En este oscuro cine
destilamos el whisky
y el dolor
transformamos en ojos
Leopoldo María Panero
El
trabajo de cámara me parece bastante malo, como aquellas películas inglesas del
30, de las que ahora vemos tantas por televisión. La escenografía es tan pobre
que uno siente que sería mejor que no hubiera ninguna, y que se actuara contra
un fondo neutro. Pero lo peor para mí es que los actores, en lugar de
interpretar la historia y darle vida, parecen interponerse entre ella y el
público.
Raymond Chandler
Faulkner camina en dirección a los
umbrales dorados de la 20th Century Fox. Creemos, a simple vista, que estamos
entrando en el Paraíso: al fondo se notan algunas colinas verdísimas y
brillantes, pájaros albos con plumas metálicas, y, en un orden casi octaédrico,
unas especies de hangares, guardando a su modo, cada uno, un secreto. A
William, que habiendo visto en su tierna infancia cómo un oso devoraba a un
hombre trozo a trozo, miembro por miembro, estos acontecimientos surreales no
le producen demasiada pasión (aunque, es indiscutible que se morirá, según lo
señala su biografía en la reseña de la Paris
Review, de un ataque cardiaco. Un hombre acorazonado. En esa conmovedora
entrevista sentencia, con un nudo en la garganta, que el novelista no sería más
que un cuentista fracasado, que a su vez, se trataría sino de un poeta
fracasado[1])
Cruza la barrera bicolor, un guardia le hace un gesto con su sombrero, una
bienvenida angelical. Por el pavimento, que se parece más al mármol que al
macadam, desplaza su anatomía, cojeando artificialmente del lado izquierdo,
cargando en su brazo derecho un maletín de cuero suave; y masticando algo que,
viniendo de un hombre del Delta, sería lógico pensar en tabaco, pero que en
realidad es chicle sabor frambuesa. Golpea la puerta de vidrio de un remolque
plateado, abombado, con la forma de un cohete espacial obeso y primitivo. Por
la apariencia de su mosquitera y las persianas de la ventanilla de la puerta,
podría tratarse perfectamente de la consulta de un veterinario como de un detective
privado. Golpea nuevamente, mira sus zapatos, da un vistazo a sus espaldas;
reconoce en la lejanía a una mujer disfrazada de reina árabe, y más allá aún
logra divisar, entre selvas de utilería y semáforos, un globo aerostático con
una niña campesina con rizos bermellones dentro[2]. Y
luego cuando vuelve al frente, escucha por fin unos pasos, pesados, y un mover
de perillas: movimientos concretos. Se abre la puerta y entonces lo ve: abre
los ojos con un horror disimulado, intenta enfocarlo mejor, el sol le ilumina el
rostro hasta vérsele más allá de las pupilas. William las reconoce como suyas,
como si esos ojos, en verdad sus ojos, se hubiesen escapado a aquellas ajenas
cavidades oculares, de un salto, como renacuajos miserables.
Y se imagina, en un lapso vertiginoso,
que su cara carece de ojos, que en el lugar en el que estaban se ve solamente un
hueco de nervio y sangre, así como una caverna, o un santuario, y en los que —y
esto lo encandila— se hallan unas vírgenes de mármol mirando al cielo,
evidentemente erotizadas por dios. El rostro del otro es muy similar al suyo:
los bigotillos, las sienes encanecidas, las facciones ligeramente alargadas,
tanto hacia abajo: los mentones y la mandíbula; como horizontalmente: los ojos,
la boca diminuta. Él tampoco dice mucho, pero luego de un silencio prudente, algún
imperativo social los obliga a presentarse, William le alcanza su mano, sin
poder verbalizar nada, y el otro le dice: Samuel Hammett, encantado. William le devuelve una sonrisa demasiado
fingida, y acepta la invitación que el señor Hammett le hace con la mano para
que entre. La oficina, a pesar de la estrechez del espacio, se nota bastante
amplia. Su implementación, monacal por donde se lo mire, consta de tres sillas,
una para él, y otras dos para sus visitas, al otro lado del largo mesón de
madera, enfrentadas entre sí, y de costado a la suya; como en los despachos
turcos. Detallitos: un florerito en el alfeizar de la única ventanilla, un
rinconcito con una cocinilla, un pequeño mesón repleto de tazas sucias y restos
de tabaco; botellas de bourbon con densos conchos; periódico utilizado tanto
como mantel o como servilleta. En el despacho mismo, en cambio, no hay
periódicos, sino, por supuesto, papeles: papeles, papeles y más papeles,
arrugados, arrimados en torres irregulares, amarrados con cordelillos; y de
todo tipo: escritos a máquina, escritos a mano, y escritos a máquina y
corregidos a mano, con una infinidad de anotaciones microscópicas en forma de
recuadros perfectamente regulares en los costados, entre los párrafos, en los
dorsos, en los bordes. La mayoría, vistos así nada más, parecen largos poemas,
de versículos desiguales, y a momentos bloques grotescos de prosa.
