miércoles, 30 de septiembre de 2015

LOS ASCENSORES DE JACOB





Recuerdo que llegué a hacer una mueca por lo que dijo, nunca creí que esa muchacha, con esa contextura de ninfa, las cinturas estrechas, el culo pomposo, fuera casada (luego supe que tenía dos hijos, además, lo que me desconcertó aún más.) Talless no dijo nada. Con un gesto le instó a que se levantara y leyera. Así lo hizo, se aclaró la garganta con unas 4 o 5 páginas en su mano izquierda. Bloques de prosa: era un relato. Así que cada uno se acomodó como pudo en aquellas duras y heladas sillas y se dispuso a escuchar a la muchacha extraña. Lo que leyó, saltándose el título y con un tono dramático muy bien logrado, fue lo siguiente:

Por favor, tome asiento; sí, ahí, ahí. Póngase cómodo. ¿Desea usted beber algo? ¿Puedo ofrecerle algo? ¿Agua, café, whisky? No hay problema. No se preocupe. Mire usted, la señorita Louise debe de estar cerca. Me llamó cuando venía en la 27th Wall Street. Usted dijo a las 8. Sí, sí. No hay problema. No, no. Solamente decir que las muchachas son bien puntuales, y que no se presentan antes de hora sólo porque tienen mucho trabajo, sobre todo en estas fechas. Usted sabe. ¿Sí? No, no, por favor; dígame. ¡Oh! Sí, señor; es usted muy perspicaz. Hemos mantenido nuestro nivel a lo largo de los años. Imagínese que este edificio, muy elegante como usted verá, fue construido hace ya 70 años. Por supuesto que cuando llegué aquí, además de carecer de medios —por distintas casualidades de la vida—, era propiedad de un gran Señor, que, si no me falla la memoria, era pariente directo del señor Thomas Alba Edison. Claro, exactamente. No digamos inventor, si no, mejor dicho, propagador; que, dicho sea de paso, suena más elegante y glacial. ¿Cómo? Ah, sí. Ya. Esas casualidades…sí. Quién no las tiene ¿no? Bueno, llegué a Nueva York, ¿cómo diría?; pobre, sin hogar, a la deriva. Figúrese que esto sucedía en el año 1943 o 44, si mal no recuerdo. Me fue difícil instalarme de una vez, y ejercer algún oficio con generosas retribuciones, en aquel tiempo el mundo entero parecía más una bola de cenizas que un sitio donde habitar y yo…(suena el teléfono) perdóneme un momento, por favor (se aleja hacia el pasillo, contesta, cruza un par de palabras y vuelve) Mire, la señorita Louise ha tenido un exabrupto en el metro, al parecer de nuevo las goteras están inundando los pasillos por donde corren los rieles. Cuento viejo como usted conoce. No sé qué le parece…ah, claro, sí bien, no creo que la señorita Louise, en cualquier caso, tome más de 15 minutos en estar acá, está en el Time Square…ah, muchas gracias señor, es usted muy atento. Como ya estamos cerca de la hora, no le importa ¿cierto? Bueno, en fin, le contaré esta historia. Me la contó un amigo mío, que en aquel año en que yo arribaba a Nueva York, esa flamante entrada con la estatua de la libertad y todo eso, él por otra parte llegaba a un lejano país, inhóspito no tanto por su anonimato, sino por lo que ocurría allí, que parecía ser más una de esas novelitas de vaqueros que leían los muchachos en nuestros tiempos. Sí, el país siempre me fue impronunciable. Pero del nombre de la ciudad no me puedo olvidar, pues es tan hermoso —esto, claro, son gustos personales, no se lo tome como un dictamen—,así ,sí…se llamaba Santa María. Sí, Santa María. Mi amigo llegaba a Santa María, que aprovecho de contarle, se llamaba Roman. Un nombre bastante poco común, y por el que sufrió bastantes desvaríos. Pero él era un hombre ejemplar, fuera de cualquier sospecha, honorable, muy noble, y muy generoso; generosísimo diría yo. Pero la guerra, todo eso…Ah, me deja sin palabras. Cómo dice, ¿de los desvaríos? Ah, no, me sería difícil relatárselos señor, me llevaría ya toda la tarde y la mañana siguiente. Además usted está aquí para algo, ¿no? Pues así, a ver…mire, esto siempre le cuento a los muchachos que andan por las calles dándose tiros como unos desatados, de seguro que será de su gusto…bueno, déjeme contarle esta historia que me contó Roman, por allá por el año 53´, lo recuerdo bien, pues fue el año en que nació mi única hija. Roman llegaba de Santa María muy decepcionado, y misteriosamente alterado, apesadumbrado, como cargando con historias que nadie quisiera escucharle. Y aquella tarde, lluviosa como ésta, nos sentamos en la cocina, y bebimos vino, y me contó esto.
