Ya en el Quijote de Cervantes la novela funcionaba simultáneamente como una máquina de narrar y una máquina de pensar la narración. Es de recordar especialmente al Quijote recogiendo papeles desperdigados por la calle, y mostrándonos a nosotros los lectores su contenido. Estos fragmentos constituían en sí mismos pequeñas obras independientes dentro de otra obra mayor, textos anexos que tenían la función de provocar en el lector la sensación de estar leyendo a otro lector.
Este fenómeno se ha hecho evidente en buena parte de la literatura del siglo pasado hasta la de nuestros días, presentándose desacertadamente, hoy, como novedad, o vanguardia. Se verá que el mecanismo es ya viejo, pero que no deja de tener la frescura y el asombro de los descubrimientos.
Anteriormente ya había pegado un texto de Boris Pilniak, narrador ruso, que reflexionaba con un cuento el mecanismo de los mismos. Ahora les traigo los cuatro primeros capítulos de un texto excepcional de Raymond Queneau, encontrado en la red tras una ardua búsqueda, en el que el propio autor se entromete de tal forma en la ficción que nos da la sensación de estar escribiendo desde dentro de ésta, como un personaje más. Un fantasmagórico acontecimiento literario.
*
Capítulo I
Hazard llevaba un buen rato sentado delante de un vaso de
limonada cuando un personaje, casi tan viejo como él y con la nariz
tintada de violáceo, vino a posar la decrepitud de su cuerpo
retorcido sobre la silla de al lado y pidió un chartruese tibio.
—¡Pero bien tibio, eh! —insistió dirigiéndose al camarero, y
luego, volviéndose hacia Hazard, añadió—: Siempre exijo
absolutamente que esté bien tibio.
—Chartreuse tibio. ¡Hay que oír cada cosa!
—¡Vaya, hombre! Al final acabaremos llorando. Yo que trataba
de hacerle reír. Figúrese, soy un payaso, pa-i-aso, sí, señor, con
el destino siniestro de bromear a todas horas, incluso cuando el
corazón está triste.
—¿Es que tiene algún problema?
—Me llamo Calvaire Mitaine.
Se hace el silencio.
El viejo sabio, es decir Hazard, echó un vistazo a sus
chanclas y, al reparar en que un insecto se paseaba a lo largo de
su tobillo arrugado, lo cogió y lo depositó en una caja de cerillas.
—Es un elephas antiquus —dijo—. Una pieza
rara. Un insecto de extrañas costumbres, de instintos
sorprendentes, capaz de confundir a sus enemigos arrancándose las
patas traseras con el fin de que no se le reconozca. Pero,
perdóneme, tal vez esto le aburra. Aunque, ¡qué quiere que le diga!,
en cuanto un sabio hace su aparición en la novela, éste tiene que
ser botánico o geólogo o zoólogo, en resumidas cuentas, tiene que
interesarse especialmente por la historia natural. Es lo más
sencillo. Un novelista no concibe nunca a un matemático. Por eso yo,
que soy geómetra, por el hecho de aparecer en esta aventura, estoy
obligado, y enfatizo obligado, a convertirme, cuando menos en
apariencia y, como suele decirse, por razones de necesidad, en
entomólogo. ¿Comprende?
—¿De qué aventura me habla? — dijo el payaso, respondiendo a
una pregunta con otra pregunta.
—De la aventura de los quince[1] pulpos de Guinea.
—La desconozco.
Una vez más, el viejo sabio se calló. Luego, después de
pagar su limonada, saludó a Mitaine y se fue a comer.
Pasaron unos chavales.
—¡Menudo caraculo cursi! —se refirieron al payaso.
Una lágrima perló sus ojos.
—O sea que ese hijoputa de autor ha hecho de mí una especie
de Bufón ridículo. Detesta los payasos, el muy imbécil. Pero me las
pagará y le haré fracasar en los capítulos más palpitantes. ¡El
Eleazard ése, que cree que no lo he reconocido! ¡Y que se cree que
ignoro la historia de los pulpos! ¡El muy idiota! ¡Ah! ¡¡Ah!!