Faulkner
toma asiento y por fin abre la boca:
—
Así
que es usted escritor…
—A
momentos, sí. Todo lo que ve usted desperdigado por mi oficina es, básicamente,
basura. Como sabrá, rara vez un guión cinematográfico se lee. No pasa de ser un
mapa, un procedimiento a seguir que al llegar a su cometido es desechado
—termina, filosófico.
Faulkner
retorna a su silencio. Con las manos entrelazadas, y sobre la mesa, Hammett lo
escruta. La verdad es que, desde el primer momento que lo vio, no esperó nada
de él. Y ahora, con esa expresión ausente, pero no menos altiva, aún cree lo
mismo. Sin embargo, el señor Hammett, como buen escritor y como buen
investigador, nunca se queda con primeras impresiones, y le pregunta de vuelta:
—¿Es
usted escritor? —sin quitarle los ojos de encima.
William
en vez de contestar, abre su maletín con extraña ansiedad, busca en su interior
un atado de papeles amarillentos, como empapados de whisky o cubiertos de
polvo. Los deposita en la mesa y vuelve a su lánguida actitud.
Hammett
pasea sus pupilas entre aquel bulto como de tierra, y los ojillos opacos de
Faulkner, y comienza por un personal impulso a morderse el dedo meñique.
—No
sé si se lo han dicho —le dice a la vez que coge el atado de papeles— pero es
usted bastante silencioso; en exceso me parece.
Obviando
la observación de su interlocutor, William, con tono robótico, expone:
—Es
una historia en clave hardboiled:
traficantes de whisky, trata de blancas, pederastas y una adolescente
desvirgada sangrando por la vagina en el automóvil de su raptor estacionado en
una oxidada gasolinera del Sur.
—¿Y
el muerto? —le pregunta el señor Hammett como un cuestionario.
—No,
no hay muerto —responde titubeando.
Hammett
comienza a moverse inquieto en su silla, y a golpear con un zapato el piso.
Abre un cajón del escritorio. Típico —piensa Faulkner— va a sacar un revolver y
me va a pegar un tiro entre ceja y ceja; y se sonríe: pues ahora sí que hay muerto, le diría mientras el humo y el olor a
pólvora brotara de la boca de su Colt.
Lo
que realmente ocurre, en cambio, es que le ofrece un puro que saca de una
cajita de ébano. Faulkner se asoma un poco sobre la mesa, y elige uno
demorándose inútilmente, pues todos son iguales.
Le
arranca, como un bárbaro, la punta con las muelas, y la escupe en el piso.
Hammett mira todo su proceder con la distancia de un científico. Cuando lo hubo
encendido, y ya emanando amplias volutas de humo, Hammett decide utilizar el
cortador y le saca la punta al suyo y lo bota en un pequeño basurero debajo de
la mesa. Sin darle oportunidad a Faulkner a que le ofreciera fósforos, busca en
otro cajón y saca una pistola.
