos y con aquel lenguaje tan ilustrado, los placeres que le provoca el sufrimiento ajeno; que llegan en sus últimas páginas a la destrucción de los cuerpos y, por fin, a la tan detestada muerte (no quería que murieran, quería verlos sufrir). Pero esto no se acaba allí, en aquellos escritores sucios y pervertidos de pasadas épocas. El crimen, de cierta manera, siempre ha estado involucrado, sino de manera fundacional, en la literatura y en las artes. Basta mencionar aquel género literario moderno tan leído, fundado por Poe y reconducido en sus diversas variantes hasta nuestros días, el género policial; que no deja de alimentarnos con sus historias sórdidas y sangrientas cargadas de inteligencia y estilo. En fin, como digo, no es nueva esta relación, y supongo que es de no acabar.
Pero para este caso el crimen y el arte, si bien fueron las dos vías de un mismo camino, se condujeron, curiosamente, dándose la espalda; al menos eso es lo que ella dice. Me refiero a Mariana Callejas, ex agente de la DINA, involucrada en los asesinatos de Carlos Prats y Orlando Letelier, cuya prometedora carrera literaria fue vetada por circunstancias más que obvias. El caso es que Callejas no escribía sobre el crimen; no hay en su obra referencias (al menos descifrables, a excepción del cuento "Un parque pequeño y alegre") a las macabras operaciones que llevó a cabo junto a su esposo, el también agente Michael Townley. No escribía cuentos policiales si queremos ponerlo de ese modo. Escribía sobre los judíos, sobre su adolescencia en Long Island, en Nueva York; sobre lo que es para un judío vivir en Nueva York; sobre los hijos y el matrimonio; sobre la literatura misma, y una cantidad no muy ingente de historias a fines; que fueron elogiadas en su momento por Lafourcade, y que leyeron con atención, y hasta elogiaron, los "donositos", en especial Carlos Iturra, en aquel mítico taller literario en la casa de Lo Curro, donde cuenta la leyenda, Townley torturaba en el sótano al mismo tiempo que Callejas hacía de anfitriona de la escena narrativa chilena de aquellos convulsionados fines de los años 70´. Leyenda que desmintió la propia Callejas, y que de ser así no deja de tener ese halo tenebroso de las lecturas en voz alta en el living de la misma casa donde se calculó, se torturó, y es más, donde se mató.
Callejas se dio a conocer al gran público primero como asesina (bueno, los medios hicieron esto) a finales de los 90´, y luego, ya en los 2000 y como salida de un núcleo escondido pero reluciente de su pasado, como literata. En realidad como personaje de ficción: en especial por un cuento de Iturra, una novela de Bolaño y una pieza teatral de Nona Fernández. Referencias literarias más, referencias menos; es bastante difícil encontrar sus libros. Me parece que publicó no más de dos, un volumen de relatos en los 70´, y ya en los 90' su autobiografía; una suerte de armisticio con su oscuro pasado.
Teniendo de telón de fondo la vida de la mujer -que no deja de ser bastante literaria- les dejo este relato que me encontré en una antología del cuento chileno, que ganó en su época un premio y que denota la incipiente carrera (frustrada por la asesina) de la escritora, Mariana Callejas.
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