¡¡¡Ah!!! ¡¡¡Arreglaremos cuentas, Funeste Agrippa!
Pero mientras tanto, Funeste Agrippa echaba un vistazo
distraído a la cotización de la Bolsa. Cuando hubo acabado,
telefoneó al hotel Parizo donde se hospedaba Minoff.
—Aló, aló. Quiero informarle de que el viejo Mitaine acaba
de llegar. Ándese con ojo.
Después colgó de inmediato.
El banquero, que se disponía a estudiar el Dogma y ritual de
la alta magia de Eliphas Lévi, interrumpió su lectura para
reflexionar acerca de aquella misteriosa llamada telefónica, sobre
todo porque no conocía a nadie que respondiera al nombre de Funeste
Agrippa.
*
Capítulo II
—En fin, Adrien, amigo mío, es algo inaudito. ¿Qué significa
eso? ¿Qué quiere decir? ¿Puede usted explicármelo?
—No, sir.
—Por muy vivalavirgen que sea, lo cierto es que mi revólver
sigue sin aparecer. ¡El tercero en quince días! Voy a acabar por
sospechar.
Adrien no podía aducir ninguna excusa y Pierre Réussi tenía
tal vez algo de razón al estar inquieto, lodos los revólveres que
compraba desaparecían al cabo de dos o tres días y esas inexplicables desapariciones comenzaban a trastornarlo.
—¡Por el amor de Dios, las tres y Jacqueline esperándome!
¿No hay correo para mí?
—No, sir.
—Por muy vivalavirgen que sea, amigo mío… A propósito, ¿no
hay un detective contratado por el hotel?
—Yes, sir.
—Voy a avisarlo. Le escribió rápidamente unas líneas
que le hizo llegar por el botones, cuyo padre era carpintero; luego se
reunió con Jacqueline, quien lo esperaba para dar un paseo por el
borde del acantilado.
—Tiene usted un aspecto sombrío, querido. ¿Qué le sucede?
—Es una locura, Jacqueline. Mi revólver acaba de
desaparecer.
—¿Se han llevado algo más?
—No, nada más, y eso es lo que me inquieta. Y no hay nadie
de quien pueda sospechar.
—Eso es porque carece de imaginación.
(Ruego al lector que sepa apreciar las réplicas de
Jacqueline, espirituales y llenas de gracia. Es toda una corajuda
francesita. Pero sigamos.)
—Pese a todo, no quiero sospechar de Adrien, mi leal
sirviente, que me es tan fiel como un trasto viejo.
—En mi opinión, no lo conoce bien. Adrien no es el hombre
que usted cree.
—¿Cómo que no? ¿Acaso pretende usted conocerlo mejor que yo,
que lo tengo a mi servicio desde hace casi dos años?
—En efecto, sí —dijo ella apasionadamente—, porque él es
mi amante.
Al oír esta confesión, Pierre Réussi se sentó sobre una roca
con la cabeza entre las manos, en actitud contrariada, poniendo un
poco de comedia por su parte al hacerlo, ya que en el fondo solía
burlarse bastante de esta Jacqueline, la cual tenía la pretensión de ser
actriz de cine. Permaneció así un buen rato, con las palmas de las
manos sobre los ojos, lo que le impedía echarse a llorar. Trató
entonces de pensar en la muerte de Luis XVI con indignación, al ser
miembro de Action Française[2].
En ese instante apareció un hombre, elegantemente vestido de
negro, que lanzó a Jacqueline y a Pierre una mirada insolente.
—¿Desea usted algo, señor? —dijo la joven estrella
cinematográfica, ya que era obvio decir alguna cosa.
—¿Han visto ustedes a mi pulpo, a mi pulpo amaestrado?
A Jacqueline le entraron ganas de responderle: «Tu púlpito
soy yo», pues aquel hombre le gustó mucho nada más verlo, pero
creyó inoportuno hacerlo, ya que, en tales circunstancias, una
broma de ese estilo no sería bien recibida. Además, en ese preciso
momento Réussi, alzando la cabeza, exclamó:
—¿Qué quiere este tipo?
—Les pregunto si han visto a mi pulpo amaestrado —volvió a
decir el hombre con un aire intrigante.
