Antaño una princesa
nacía bendecida por hadas que le deseaban todos los bienes de este mundo. Pero
siempre había una que predecía la maldición y la muerte. Por suerte solía
quedar otra, rezagada, que podía revertir la maldición. Esos valores
legendarios han envuelto el caso Diana, princesa de Gales. Sin embargo, ahora
el cuento termina mal, porque el hada maldiciente fue sustituida por los paparazzi. El chofer borracho no fue más
que un incordio, a la altura de un error sintáctico en una ficción que sobresaltó
al mundo. ¿Hay algo que agregar a un reality
show sobre el que parece haberse dicho todo? La prensa blanca canibaliza
sin discriminar y, mientras juzga a los
paparazzi y a la prensa amarilla, no vacila en desplegar escena expropiando
los productos de aquellos: mostró le auto destrozado, el rostro triste y
atónito de los huérfanos, expuso el último reportaje, interrogó a ex amantes de
la princesa, supervisó la existencia de diarios íntimos. Es más, en apretadas
columnas de tamaño restringido, publicó los furores críticos de los analistas
de medios que, de este modo, funcionaron como comodines en un despliegue donde
la prensa que se sospecha a sí misma honesta hace uso de su mala fe: para
criticar lo que denuncia, se ve obligada a describirlo. Y, al igual que la
prensa amarilla, ¡todos a gozar!
La defesa de los
reporteros gráficos y de algunos directores de medios sensacionalistas
británicos, se basó en una dialéctica del partenaire,
entre una figura como Lady Di y los paparazzi
existiría la complementación y el consentimiento de la víctima para con sus
verdugos. La misma lógica que supone que una mujer con minifalda que camina
sola a las tres de la mañana consiente en ser violada, que un masoquista que
goza con el bondage y el fist fucking está buscando la muerte, o
que entre genocidas y guerrilleros funcionó una cupla perfecta sintetizada en
el “por algo habrá sido”. De acuerdo con esta lógica, la responsabilidad de los paparazzi en la muerte de Lady Di
podría resumirse en la palabra excesos
—tan familiar a la política argentina. Y hablando de política, el actor Gerardo
Romano respondió a una pregunta que apelaba a su opinión sobre los paparazzi: “Se me ocurre una frase
fascista, ¿estaba Cabezas acosando a Yabrán?”. No era una frase fascista —por supuesto,
una ironía—, sino una asociación pertinente para, como solía decir Miguel
Briante, dejar de “mezclar la hacienda”, ¿Rodolfo Walsh estaba acosando a
Vandor cuando intentaba averiguar quién mató a Rosendo García? ¿O a todo un sector
del poder de la “revolución libertadora” cuando investigaba los fusilamientos
de José León Suárez? La respuesta es obvia. Los paparazzi se escudan en el derecho de la gente de la información, y
hasta en los riesgos de su oficio. Pero, ¿qué parentesco puede existir,
cobijado bajo el eufemismo información, entre investigar enfrentando la versión
oficial del crimen político y vender senos o besos de princesa?
Al parecer los paparazzi no intervinieron para ayudar a
Lady Di. Pero hay no intervenciones y no intervenciones. Cuando un fotógrafo de
Life fotografió el fusilamiento de un
guerrillero vietnamita, estaba registrando un valioso y escalofriante momento
histórico. Intentar desarmar al agresor hubiera sido un gesto ingenuo,
estúpidamente riesgoso, inútil y, aunque no lo parezca, narcisista. Mientras
Truman Capote estaba escribiendo A sangre
fría, se le acusó de estar esperando con fruición que ahoracaran a los
protagonistas Perry Smith y Dick Hickock, inculpados en el asesinato de la
familiar Clutter, de Kansas. Los condenados estaban persuadidos de que la
intervención de una figura pública como la de Capote podría evitar la condena. Él
podría haber jugado de alma bella
fingiendo una intervención en los acontecimientos. Pero era absurdo. Ningún intelectual —además controvertido y
sexualmente incorrecto— tiene el poder de cambiar una ley de un Estado. A
cambio, escribió un magnífico alegato contra la pena de muerte.
La dialéctica del partenaire sugiere que la prensa
amarilla no hace más que satisfacerlas pulsiones voyeristas del público. Todos
somos cerdos y a los cerdos no nos gustan las margaritas, pero sí alguna que otra
Diana. La prensa de mercado se propone escéptica y conservadora cuando puede
disolver su responsabilidad en la certeza de un chiquero colectivo, donde ella
no hace más que recoger el tocino. Y, sin embargo, como señalaron los analistas
de medios, se podría ofrecer una ética y una legislación alternativas (quizás
los cerdos coman margaritas). Por otra parte, este llanto multitudinario de
niños y ositos, demuestra que las princesas siguen siendo las figuras de las
narrativas fundantes de la infancia.
Pero Diana —el Dios que
no existen la tenga en su gloria— no era Rosa Luxemburgo ni una defensora de
los derechos humanos. Era una flor acorde con el imperio neoconservador: una
adicta al amor por el que derramó ríos de lágrimas, la mujer que soportó, sin
quemar Buckingham, la noticia de que su marido quería ser el tampax de su amante Camila; no alguien
con objetivos plíticos propios, sino una filántropa siempre agachada —para
atenuar su rango— al borde del lecho de enfermos preferentemente de corta edad,
y cuyo modesto sueño era no cuestionar la monarquía sino “acercarla a la gente”.
Como siempre colonizados, los argentinos podríamos responder camorreramente a
la ópera Evita con una Santa Diana, sainete criollo de Iván
González en el papel de millonario egipcio, y para el cual urdir una supuesta
amistad equívoca de Diana con el doctor Milstein y su encuentro fortuito con
Zulemita Yoma en los salones de Versace. ¿Quién podría hacer de Santa Diana?
¿Mariana Nannis?
1997
En: Teoría de la Noche, ed. UDP 2011, selección de Julieta Marchant
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