Había llegado a Santa María como en una suerte de torbellino furioso, de entre aquellos barcos que zarpaban como balas disparadas al azar desde esa Europa en ruinas y horrorosa, él se embarcó, casi sin pensarlo en uno que ni se imaginaba dónde lo iría a tirar. La tripulación, está demás decirlo, era de lo más variada y anacrónica; mezcla de judíos huyendo del Holocausto que aún se fraguaba en algunas zonas, y de alemanes —ex-nazis como se hacían llamar— huyendo a su vez de la derrota y de la persecución que ahora se cernía sobre ellos. ¿Que cómo son los ex-nazis? Pues ni yo me lo podía imaginar. En fin, el viaje fue horroroso, me contaba Roman, rayano en el canibalismo; ni siquiera se tenía certeza de quién era el capitán; varios saltaron por la borda sobrepasados por la incertidumbre o la locura, y en alguna que otra revuelta murieron otros más, y sus propios asesinos se encargaron de darles sepultura en ultramar. Así pasaron meses. Hasta que un soleado día se divisó en el horizonte tierra y todos saltaron de alegría, y se abrazaron los enemigos, solo hasta que atracaron y notaron que aquella ciudadela no se parecía en nada a Norteamérica. La gente que los fue a ver tenían la tez o muy morena o muy blanca, y hablaban un dialecto que no había escuchado jamás. Así fue pues como Roman arribó a Brasil. ¿Qué me contó? Sólo maravillas. Dijo que era un país extraordinario, y de un exotismo casi místico. Se adentró en la selva amazona, conoció a su gente, sus comidas, sus costumbres, y se hubiese quedado allí de no haber sido que los mismos brasileros estaban tan pobres y desprotegidos que él mismo, por lo que tuvo que encontrar la forma de llegar a algún lugar donde le pudieran ofrecer trabajo decente, y hogar. Roman había trabajado toda su vida, y la guerra le había quitado lo más preciado, que para él era la rutina. Puede parecerle un ser bastante monótono por ello, pero no se apresure; si lo hubiese conocido habría estado de acuerdo conmigo. Así que una de esas tardes en la playa, mendigando, se encontró con un compatriota que de inmediato le aconsejó que se fuera con él, que partirían a la mañana siguiente a un país que gozaba, en esos tiempos tan tristes, de buena vida y trabajo. Así que Roman sin pensárselo dos veces cogió las pocas pertenencias que tenía y se subió a la parte trasera de un camión que lo llevó a Santa María. A ver, Santa María no sé cómo describírselo. Roman era muy bueno contando historias, y te transportaba a esos lugares como si uno mismo hubiese estado allí. Recuerdo que…déjeme pensarlo bien, claro, me recuerda a Arizona, figúrese aquello, pero con un leve matiz de vegetación. Era lo que él decía: una pampa. ¿Había escuchado eso? Exactamente, ha dado en el clavo. Pues allí mismo Roman llegó y se quedó casi 10 años. ¡Ah! Claro, son los años…cómo no se me ocurrió decirle a su debido tiempo: Roman lleva ya más de 5 años muerto. Se enfermó del estómago. Cáncer, usted sabe. Horrible. Recuerdo cómo, cada vez que lo iba a visitar, se iba quedando paulatinamente más calvo, más flaco y famélico. Una pena. En fin, los viejos se van, los jóvenes se quedan, y helo allí, así es el ciclo de la vida. Como la señorita Louise, es una muchachita nada más, preciosa, y ya sabe, por este oficio conocen el mundo precozmente. Mmm…no se está molestando por su retraso ¿cierto? Perdone usted, ah…es usted muy comprensivo, muchas gracias. Bueno, quedamos en Santa María. Roman consiguió trabajo en una sastrería, era muy hábil con las manos así que problemas en aprender no tuvo. Se fue a vivir a una pensión, en una habitación muy cómoda e ideal, como le gustaba decir a él. Esa pensión estaba a cargo de una ucraniana. Ni se crea que yo no me acuerdo, la ucraniana se llamaba Oschla. Nunca lo he olvidado. Y tenía dos hijos. Roman siempre me habló maravillas de esa señora. Siempre le tuvo mucha simpatía y cariño, pues había vivido casi las mismas circunstancias que él. Había escapado de la guerra unos cuantos años antes. Hitler se había instalado en Ucrania muy pronto, y el éxodo por lo menos allí partió casi al comienzo de la guerra. Oschla también por los caprichos del azar había caído en Santa María. Era viuda. Su marido había muerto hacía poco. Lo poco que habló con Oschla fue muy importante para él. Se forjó una amistad y una complicidad que la mantuvo hasta dejar de verla. Le mandó una carta, me acuerdo, pocos días antes de morir. Puso en el sobre la dirección de aquellos años. No sabía si Oschla aún vivía allí, o, más aún, si seguía viva. Pero, usted creo que también entenderá: no es necesario que lo escuchen, sino decir lo que tiene uno guardado, ¿no? Así que así pasaron los años en casa de la ucra…