—No, nunca vi nada parecido a eso que dice —respondió Réussi
con un súbito e inesperado interés, ya que solía frecuentar los
circos y las ferias.
—Muy bien, pues lo van a ver.
El hombre prorrumpió a reír a carcajadas y entonces, del FONDO
del MAR, surgió un tentáculo que atrapó a Réussi y, después de
agitarlo unos instantes por encima de las rocas, lo arrastró de un
golpe hasta el interior de las OLAS.
Una burbuja de aire ascendió del ABISMO y
produjo un discreto pedo en la SUPERFICIE de
la INMENSIDAD.
«Cuac», hizo la burbuja.
Por su parte, Jacqueline, aterrorizada, corría por entre las
rocas torciéndose los pies, desgarrándose el vestido y no pensando
bajo ningún concepto en ser el púlpito de nadie, al menos por
ahora.
En cuanto al hombre vestido de negro, no dejaba de sonreír y
repetía en voz alta:
—Soy Funeste Agrippa, Funeste, Funeste, Funeste…
*
Capítulo III
Alrededor de una hora más tarde de que hubiera salido Pierre
Réussi, llamaron a la puerta de la suite que él ocupaba en el hotel
Parizo. Adrien fue a abrir. Entró un hombre con una gorra en la cabeza,
una pipa en la boca y una enorme lupa, de ésas de aumento
considerable, sobresaliendo del bolsillo derecho de su chaqueta.
Recorrió el salón, el dormitorio y el cuarto de baño; echaba una
rápida ojeada a algunas cosas pero, en cambio, en otras se demoraba
haciendo un examen minucioso; se detuvo especialmente en un palillero,
en una pastilla de jabón, en un cepillo de dientes y en una caja de
cerillas.
Adrien lo miraba impasible:
—Entonces, sir,
¿sirve usted en la policía?
—¡Pues claro que no, hombre! No soy detective. Me llamo
Sulpice Fissile y ayer olvidé, en este hotel, un sello de correos.
Lo estoy buscando por todas las habitaciones y no consigo
encontrarlo. Voy a mirar en otra parte.
Y se fue de allí no sin dejar antes un billete de cincuenta
francos sobre la mesa: «por las molestias», le había dicho a
Adrien.
Volvieron a llamar. Esta vez era el célebre detective
francés Florentin Rentin, con quevedos, mostachos hacia arriba,
ligera cargazón de hombros y un poco renqueante.
Obviamente, con uñas sucias, zapatones negros y botón de
oficial de Instrucción Pública.
—Vaya, vaya, al parecer los revólveres desaparecen por aquí
muy rápidamente, ¿eh? Bueno, pues fíjese bien, joven, porque yo
empleo en criminología métodos franceses. Al grano: los revólveres
desaparecen, ¡ffuitt!, así de simple. Ése es el problema, ¿no?
Pues, ante todo, la razón. La claridad. No voy a entretenerme
examinando uno a uno todos los muebles con la lupa. ¡Ah no! ¡Eso sí que
no! Fíjese, un revólver desaparece. Bien, razonemos con claridad, a
la francesa, sin complicaciones. Problema elemental. ¿Quién está
interesado en robar ese revólver? ¿Quién? ¿Quién? ¿Cuestión de
faldas? Pues no, esta vez no. ¡Ésta es la chispa, la inspiración,
el golpe de genio! ¿QUIÉN ESTÁ INTERESADO EN ROBAR ESE REVÓLVER? ESE
REVÓLVER. ¡Ajá, así que eres tú! (grita). Pues te detengo y te
chuparás diez años de reclusión y veinte más de suspensión de
residencia. ¡Eso, veinte años!
Sacó las esposas pero Adrien se lanzó sobre él y lo tiró al
suelo; manteniéndolo bien inmovilizado en esa postura, se propuso
meterle por la oreja derecha la pata de un sillón de ruedas.
Lógicamente, como no podía ser de otro modo, el otro aullaba.
—¡Auh, auh, auh! —decía.
—¡Ah, ah, ah! —respondió la voz de una mujer jadeante.
