Ciertos
fragmentos efímeros coagulan y gaviotas negras, que emergen de un papel
manchado de sangre, me encierran de repente; y aquel sable largo y angosto, que
me ha herido, cruza mi mirada, como la nube del Chien Andalú, abriéndome los
ojos y mostrando lo que realmente hay en ellos: un anfiteatro nocturno, leones
danzando. He vuelto la mirada, le he hecho el quite a la cámara y su lenguaje
paranoico; he desistido. Y lo prometo, de una vez y en más, que el ojo avizor
que delata la humillación plena -ese harakiri sentimental- no se le dará más de
comer en éste: mi imperio: mi cuerpo sagrado.
Lo que leo cada noche, como un
demonio, me suspira a la boca, y claro que no es poesía; más bien versos náufragos
en papeles de prosa común, de best sellers decimonónicos, de literatura para
frenéticos; por ejemplo: El invisible escritor nocturno: de día se mueve como un sonámbulo. Hay una serie con la figura del copista, el que lee por escrito textos ajenos: es la prehistoria del autor moderno. Y hay muchos amanuenses imaginarios a lo largo de la historia, que han perdurado hasta hoy: Bartleby, el espectral escribiente de Melville; Nemo, el copista sin identidad —su nombre es Nadie, de Bleak House de Dickens—; Franlois Bouvard y su amigo Juste Pécuchet de Flaubert; Shem (the Penman), el alucinado escriba que confunde las letras en el Finnegans Wake; Pierre Menard, el fiel transcriptor del Quijote. ¿No era la copia —en la escuela— el primer ejercicio de escritura «personal»? La copia estaba antes del dictado y antes de la «composición» (Piglia dixit.)
Situaciones enigmáticas como ésta me
sobrecogen, como si Robinson leyera a Defoe, el único libro que se le permitió
llevar a su pequeña isla.
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