En este punto Talless la interrumpió.
—¿Cuánto le falta señorita Lane? Parece como si nos fuera a leer Guerra y Paz.
—Lo que tenga que durar. Y le repito, es señora —le contestó raspando la voz y echándole una mirada furiosa.
—Sólo lo digo, pues, por si no lo sabía, este taller tiene sus tiempos y…
—No soy idiota señor Tall —lo interrumpió— Sé perfectamente que su taller tiene “tiempos”. Por otra parte, me parece de una imprudencia anormal que me interrumpa, considerando que precisamente fue usted mismo quien me pidió que leyera un texto, del que nunca especificó su extensión. Esto es lo que he hecho, ¿puedo continuar? —terminó, casi pegando su rostro al de Talless, con un vozarrón intimidante.
Todos quedaron helados. Ni siquiera Talless, creo, se lo esperaba. Era primera vez que se lo veía echo un ovillo en público, como si su madre catalana lo amenazara entre gritos con darle una tunda con un palo de escoba. Talless se calló, y ni siquiera le dio el nervio para hacerle un gesto en señal de que siguiera. Así que, nuevamente, entre un silencio incómodo, o ensombrecido, Mónica Lane continuó con su lectura:


Un día, a la hora del almuerzo, llegaron a la pensión un par de alemanes en busca de habitaciones. Aparentemente asustadizos hicieron las reverencias correspondientes frente a Öschla en la entrada. Ésta, después de escrutarlos con suspicacia, los hizo pasar al comedor. Allí, además de él, habían dos muchachos que Norman siempre los tuvo por un par de holgazanes, pero que eran simpáticos. Comían. Öschla los presentó, y les preguntó sus nombres. Se sentaron a la mesa con ellos. A Norman le llamó la atención sus expresiones, no se sabía si tenían asco, o si estaban a punto de echarse a llorar. Como era común escuchar de los alemanes después de la guerra, se autodenominaban ex-nazis, o con el eufemismo de “víctimas del nazismo”. Arrepentidos nunca, claro señor, pues los alemanes son de lo más orgullosos y, según ellos, nunca se equivocan, pero sí que pueden ser engañados; no sé si usted opina lo mismo señor. Entonces, mientras los alemanes trataban de explicar algo que nadie entendía muy bien, la tensión se empezó a aflojar y comenzaron a salir los chistes y las risas. Los alemanes no hablaban muy bien el español, ¡se imaginará usted cómo hablaría ese par!, así que los holgazanes dirigieron sus bromas a su modo de hablar, les preguntaban estupideces y ellos contestaban con una solemnidad ridícula. Öschla les mostró sus habitaciones, y se instalaron. Esa misma noche se armó una fiesta en el patio trasero de la pensión. Norman no era muy asiduo a esos encuentros, pero esa vez le pareció prudente ir a conocer a los nuevos moradores. Estaban bebiendo cerveza. Una cerveza extraña, me contaba Norman, parecía una jalea, pero no estaba nada de mal. A los alemanes, al parecer, les había fascinado y bebían desmesuradamente. En un momento de la velada Öschla sacó a colación el tema de la diáspora. Contó parte de su vida. Los alemanes, borrachos como cubas, escuchaban con rara atención. Fue cuando dijo “pero jüdin como soy” o “yo, la jüdin” o una expresión similar. ¿Cómo me dice? ¿Mi opinión? Bueno, yo pienso que…¿ah? Sí, en cualquier caso creo que es lo adecuado. ¿Pero le parece divertido, o quiere hablar de otra cosa? ¡Ah! Pues entonces continúo. Entonces, y aquí empieza lo feo, uno de los alemanes se le acercó tambaleante y le pidió en tono fuerte que repitiera lo que había dicho. Öschla se mostró ofendida. «Qué se ha creído este mocoso», me imagino que le dijo. El alemán le repitió. Öschla le contestó con un reto. El alemán la empujó. Y en el preciso momento en que los holgazanes saltaban de sus sitios a correr al alemán insolente, y Norman intentaba hacerlos entrar en razón, el otro alemán sacó una navaja. La navaja le hizo empuñarle el corazón. Aquí viene la infamia. Con la navaja hizo el gesto al cielo, y gritó ¡Heil