Faulkner
no tiene tiempo ni de relacionar ideas. Hammett aprieta el gatillo en su
dirección. Y psh! una llamita
enciende la coronilla de su habano. Se echa hacia atrás y lo queda mirando con
satisfacción. Toda esa tontería llevada a cabo en completo silencio le había
parecido casi cómica, absurda, beckettiana. Odia a Beckett por lo mismo.
William
por su parte, más distendido, con el cuerpo aun recto, pero con las piernas
cruzadas, le pregunta:
—¿Es
usted católico?
—Lo
más probable es que lo sea —le contesta en seco.
—Mire
—le dice acomodándose y juntando sus manos sobre sus rodillas— en el Delta
siendo blanco o negro o amarillo, uno hace su trabajo, y lo hace bien, y recibe
a cambio lo que Dios quiera. Es algo bastante decepcionante, pues no tienes ni
derecho a elegir lo que quieres; sin embargo, esto no me ha impedido seguir
creyendo. Curiosamente Dios conoce tus deseos, por ende casi siempre da en el
clavo. El clavo… no sé si me entiende. El hijo en la cruz, el sacrificio, etc.
Pero, quería saber antes que cualquier otra cosa, si… ¿esto me dará de comer?
—¿Se
refiere a escribir guiones? —habla con el puro en la boca.
—Naturalmente
Un
silencio como el que nos ofrece el cinematógrafo cuando se detiene, cuando se
ha acabado la película, queda entre ambos, así fuera un abismo y los sollozos
del viento, levitando.
El
señor Hammett se aclara la garganta.
—Si
no le molesta vivir como un cerdo, no creo que le moleste vivir como un perro
—sentencia.
Faulkner
no termina de comprender la analogía. ¿Los cerdos son al campo como los perros
a la ciudad? O ¿Le está diciendo cerdo? No lo cree, a pesar de ese aire
inmisericordioso, había en aquel hombre comprensión y paz. Por otra parte, los
perros al menos en Mississippi no estaban nada de mal: representaban para él la
nobleza. Pero los que alcanzó a ver en sus caminatas por Los Ángeles le
resultaron ser un penoso bodrio. Imbuido aún en esta meditación, el señor
Hammett lo interrumpe:
—¿Desde
cuándo que escribe usted? Disculpe, ¿cuál es su nombre? No me lo dijo al
entrar.
—Faulkner.
William Faulkner —contesta con pompa.
—Bueno,
señor Faulkner —dice dándole el paso a que respondiera a su primera pregunta.
Éste
mira el techo haciendo memoria, aspira largamente, y suelta el humo como el
chorro de una ballena.
—No
lo recuerdo. Siempre tuve conciencia de las palabras. Armaba frases en mi
cabeza. En realidad canciones, que me cantaba en silencio. No quiero saber en
realidad cuándo comencé a escribir, me parece intrascendente. Lo que sí
recuerdo perfectamente es cuando aprendí a leer. Ese fue mi verdadero hito. Lo
recuerdo nítido…era un recetario de mi difunta madre, descolorido y enclenque
por el uso. De ese libro salió toda mi infancia, que aún recuerdo apenas cuando
vuelvo a comer esas preparaciones…
—Necesito
que me hable de su escritura, señor Faulkner —lo detiene en seco, y algo grave,
al parecer ya lo tiene cabreado— debo tener alguna idea de aquello para
redactar mi informe y ver si es usted capaz o no de redactar guiones legibles.
—Está
bien, está bien —y sin rencor agrega— no sé si le sirve saber que escribo como
hablo.
—En
ese caso usted escribiría bastante poco, por lo que veo. No es lo que se diría
un conversador —observa sardónico.
—Además
de esta novela, tengo ya cinco prácticamente acabadas, y un montón de relatos
cortos —le responde defendiéndose.
—No
se lo tome a mal señor Faulkner. Véalo como un trabajo más, y esto, una
entrevista de trabajo. Sólo relájese y hábleme de sus hábitos. ¿Qué hora le
acomoda más para escribir?
—Desde
que el sol se pone hasta que vuelve a salir.
—¿Es
usted noctámbulo?
—Para
mí es natural. No puedo escribir de día. El día es para el cuerpo y el corazón.
La noche para la mente y las pasiones.
