Recuerdo que llegué a hacer una mueca
por lo que dijo, nunca creí que esa muchacha, con esa contextura de ninfa, las
cinturas estrechas, el culo pomposo, fuera casada (luego supe que tenía dos
hijos, además, lo que me desconcertó aún más.) Talless no dijo nada. Con un
gesto le instó a que se levantara y leyera. Así lo hizo, se aclaró la garganta
con unas 4 o 5 páginas en su mano izquierda. Bloques de prosa: era un relato.
Así que cada uno se acomodó como pudo en aquellas duras y heladas sillas y se
dispuso a escuchar a la muchacha extraña. Lo que leyó, saltándose el título y con
un tono dramático muy bien logrado, fue lo siguiente:
Por favor, tome
asiento; sí, ahí, ahí. Póngase cómodo. ¿Desea usted beber algo? ¿Puedo
ofrecerle algo? ¿Agua, café, whisky? No hay problema. No se preocupe. Mire
usted, la señorita Louise debe de estar cerca. Me llamó cuando venía en la 27th
Wall Street. Usted dijo a las 8. Sí, sí. No hay problema. No, no. Solamente
decir que las muchachas son bien puntuales, y que no se presentan antes de hora
sólo porque tienen mucho trabajo, sobre todo en estas fechas. Usted sabe. ¿Sí?
No, no, por favor; dígame. ¡Oh! Sí, señor; es usted muy perspicaz. Hemos
mantenido nuestro nivel a lo largo de los años. Imagínese que este edificio,
muy elegante como usted verá, fue construido hace ya 70 años. Por supuesto que
cuando llegué aquí, además de carecer de medios —por distintas casualidades de
la vida—, era propiedad de un gran Señor, que, si no me falla la memoria, era
pariente directo del señor Thomas Alba Edison. Claro, exactamente. No digamos
inventor, si no, mejor dicho, propagador; que, dicho sea de paso, suena más
elegante y glacial. ¿Cómo? Ah, sí. Ya. Esas casualidades…sí. Quién no las tiene
¿no? Bueno, llegué a Nueva York, ¿cómo diría?; pobre, sin hogar, a la deriva.
Figúrese que esto sucedía en el año 1943 o 44, si mal no recuerdo. Me fue difícil
instalarme de una vez, y ejercer algún oficio con generosas retribuciones, en
aquel tiempo el mundo entero parecía más una bola de cenizas que un sitio donde
habitar y yo…(suena el teléfono) perdóneme un momento, por favor (se aleja
hacia el pasillo, contesta, cruza un par de palabras y vuelve) Mire, la
señorita Louise ha tenido un exabrupto en el metro, al parecer de nuevo las
goteras están inundando los pasillos por donde corren los rieles. Cuento viejo
como usted conoce. No sé qué le parece…ah, claro, sí bien, no creo que la
señorita Louise, en cualquier caso, tome más de 15 minutos en estar acá, está
en el Time Square…ah, muchas gracias señor, es usted muy atento. Como ya
estamos cerca de la hora, no le importa ¿cierto? Bueno, en fin, le contaré esta
historia. Me la contó un amigo mío, que en aquel año en que yo arribaba a Nueva
York, esa flamante entrada con la estatua de la libertad y todo eso, él por
otra parte llegaba a un lejano país, inhóspito no tanto por su anonimato, sino
por lo que ocurría allí, que parecía ser más una de esas novelitas de vaqueros
que leían los muchachos en nuestros tiempos. Sí, el país siempre me fue
impronunciable. Pero del nombre de la ciudad no me puedo olvidar, pues es tan
hermoso —esto, claro, son gustos personales, no se lo tome como un dictamen—,así
,sí…se llamaba Santa María. Sí, Santa María. Mi amigo llegaba a Santa María,
que aprovecho de contarle, se llamaba Roman. Un nombre bastante poco común, y
por el que sufrió bastantes desvaríos. Pero él era un hombre ejemplar, fuera de
cualquier sospecha, honorable, muy noble, y muy generoso; generosísimo diría
yo. Pero la guerra, todo eso…Ah, me deja sin palabras. Cómo dice, ¿de los
desvaríos? Ah, no, me sería difícil relatárselos señor, me llevaría ya toda la
tarde y la mañana siguiente. Además usted está aquí para algo, ¿no? Pues así, a
ver…mire, esto siempre le cuento a los muchachos que andan por las calles
dándose tiros como unos desatados, de seguro que será de su gusto…bueno, déjeme
contarle esta historia que me contó Roman, por allá por el año 53´, lo recuerdo
bien, pues fue el año en que nació mi única hija. Roman llegaba de Santa María
muy decepcionado, y misteriosamente alterado, apesadumbrado, como cargando con
historias que nadie quisiera escucharle. Y aquella tarde, lluviosa como ésta,
nos sentamos en la cocina, y bebimos vino, y me contó esto.