Hitler! Se abalanzó ciegamente hacia Öschla y le enterró el puñal en el estómago. El grito de Öschla, me contaba Norman, fue de lo más sobrecogedor que ha escuchado en la vida, incluso más que una ópera de Brahms o los versos más sublimes de Goethe, y nunca lo olvidó; un alarido de dolor y de rabia que resonó largo tiempo en ese caserón. Norman me lo contaba con tanta vehemencia que llegaba a escucharlo. Si no hubiese sido por él, oh, buen hombre, a Öschla la hubiesen matado a puñaladas. El alemán parecía un poseído y metía y sacaba el cuchillo de su estómago. En ese punto, uno de los holgazanes le dio una patada en la intimidad al alemán. Éste se cayó al suelo y se quedó retorciéndose, pero el otro le saltó encima y cuando estaba pronto a enterrarle su propio cuchillo, el otro holgazán pegó un tiro al cielo con su revólver. Allí, me contaba Norman, todo se volvió un caos o, mejor dicho, todo se detuvo. El holgazán apuntó a uno de los alemanes, justo cuando el otro alemán cogía al otro holgazán y le ponía el cuchillo en el cuello. Entonces ambos, el de la pistola y el del cuchillo se pusieron a decirse disparates, uno en alemán, el otro en español, naturalmente. Roman me dijo que el alemán del cuchillo le hacía unos gestos al que se retorcía en el piso, como diciéndole que la pistola del holgazán era de mentira, que era a fogueo. Entonces el alemán se paró, confiado, y comenzó a acercarse al holgazán de la pistola. Éste sin pensarlo dos veces le disparó en el pecho, y el alemán cayó al piso dejando un charco de sangre. Había muerto. El otro alemán se volvió loco y gritaba como nena. Lo terminaron amarrando. Esta parte no me la puedo creer. Según Norman, lo llevaron al zaguán ubicado detrás del patio, que lo rociaron con gasolina y le prendieron fuego. Fueron en busca  del otro cadáver y lo tiraron también a las llamas, como a un vacuno. El par de holgazanes se quedaron mirando los cuerpos incendiarse, hasta que se consumió el último vestigio de alemán. Quedaba asqueada cuando Norman me contaba todo ese hecho con lujo de detalles, pero había en ello una suerte de dulce venganza. El nazi ardiendo. Un diminuto halo de justicia por mi pueblo. La violencia da sus satisfacciones, ¿no lo cree? A Öschla la salvó su gruesa humanidad y los rápidos instintos de Norman, que la llevó apenas se incineraron los cuerpos, al Hospital; no pasó más de una semana en él, esperando a que se le cayeran los puntos; que no es menor, me parece que fueron casi treinta. Menos mal. Las mujeres que huimos del horror pareciéramos ya no morir nunca más, pues es como si ya nos hubiésemos muerto…Ni se imagina lo que un nazi hizo conmigo, allá en Polonia. Norman —creo que no se lo he dicho— fue mi esposo durante casi veinte años, luego murió de cáncer al estómago, como le digo; sin él no sé qué hubiera hecho sola en Nueva York, traumada y perseguida, qué peor; la sinagoga acá en su momento estuvo llena de espías nazis…(suena el timbre de la puerta. Con un cordel tira de la manilla y luego se siente a alguien cerrar la puerta. Unos pasos por el pasillo. Ella, con las manos inquietas y sentada en el bordillo del asiento, le hace una sonrisa al hombre que la escuchaba. La señorita Louise se ve en el marco de la puerta, lleva la falda a la mitad de sus muslos, los labios muy rojos, y el cabello cogido entero por detrás con un moño insulso. Antes de levantarse, el hombre abriendo mucho los ojos, llenos de sangre, le dice de repente —Judía loca hija de perra—, le tira un gargajo en los zapatos y luego se dispone a coger de la cintura a la señorita Louise ansiando llevársela pronto a alguna de las habitaciones del segundo piso.)


         Entonces, Mónica corrió su mirada del último papel. Hizo una especie de reverencia, inusualmente tímida, y se volvió a sentar. Se hizo un silencio insoportable.



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