Escribir
es intentar saber qué
escribiríamos
si escribiéramos.
Marguarite Duras[1]
Mal escritor. Mal imaginante.
Mal lector. Mal hombre. Menos mal que sexo
no le falta.
Hombres mono, locos,
desahuciados, necróticos y benevolentes.
Aquel paseo mudo, en autobús, de
Rulfo y Onetti.
Corriendo, no, aburrido
de esperar la vertiginosidad; escrutas un pequeño espa
cio donde
escribir, como en un hueco llovido, una simpleza. No es frustración, sino una
manera de disponer de tu santa biología. Escribir mientras se duerme. Jerigonzas
vergonzantes. Pero allí está, la obra de un hombre sin tiempo. Se pierde por
las carreteras por donde se deslizan los fecundos centinelas de la poesía, o
los mismísimos cornudos del arte moderno.
Una cosa. Cosificación de
ideas parlantes. Nada. Ni siquiera un aforismo va—
cuo, una limosna
de texto. El degeneramiento obvio que significa escribir sobre la imposibilidad
de la escritura (Walser dixit). Pero se escribe. Y se escribe bien. Buena
puntuación, gramática coherente, sentido.
He vuelto a casa
con la mochila llena de libros robados. ¿Hallar alguna satis-
facción en aquel
acto impúdico? Cuesta bastante, pero luego de un reflexionar anárquico y, en
verdad, práctico, se tiene ante uno la información necesaria para desarmar un
palacio completo, una bomba o desmenuzar un discurso del Presidente. Menos mal
que no he levantado sospechas, pues por este amor desfachatado a la literatura,
y mejor dicho, al libro-objeto, podría arruinarme. Me figuro una redada. Alto
allí, grita un tipo de corbata. Otro que me toma por detrás coge mi mochila, la
revisa. Comienza a sacar ejemplares de libros de Anagrama, de Muchnik, de Visor; y mi corazón se acelera, mi
rostro se compunge, y me pongo a llorar. ¡Y ahora con qué le voy a dar de comer
a mi hija! Exclamaría. Esto de la paranoia es un purísimo teatro.
Nostalgia a todos nos da, incluso a los
que no nacen aún
Oro. Oro quiero
ahora ya. Me trae sin cuidado la revolución. Quiero comprar,
y comprar y
comprar. Tener la libertad de comprar. Quiero comprar hasta venderme, hasta
arrendarme, hasta consumirme, estropearme de mercado.
[1] En realidad esta frase es de
Enrique Vila-Matas. Fue él mismo quien se la adjudicó a Duras, por vergüenza, según
él. (N. de la E.)
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