Había llegado a
Santa María como en una suerte de torbellino furioso, de entre aquellos barcos
que zarpaban como balas disparadas al azar desde esa Europa en ruinas y horrorosa,
él se embarcó, casi sin pensarlo en uno que ni se imaginaba dónde lo iría a
tirar. La tripulación, está demás decirlo, era de lo más variada y anacrónica;
mezcla de judíos huyendo del Holocausto que aún se fraguaba en algunas zonas, y
de alemanes —ex-nazis como se hacían llamar— huyendo a su vez de la derrota y
de la persecución que ahora se cernía sobre ellos. ¿Que cómo son los ex-nazis?
Pues ni yo me lo podía imaginar. En fin, el viaje fue horroroso, me contaba
Roman, rayano en el canibalismo; ni siquiera se tenía certeza de quién era el
capitán; varios saltaron por la borda sobrepasados por la incertidumbre o la
locura, y en alguna que otra revuelta murieron otros más, y sus propios
asesinos se encargaron de darles sepultura en ultramar. Así pasaron meses.
Hasta que un soleado día se divisó en el horizonte tierra y todos saltaron de
alegría, y se abrazaron los enemigos, solo hasta que atracaron y notaron que
aquella ciudadela no se parecía en nada a Norteamérica. La gente que los fue a
ver tenían la tez o muy morena o muy blanca, y hablaban un dialecto que no
había escuchado jamás. Así fue pues como Roman arribó a Brasil. ¿Qué me contó?
Sólo maravillas. Dijo que era un país extraordinario, y de un exotismo casi
místico. Se adentró en la selva amazona, conoció a su gente, sus comidas, sus
costumbres, y se hubiese quedado allí de no haber sido que los mismos
brasileros estaban tan pobres y desprotegidos que él mismo, por lo que tuvo que
encontrar la forma de llegar a algún lugar donde le pudieran ofrecer trabajo
decente, y hogar. Roman había trabajado toda su vida, y la guerra le había
quitado lo más preciado, que para él era la rutina. Puede parecerle un ser
bastante monótono por ello, pero no se apresure; si lo hubiese conocido habría
estado de acuerdo conmigo. Así que una de esas tardes en la playa, mendigando,
se encontró con un compatriota que de inmediato le aconsejó que se fuera con
él, que partirían a la mañana siguiente a un país que gozaba, en esos tiempos
tan tristes, de buena vida y trabajo. Así que Roman sin pensárselo dos veces
cogió las pocas pertenencias que tenía y se subió a la parte trasera de un
camión que lo llevó a Santa María. A ver, Santa María no sé cómo describírselo.
Roman era muy bueno contando historias, y te transportaba a esos lugares como
si uno mismo hubiese estado allí. Recuerdo que…déjeme pensarlo bien, claro, me
recuerda a Arizona, figúrese aquello, pero con un leve matiz de vegetación. Era
lo que él decía: una pampa. ¿Había escuchado eso? Exactamente, ha dado en el clavo.
Pues allí mismo Roman llegó y se quedó casi 10 años. ¡Ah! Claro, son los
años…cómo no se me ocurrió decirle a su debido tiempo: Roman lleva ya más de 5
años muerto. Se enfermó del estómago. Cáncer, usted sabe. Horrible. Recuerdo
cómo, cada vez que lo iba a visitar, se iba quedando paulatinamente más calvo,
más flaco y famélico. Una pena. En fin, los viejos se van, los jóvenes se
quedan, y helo allí, así es el ciclo de la vida. Como la señorita Louise, es
una muchachita nada más, preciosa, y ya sabe, por este oficio conocen el mundo
precozmente. Mmm…no se está molestando por su retraso ¿cierto? Perdone usted,
ah…es usted muy comprensivo, muchas gracias. Bueno, quedamos en Santa María. Roman
consiguió trabajo en una sastrería, era muy hábil con las manos así que
problemas en aprender no tuvo. Se fue a vivir a una pensión, en una habitación
muy cómoda e ideal, como le gustaba decir a él. Esa pensión estaba a cargo de
una ucraniana. Ni se crea que yo no me acuerdo, la ucraniana se llamaba Oschla.