Era Jacqueline, quien se desmayaba sobre el diván con su
vestido hecho jirones y los brazos y piernas llenos de arañazos.
Adrien abandonó momentáneamente a Florentin Rentin y arrojó una
jarra de agua a la cara de la desmayada. Eso la despertó.
—¡Es horrible! ¡Horrible!
—¿Qué ha sucedido?
—Pierre…
—… ¿Réussi?
—Sí… Réussi, raptado por un pulpo…
Y se volvió a desmayar.
*
Capítulo IV
Mientras que Réussi se hacía raptar por un pulpo, y de ese modo
moría simultáneamente por inmersión y por succión de sangre, Minoff
continuaba inquietándose por la presencia de Mitaine. ¿Había
descubierto ya a su hija? ¿Seguiría deseando vengarse? Sea como
fuere, Mitaine debía desaparecer y el banquero estaba resuelto a
mandar que lo mataran.
En el momento en que iba a salir del hotel, se dio cuenta de
que había unos gendarmes custodiando la puerta de entrada. El
gerente, que era de cerebro blando, le explicó con proliferación de
detalles que el célebre detective francés Florentin Rentin acababa de
arrestar a un tal Adrien, acusado de haber asesinado a su señor,
Pierre Réussi, por medio de un pulpo escondido a tal efecto detrás
de una roca.
Para corroborar las palabras del gerente, Adrien hizo su aparición
con las manos esposadas, rodeado de gendarmes y precedido por el
detective cojitranco. Había logrado un triunfo, aunque era sangre
lo que salía por su oreja.
Al verlos, Minoff se puso muy pálido. Reconoció a quien
bajaba por la escalera detrás de ellos: Jacqueline.
«¡La hija de Mitaine! —masculló entre dientes—. ¡La hija de
Mitaine está aquí! ¡Ah! ¡Calvaire Mitaine, tus viejos huesos pronto
serán un entrenamiento para Jim Jim!».
Y salió, más decidido que nunca, a ejecutar al viejo payaso.
Dos horas después, estaba en un bar de Marsella en compañía de Jim
Jim, el boxeador negro. Se podrían escribir páginas y páginas sobre
la vida de Jim Jim. ¿No había estado en Hollywood? ¿No había
pertenecido a una secta vudú? ¿No había sido pastor en Luisiana, soldado
durante la Gran Greña, marinero entre Adén y Singapur y, en fin,
campeón del mundo de boxeo? ¿No le había cortado el gaznate a su
padre con una navaja barbera cuya hoja se la había pasado antes por
la lengua? ¿No había matado a su madre a martillazos? ¿Estrangulado
a su tía con una soga? ¿Reventado a golpes a su mujer con un
hornillo de gas? ¿Violado a su hija con su propio miembro viril?
Pues a este tipejo es a quien se dirigía Minoff para llevar
a cabo su siniestra empresa.
—Esto es de lo que se trata —le explicaba—. Quiero hacer
desaparecer a un viejo quasi chocho que a su vez me odia a mí. No
importa el medio que utilices y evita que te detengan.
Arréglatelas.
—Cho puedo hacherlo bien, pero el prechio cherá alto —dijo
Jim con un notorio acento alsaciano.
—Aquí tienes —dijo Minoff y le dio unos cuantos billetes—.
Además, te llevo ahora mismo en mi coche, porque quiero que sea
esta noche cuando mis planes se ejecuten, ¿comprendes?
Los dos salieron del bar y al poco rato el automóvil enfiló
por la carretera de X… Pero poco antes de llegar a esa ciudad, el
coche tuvo una avería, lo que hizo que Jim llegara esa noche ya
demasiado tarde.
Raymond Queneau (1903-1976, Francia) fue uno de los más inclasificables y originales escritores del siglo recién pasado. Poeta, matemático, dramaturgo, novelista, fue uno de los fundadores del taller de escritura experimental OuLiPo (maestro de Georges Perec) y miembro insigne del colegio de Patafísica. Entre sus más destacadas obras se encuentran Mi amigo Pierrot (1942), Ejercicios de Estilo (1947), Zazie en el metro (1959) y Flores Azules (1965).
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