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A la
mañana siguiente un cielo opaco seguía proporcionándole lluvia en abundancia al
techo de la familia Applebaum. Estaba tan oscuro que el señor Nash tuvo que
encender las luces de la cocina para sentarse a desayunar. Eran las 9 de la
mañana y como acostumbraba se bebía su primera taza de café y comía un
bocadillo: donas rellenas con mermelada de fresa y cubiertas de chocolate
blanco.
Encendió
el televisor. Una maniobra nada difícil pues lo habían puesto sobre la mesa,
les era un fastidio pararse a cambiar de canal cuando se perdía el control
remoto.
Daban el
noticiario de las 8:30. Un tipo con el cabello engominado y unas gafas
demasiado toscas, transmitía un móvil desde las afueras de Cincinnati debido a
un descomunal atochamiento en la ruta 95.
—Y a mí
qué mierda (what the fuck en inglés)
me importa Cincinnati!— aulló idiota. Cambió de canal buscando el programa de
pesca que gustaba tanto ver por las mañanas. No sólo la lluvia sino también el
viento que se alzaba interferían la señal de algunos canales. Dio la vuelta
completa y no lo encontró. El único que tenía buena señal era, precisamente, el
del periodista engominado en Cincinnati. «Mierda» se dijo a sí mismo y se llevó
una dona a la boca.
Se
sentían las pantuflas rozando la felpa de la escalera. Era la señora Applebaum.
Ya se había bañado y echado sus ungüentos. Ahora debía, como era su costumbre
los viernes, desayunar una tostada y un batido de remolacha con ciruelas. Luego
se bañaría nuevamente para sacarse los restos de crema facial.
Entra a
la cocina.
―Buenos
días, dulzura— le dice al señor Nash acercándosele por la espalda para darle un
beso. Este le estira los labios y luego sigue ensimismado, como si le fuera ahora
inevitable, en el noticiario que hace un rato maldecía.
―Y peggy bajará pronto a desayunar,
cariño?— le pregunta el señor Applebaum a su esposa.
―No lo
creo― le contesta —sabes muy bien que duerme hasta las 11, desayuna, luego se
acuesta de nuevo y se vuelve a levantar a las 2 para almorzar.
―Qué vividor
es este chico. ¡Un gozador!― dice el padre con un aire de orgullo.
―Todo es
gracias a ti, cariño.― le dice en un dulce susurro la señora Applebaum. El
señor Nash se la queda mirando con una sonrisilla de satisfacción.
― I love
you (te amo o te quiero en inglés) ― le dice con sincero acento.
― I love
you too, sweett heart (dulzura en
inglés) ― le devuelve ella melosa.
―Me
alcanzarías el periódico de ayer, cariño?― le pide enseguida el señor Nash
desprovisto instantáneamente de cualquier emotividad. La señora Applebaum le
acerca un atado de papeles hechos casi un ovillo.
―No hay
nada que realmente importe en la televisión― continuó como un monólogo―
¿Cincinnati, lo puedes creer? Hay un miserable atochamiento en Cincinnati, de
los que aquí hay hasta en domingo, ¡y ni una sola palabra sobre las lluvias en
Nueva York! Estos ignorantes periodistas no son más que rufianes que contrata
el alcalde, simples mafiosos, para que nadie se entere de que aquí estamos casi
en el diluvio, sin poder salir ni un puto día de casa. ¡Y en verano! Todo el
año trabajando, descuerándome en esa puta (goddamned
en inglés) oficina, ¿pues para qué?, para que llueve todo el bastardo
verano. Y estos hijos de puta no dicen ni una sola puta palabra al respecto.
¿Quién sabe, ah? ¿Quién sabe qué mierda (what
the hell en inglés) está pasando aquí? ¿Ah, cariño?
―No digas
tantas malas palabras, dulzura, los niños después se la pasan blasfemando.― le
responde calmada la señora Applebaum, metiendo los trozos de ciruela y la
remolacha en la juguera.
―Pues lo
siento, lo siento, está bien, pero es que esto ya me tiene harto, mierda.―
abrió el periódico como de un latigazo, y se pudo a leer inclinando la cabeza.
El
murmullo del noticiario le impedía concentrarse. «Mierda carajo», se maldijo en
un susurro, y apagó el televisor, aún idiota, con un solo toque de su dedo.
Fue
cuando se escuchó el aullido del rollizo Matt. Venía del segundo piso, de su
habitación.
—Ma! Pa!
— ¡Algo
le ocurrió a peggy!― dijo la señora
Applebaum con la boca abierta y tocándose el pecho.
El señor
Applebaum desconcertado tiró el periódico en la mesa, y subió corriendo ―dentro
de lo posible― hasta la habitación de su hijo.
Allí
yacía, la opulenta anatomía de Matt Applebaum en su cama deshecha, tal como su
habitación entera, arrodillado sobre el colchón y tocándose la cabeza, como si
de ella le saliera sangre. Exagerado. Ridículo.
―Peggy!―se acercó el señor Nash raudo
hasta su hijo, le tocó la cabeza, comprobó que no era sangre, y luego miró la
pared de la cabeza de la cama.
Escurría
la lluvia por ella. Miró al intersticio entre el techo y la pared, y en efecto,
el agua había hecho una abertura, y caía como en un afluente.
La señora
Applebaum, que llegó justo cuando el señor Nash lo tenía todo bajo control,
corrió a abrazar a su hijo que sollozaba.
―¡Creí
que me habían cortado la cabeza Ma!― le decía entre espasmos el gordo Matt,
mientras se retorcía entre los brazos de su madre.
―Vamos,
dulzura, no ocurrió nada malo. En el baño te quitaré la humedad con la
secadora. ¿Qué quieres de comer, eh? ―le preguntó como consuelo― ¿Qué tal esos
deliciosos waffles que compró tu
padre ayer, con mantequilla de maní y mermelada? ¿Sí? No te vayas a constipar
con este frío cariño, vamos, vamos, yo te llevo.
―Sí Ma,
quiero esos waffles, muero de
hambre.― le dijo aún gimoteando.
Y se
alejaron ambos por el pasillo hacia el baño.
El señor
Nash se hallaba subido al camarote revisando de cerca la gotera.
«Mierda,
mierda, mierda, mierda», se maldecía, negando con su cabeza.
―Bueno,
es hora de arreglarlo― se dijo con un histriónico entusiasmo. Bajó de un salto
la cama, y sintió cómo los resortes del colchón se retorcían y crispaban en su
interior. Pensó que quizás eso también habría que repararlo, o comprar otro,
algún día; pero esto lo olvidó casi de inmediato.
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