Nunca lo he olvidado. Y tenía dos hijos. Roman siempre me habló maravillas de
esa señora. Siempre le tuvo mucha simpatía y cariño, pues había vivido casi las
mismas circunstancias que él. Había escapado de la guerra unos cuantos años
antes. Hitler se había instalado en Ucrania muy pronto, y el éxodo por lo menos
allí partió casi al comienzo de la guerra. Oschla también por los caprichos del
azar había caído en Santa María. Era viuda. Su marido había muerto hacía poco. Lo
poco que habló con Oschla fue muy importante para él. Se forjó una amistad y
una complicidad que la mantuvo hasta dejar de verla. Le mandó una carta, me
acuerdo, pocos días antes de morir. Puso en el sobre la dirección de aquellos
años. No sabía si Oschla aún vivía allí, o, más aún, si seguía viva. Pero,
usted creo que también entenderá: no es necesario que lo escuchen, sino decir
lo que tiene uno guardado, ¿no? Así que así pasaron los años en casa de la
ucra…
En este punto Talless la interrumpió.
—¿Cuánto le falta señorita Lane? Parece como
si nos fuera a leer Guerra y Paz.
—Lo que tenga que durar. Y le repito, es
señora —le contestó raspando la voz y echándole una mirada furiosa.
—Sólo lo digo, pues, por si no lo sabía,
este taller tiene sus tiempos y…
—No soy idiota señor Tall —lo
interrumpió— Sé perfectamente que su taller tiene “tiempos”. Por otra parte, me
parece de una imprudencia anormal que me interrumpa, considerando que precisamente
fue usted mismo quien me pidió que leyera un texto, del que nunca especificó su
extensión. Esto es lo que he hecho, ¿puedo continuar? —terminó, casi pegando su
rostro al de Talless, con un vozarrón intimidante.
Todos quedaron helados. Ni siquiera
Talless, creo, se lo esperaba. Era primera vez que se lo veía echo un ovillo en
público, como si su madre catalana lo amenazara entre gritos con darle una
tunda con un palo de escoba. Talless se calló, y ni siquiera le dio el nervio
para hacerle un gesto en señal de que siguiera. Así que, nuevamente, entre un
silencio incómodo, o ensombrecido, Mónica Lane continuó con su lectura:
Un día, a la
hora del almuerzo, llegaron a la pensión un par de alemanes en busca de
habitaciones. Aparentemente asustadizos hicieron las reverencias
correspondientes frente a Öschla en la entrada. Ésta, después de escrutarlos
con suspicacia, los hizo pasar al comedor. Allí, además de él, habían dos
muchachos que Norman siempre los tuvo por un par de holgazanes, pero que eran simpáticos.
Comían. Öschla los presentó, y les preguntó sus nombres. Se sentaron a la mesa
con ellos. A Norman le llamó la atención sus expresiones, no se sabía si tenían
asco, o si estaban a punto de echarse a llorar. Como era común escuchar de los
alemanes después de la guerra, se autodenominaban ex-nazis, o con el eufemismo
de “víctimas del nazismo”. Arrepentidos nunca, claro señor, pues los alemanes
son de lo más orgullosos y, según ellos, nunca se equivocan, pero sí que pueden
ser engañados; no sé si usted opina lo mismo señor. Entonces, mientras los
alemanes trataban de explicar algo que nadie entendía muy bien, la tensión se
empezó a aflojar y comenzaron a salir los chistes y las risas. Los alemanes no
hablaban muy bien el español, ¡se imaginará usted cómo hablaría ese par!, así
que los holgazanes dirigieron sus bromas a su modo de hablar, les preguntaban
estupideces y ellos contestaban con una solemnidad ridícula. Öschla les mostró
sus habitaciones, y se instalaron. Esa misma noche se armó una fiesta en el
patio trasero de la pensión. Norman no era muy asiduo a esos encuentros, pero
esa vez le pareció prudente ir a conocer a los nuevos moradores. Estaban
bebiendo cerveza. Una cerveza extraña, me contaba Norman, parecía una jalea,
pero no estaba nada de mal. A los alemanes, al parecer, les había fascinado y
bebían desmesuradamente. En un momento de la velada Öschla sacó a colación el
tema de la diáspora. Contó parte de su vida. Los alemanes, borrachos como
cubas, escuchaban con rara atención. Fue cuando dijo “pero jüdin como soy” o “yo, la jüdin”
o una expresión similar. ¿Cómo me dice? ¿Mi opinión? Bueno, yo pienso que…¿ah?