—¿Eso
se lo decía su difunta madre cuando pequeñito?
—Deje
de joderme —responde frunciendo el ceño.
—Uou,
uou, uou— el señor Hammett pega un golpe en la mesa— Nos estamos conociendo
mejor, señor Faulkner. Eso me gusta, que halla comercio entre nosotros, ¿me
comprende? ¿Desea whisky, señor Faulkner?
—Muy
bien— dice deseoso, su afición por el whisky puede hasta con sus más fervorosos
enojos.
El
señor Hammett se levanta de su asiento y se dirige hasta la cocinilla. Faulkner
prosigue con la mirada fija en el sitio donde estaba su interlocutor, como si
éste no hubiese salido de su plano. Medita. El cuello le duele, no comprende
cómo puede permitir que sus visitas le estén mirando siempre de costado, hasta
agarrar quizás un calambre o un desgarro. Los despachos turcos son una
grosería. Ponen las sillas de ese modo para que no les miren a los ojos. En un
rapto le pregunta en voz alta:
—¿Es
usted turco?
Entre
un bramar de vidrios, Hammett contesta secamente y como con un eco que no. Al parecer sabe por qué se lo
pregunta, y esta conversación por ello queda fulminada.
—Sin
hielo si se me permite —agrega cuando siente caer los cubos en el vaso.
El
señor Hammett se acerca con una bebida en cada mano. Es solamente ahí que
Faulkner da vuelta su cabeza para recibir el vaso.
Toma
un gran sorbo, y lo paladea en su lengua. Se guarda sus opiniones sobre la
bebida. Él no es lo que se dice un experto en whiskies, pero años bebiendo,
algo le ha hecho saber. Y este es del malo.
—Mire
—le habla apenas el señor Hammett vuelve a su asiento—. Lo que usted me ha dado
a entender en esta breve conversación es que este trabajo es de lo más bajo e
infeliz. Probablemente el trabajo más miserable al que puede aspirar un
escritor con un mínimo de cariño por su obra. Y digo cariño y no estima, porque
sería ya bastante. Personalmente considero que los novelistas son poetas
fracasados. ¿Pero un guionista? ¡Pues es el fracaso del fracaso! —Hammett
esboza una sonrisa— Un ser inconcebible. Sin embargo, y por ello vuelvo a
repetir mi pregunta, tengo la idea de que se gana más dinero, o al menos, se lo
gana regularmente; lujos que un novelista en ciernes no se permite. Fracaso tras
fracaso se aprende a escribir, si me deja con ello contestar a su famosa
pregunta. Lo que quiero saber señor Hammett es cuánto voy a ganar, cuál es la
paga. Necesito cifras. No vine a Hollywood a describirme a mí mismo, vine a
buscar trabajo. Ahora, dígame cuánto ganaré.
Luego
de un rodeo, y al fin con una expresión de evidente seriedad, le contesta entre
dientes:
—Lo
suficiente.
En
ello se oyen retumbar balazos afuera. William de inmediato gira su cabeza, y
toma una postura en guardia. Mete su mano en el interior de su chaqueta.
Dashiell le dice que no se preocupe, que están rodando una de vaqueros por allí
cerca.
—Todo
no es más que ficción, señor Faulkner —le dice con los ojos brillantes. Al
parecer este tipo puede aportar en algo, piensa el señor Hammett, al menos
lleva un revólver encima.
William
se sonríe adustamente.
—Déjeme
la historia y alguna dirección donde escribirle —le dice concluyente el señor
Hammett— En una semana más le envío las instrucciones a seguir, el reglamento
de la compañía, el contrato, y datos sobre alojamientos acá en L.A. Y, por
supuesto, le devolveré su manuscrito.
—Se
lo agradezco.
Se
dan la mano. Faulkner se para y sale por su cuenta de la casa rodante. Hammett,
cuando siente la mosquitera retumbar al cerrarse, acerca hacia sí la máquina de
escribir, una Olivetti antiquísima, y se pone a teclear lo que sería en un
principio un relato, y luego su última novela: The Thin Man.
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