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Aquel verano de 1998, para más disgusto
de los habitantes de Queens, no hubo ni indicios de sol. Llovió casi un mes
seguido.
La
familia Applebaum se refugió en su casa lo que duró el verano. Su padre, el
rubicundo y obesísimo señor Nash Applebaum, salía por las mañanas en su
destartalado Buick del 91´ a comprar los víveres necesarios para pasar la
tormenta: helados de frutilla y chocolate, cerveza, salchichas y hamburguesas
congeladas, malvaviscos, sopa enlatada, chocolatinas, goma de mascar y papel
higiénico. Al llegar de vuelta al garaje, sus hijos, Matt y Sylvia Applebaum,
salían entusiasmados a su encuentro, como si su padre, a la manera de un esquimal
cazador de focas, se la hubiese pasado toda la mañana taladrando duros y
pesados hielajes para traer el sustento. El primero en meter sus narices a las
bolsas marrones del Supermarket era Matt Applebaum, un mocoso de 90 kilos y 20
años, con debilidad por los videojuegos, la basura y la idiotez. Lo primero que
hacía era abrir el tarro de helado de frutilla con chips de chocolate, de 1 litro,
con un cuchillo, cosa que no lograba sino era azotándolo contra todo el
mobiliario de la cocina, y derramando la mitad del helado en el suelo. Luego,
sin esmerarse por limpiar, se sentaba junto a su hermana en el sofá instalado
frente a un televisor de 80 pulgadas a ver la temporada completa de Friends, que el señor Applebaum —como
buen veterano de los scouts: siempre listo— había arrendado en el Videoclub del
vecindario, precisamente cuando todo Long Island se desternillaban en sus
hogares pensando en si salir o no salir, anegados en sus casas por la tormenta.
Con todo ese tiempo de vacaciones para el magnífico ocio, se le ocurrió
llevarse no solo las series sino también todas las películas habidas y por
haber, dejando no más que una tenue desolación en las estanterías.
Los
hermanos Applebaum ya estaban instalados en su sofá cuando entra la madre en el
living. La señora Applebaum, una mujer de aspecto histérico, esquelética, con
un rostro donde destacaban unas imborrables ojeras mortecinas, un pelo teñido
de color amarillo eléctrico, que mantenía en su lugar con una serie de rulos de
colores fluorescentes y laca. Se quedaba mirando el desastre suscitado en la
cocina y hablando fuerte en dirección a sus hijos, decía:
―Ey!
Matt, pequeño desgraciado (esto lo decía en un susurro), dulzura, ¿qué te he
dicho sobre el helado?, hay que dejarlo descongelar un momento antes de abrirlo
cariño; no estaré todo este verano limpiando el piso.
―Sí, Ma―contestaba
el hijo mecánica-mente, con la mente perdida en la pantalla del televisor,
riéndose entre espasmos a intervalos de tiempo regulares de Bing el idiota, mientras se embadurnaba
los labios con ese aceitoso helado marca Applebeans.
La
familia Applebaum era la típica familia norteamericana de clase media: poseían
todo lo necesario para llevar una vida de bien: empleo, escuela, fondos para
unas vacaciones decentes, seguro de vida y de automóvil, y una casa propia que
pagaron a plazos sin demorarse en ni una sola cuota. No obstante, como es
evidente en las clases medias del este de los Estados Unidos, si bien lo tenían
todo, este todo era un desparpajo, y su signo de vida era la mediocridad más
estricta. Su casa, de 2 pisos, 5 habitaciones, 4 baños y una amplia buhardilla,
se llovía todos los inviernos, y las goteras obligaban a la víctima a cambiarse
de habitación. Los Applebaum se la pasaban lo que durara el invierno rondando
por la casa como un circo itinerante. Hubo una vez en que, luego de una fuerte
pelea matrimonial, el señor Applebaum decidió irse a dormir al garaje. Allí se instaló
con un colchón viejo que guardaban en el entretecho, el olor a encierro y el
polvo que lo tenía casi amarillento no le importaron, y por la mañana se
despertó diciendo, luego de cantar uno de esos himnos de la alegría que les
enseñan en los boys-scout, que había
dormido maravillosamente, que no había sentido nada de frío y los más importante,
que en el garaje no había goteras. Luego de reconciliarse, dos días después, la
señora y el señor Applebaum decidieron instalar su camastro de 2 plazas y media
en el garaje, y pasaron ahí todo el invierno como en la más fiel comodidad
hogareña.
El desastre
que solía presentarse repentinamente en la vida familiar de los Applebaum siempre
era considerado uno de los tantos acontecimientos naturales que les suceden a
familias de su especie. Eran conscientes de su precariedad en la vida
cotidiana, y no es que hicieran grandes esfuerzos por salir adelante, como eran
los preceptos del indulgente american way
of life, sino que la idea era vivir con lo necesario, y no morir de hambre.
Por ejemplo, el día en que Matt les dijo a sus padres que repetiría por quinta
vez de curso (cursaba recién segundo de secundaria y ya contaba 20 años) la
señora Applebaum, sin ningún tipo de reprimenda, lo acercó a su pecho mirando
con una expresión compasiva y empática para con su hijo al señor Applebaum, y éste,
haciendo esfuerzos para mantener una expresión seria, le tiritaba la papada de
emotividad y piedad.
Fue
aquella noche que Sylvia se volvió loca:
—Me dan
asco — les dijo apoyada como un James
Dean en el marco de la puerta.
—Tú y tus
amargas opiniones! —le increpó su madre volteando la cara como un felino— Vete a tu habitación, no ves que mi chanchito (peggy en inglés) está en una situación delicada. Tú también pasarás
por ellas, no eres perfecta!
—Ma, te
recuerdo que yo ya pasé a segundo, y tengo 15.
—Pues no
eres perfecta, ya te lo dije.
—No
entiendes nada! – Sylvia se aceleró, y su tono era iracundo.
—Eh!
Basta Sily, ya es suficiente – le dijo en tono calmado su padre
—No
entiendo cómo lo complacen a él que es un idiota, y a mí no me dicen nada
—Eh, basta
Sylvia!
—Déjala
Pa, está celosa ―asestó Matt el gordo
—¡Nada de
celosa, estúpido idiota, no ves que nuestros padres ya están por vender su ropa
interior por darte de comer, sucio cerdo, y tú no haces más que llorar, y
comer, y cagar (aquí su voz se quebró y ya sollozaba) idiota asqueroso! ¡Te
odio! ¡Y los odios a ustedes dos también!
Los ojos
del señor Applebaum se abrieron casi saliéndose de sus órbitas, quería decir
algo, pero no pudo. A la señora Applebaum sus pupilas parecieron encerrarse en
su cráneo, como succionadas por la impresión. Se tragó un espasmo. El gordo
Matt dejó entrever su furia frustrada, pero era muy tarde, Sylvia ya había
abandonado la escena subiendo en medio de un silencio tenso las escaleras hasta
su habitación, en la que se encerró de un portazo.
Nadie
dijo nada.
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