Sí, en cualquier caso creo que es lo adecuado. ¿Pero le parece divertido, o
quiere hablar de otra cosa? ¡Ah! Pues entonces continúo. Entonces, y aquí
empieza lo feo, uno de los alemanes se le acercó tambaleante y le pidió en tono
fuerte que repitiera lo que había dicho. Öschla se mostró ofendida. «Qué se ha
creído este mocoso», me imagino que le dijo. El alemán le repitió. Öschla le
contestó con un reto. El alemán la empujó. Y en el preciso momento en que los
holgazanes saltaban de sus sitios a correr al alemán insolente, y Norman
intentaba hacerlos entrar en razón, el otro alemán sacó una navaja. La navaja
le hizo empuñarle el corazón. Aquí viene la infamia. Con la navaja hizo el
gesto al cielo, y gritó ¡Heil Hitler! Se
abalanzó ciegamente hacia Öschla y le enterró el puñal en el estómago. El grito
de Öschla, me contaba Norman, fue de lo más sobrecogedor que ha escuchado en la
vida, incluso más que una ópera de Brahms o los versos más sublimes de Goethe,
y nunca lo olvidó; un alarido de dolor y de rabia que resonó largo tiempo en
ese caserón. Norman me lo contaba con tanta vehemencia que llegaba a
escucharlo. Si no hubiese sido por él, oh, buen hombre, a Öschla la hubiesen
matado a puñaladas. El alemán parecía un poseído y metía y sacaba el cuchillo de
su estómago. En ese punto, uno de los holgazanes le dio una patada en la
intimidad al alemán. Éste se cayó al suelo y se quedó retorciéndose, pero el
otro le saltó encima y cuando estaba pronto a enterrarle su propio cuchillo, el
otro holgazán pegó un tiro al cielo con su revólver. Allí, me contaba Norman,
todo se volvió un caos o, mejor dicho, todo se detuvo. El holgazán apuntó a uno
de los alemanes, justo cuando el otro alemán cogía al otro holgazán y le ponía
el cuchillo en el cuello. Entonces ambos, el de la pistola y el del cuchillo se
pusieron a decirse disparates, uno en alemán, el otro en español, naturalmente.
Roman me dijo que el alemán del cuchillo le hacía unos gestos al que se
retorcía en el piso, como diciéndole que la pistola del holgazán era de
mentira, que era a fogueo. Entonces el alemán se paró, confiado, y comenzó a
acercarse al holgazán de la pistola. Éste sin pensarlo dos veces le disparó en
el pecho, y el alemán cayó al piso dejando un charco de sangre. Había muerto.
El otro alemán se volvió loco y gritaba como nena. Lo terminaron amarrando.
Esta parte no me la puedo creer. Según Norman, lo llevaron al zaguán ubicado
detrás del patio, que lo rociaron con gasolina y le prendieron fuego. Fueron en
busca del otro cadáver y lo tiraron
también a las llamas, como a un vacuno. El par de holgazanes se quedaron
mirando los cuerpos incendiarse, hasta que se consumió el último vestigio de
alemán. Quedaba asqueada cuando Norman me contaba todo ese hecho con lujo de
detalles, pero había en ello una suerte de dulce venganza. El nazi ardiendo. Un
diminuto halo de justicia por mi pueblo. La violencia da sus satisfacciones,
¿no lo cree? A Öschla la salvó su gruesa humanidad y los rápidos instintos de
Norman, que la llevó apenas se incineraron los cuerpos, al Hospital; no pasó más
de una semana en él, esperando a que se le cayeran los puntos; que no es menor,
me parece que fueron casi treinta. Menos mal. Las mujeres que huimos del horror
pareciéramos ya no morir nunca más, pues es como si ya nos hubiésemos muerto…Ni
se imagina lo que un nazi hizo conmigo, allá en Polonia. Norman —creo que no se
lo he dicho— fue mi esposo durante casi veinte años, luego murió de cáncer al
estómago, como le digo; sin él no sé qué hubiera hecho sola en Nueva York,
traumada y perseguida, qué peor; la sinagoga acá en su momento estuvo llena de
espías nazis…(suena el timbre de la puerta. Con un cordel tira de la manilla y
luego se siente a alguien cerrar la puerta. Unos pasos por el pasillo. Ella,
con las manos inquietas y sentada en el bordillo del asiento, le hace una
sonrisa al hombre que la escuchaba. La señorita Louise se ve en el marco de la
puerta, lleva la falda a la mitad de sus muslos, los labios muy rojos, y el
cabello cogido entero por detrás con un moño insulso. Antes de levantarse, el
hombre abriendo mucho los ojos, llenos de sangre, le dice de repente —Judía loca
hija de perra—, le tira un gargajo en los zapatos y luego se dispone a coger de
la cintura a la señorita Louise ansiando llevársela pronto a alguna de las
habitaciones del segundo piso.)
Entonces, Mónica corrió su mirada del
último papel. Hizo una especie de reverencia, inusualmente tímida, y se volvió
a sentar. Se hizo un silencio insoportable.
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