martes, 20 de octubre de 2015

EL VIEJO PROBLEMA DE LA NOVEDAD/ HISTORIA DE LAS NOVELAS NUEVAS de Adam Thirlwell





La novela nueva

Cada día, en todas las ciudades del mundo, un novelista principiante se plantea cómo habrá de cambiar para siempre el arte de la novela. Yo hago lo mismo. Cada día, desde mi lugar de observación llamado Londres, trato de imaginar una revolución futura, el momento en que el arte de la novela se verá deslumbrado y renovado por mis experimentos. Ahora mismo, ese objetivo futuro me parece una aventura idealizada y hasta salvaje: ¡viajes en el espacio!, ¡viajes por los mares del sur! Quiero escribir la novela del universo. Aquí me encuentro, con la historia de mi oficio frente a mí, y creo que la ruta a seguir en esta época tan consciente de sí misma es ampliar la perspectiva conocida. Quiero escribir una cosmología. Parece un anhelo apropiado.
Cada época cree estar en el punto intermedio de un cambio estético total. Buena parte de los novelistas piensan lo mismo. Si se desea plantear una historia literaria de nuestros días –y este ensayo intentará trazar una genealogía y un breve manifiesto–, es importante, pienso, mantener visibles esos dos marcos temporales. Y para cada uno de ellos ofrezco algunas advertencias.


Dos advertencias sobre la novedad

Por lo común desconfío de esa forma de pensamiento que se expresa en término de épocas, de antes y después. Creer que el tiempo en el que uno vive es radicalmente distinto a los anteriores es, a nivel histórico, una falsedad. E incluso si resulta que en efecto hemos vivido en una era de cambio absoluto, las definiciones que demos a ese cambio a menudo dan la impresión de ser obstinadamente prematuras y tristes, del mismo modo en que son tristes las predicciones obsoletas de la ciencia ficción. Sin embargo, lo acepto: por un breve instante he tenido la tentación de pensar que este momento en el que vivo, como sea que lo llamemos, no puede explicarse cabalmente con las categorías usuales –históricas y filosóficas– que hemos heredado. En nuestra opaca atmósfera de luces fluorescentes parece imperar una locura desmedida. Supongo que he sentido esto desde el momento en que, al finalizar mi primera novela –en torno al esplendor de la vida privada e irónicamente titulada Política–, vi por televisión el colapso de las Torres Gemelas. Las ironías de mi novela de pronto me parecieron anticuadas. Esa impresión aumentó a lo largo de la década siguiente, mientras veía otras revoluciones y las subsecuentes contrarrevoluciones. Entonces descubrí una frase de Joseph de Maistre, ese grandioso reaccionario, escrita a fines del siglo XVIII: “Por un buen tiempo no entendimos la revolución de la que fuimos testigos; por un buen tiempo la consideramos un acontecimiento. Estábamos equivocados: era una época. Desdichadas aquellas generaciones que se encuentran presentes durante las épocas del mundo.” Me gusta esta observación no tanto por su melancolía –aunque la melancolía puede ser un procedimiento útil en nuestros tiempos– como por la exactitud de sus términos y la forma en que admite la confusión. Del mismo modo, el problema en este momento, sin duda, es saber qué es solo un acontecimiento y qué es en realidad una época.
Debemos ser cautelosos ante una época –y ante un novelista– que crea demasiado en su novedad. Quien escribe ficciones vive en una permanente condición de atemporalidad y retraso. Este estado es inherente a la naturaleza misma de la escritura. Mi autoridad en este punto es el crítico ruso Boris Groys, autor del ensayo “La soledad del proyecto”, que ensaya con la idea de que el artista y la sociedad nunca siguen el mismo tempo. Todo proyecto, sostiene Groys, termina en aislamiento.

Cada proyecto es, sobre todo, la declaración de un nuevo futuro que se cree que va a venir una vez que el proyecto haya sido llevado a cabo. Pero con el objeto de construir tal futuro, uno primero tiene que tomarse una licencia –se trata de un tiempo en el que el proyecto ubica a su ejecutor en un estado paralelo de temporalidad heterogénea–. Este otro marco temporal, a su vez, se desconecta del tiempo tal como lo experimenta la sociedad, es decir, un tiempo desincronizado. La vida social sigue adelante sin importarle nada, el curso natural de las cosas continúa inmutable. [Volverse público. Las transformaciones del arte en el ágora contemporánea, traducción de Paola Cortes Rocca, Caja Negra, 2014.]

¡Qué destino más triste! Crear obras que revolucionarán una época, pero que requieren tanto tiempo que la época misma no se dará cuenta de ellas. Esta segunda consideración, tal vez, explica la primera: las verdaderas revoluciones pueden pasar inadvertidas; lo que la sociedad apenas verá son tendencias fortuitas y superficiales.


La novedad de Kafka es el infinito

Durante la vanguardia la idea de lo radicalmente nuevo fue adictiva y seductora: el gran momento de Proust, James, Stein, Kafka, Joyce, Musil; poco después, Borges y Gombrowicz... Esa época creía en la novedad como una esencia ontológica, y su mayor teórico fue el futurista Víktor Shklovski que, durante el frenesí de la revolución bolchevique, escribió: “Formas nuevas aparecen en el arte que reemplazan a las formas viejas que han dejado de ser artísticas.” Pero ¿qué tipo de revolución compartida representan todos estos escritores? La mayoría son mutuamente excluyentes. El estilo de Franz Kafka es una revolución privada: una forma distinta de construir un universo. En Kafka, el infinito acecha bajo las apariencias, como cuenta en la brevísima historia “El pueblo más cercano”:

Mi abuelo solía decir: “La vida es asombrosamente corta. Ahora, al recordarla, se me aparece tan condensada, que, por ejemplo, casi no comprendo cómo un joven puede tomar la decisión de ir a caballo hasta el pueblo más cercano sin temer –y descontando por supuesto la mala suerte– que aun el lapso de una vida normal y feliz no alcance ni para empezar semejante viaje.” [La condena, traducción de J. R. Wilcock, Alianza Editorial, 2006.]

En los relatos de Kafka, las alteraciones violentas del equilibrio se esconden en oraciones clásicas y elegantes. En este cuento, puede ser cierto tanto que una vida entera se condense en un solo recuerdo como que la acción más pequeña e insignificante implique una duración infinita. La obra de Kafka es una investigación sobre la forma en que la mente intenta razonar con aspectos imposiblemente contradictorios; de este modo, el relato en cuestión es la versión condensada de sus más grandes y llamativas proposiciones (en las que un personaje, por decir algo, se transforma en escarabajo). Por eso, Theodor Adorno acertó al observar la similitud entre la obra y las películas que le gustaban a Kafka: sus novelas, escribió Adorno en una carta a Walter Benjamin, “representan los últimos y ya extintos textos que conectan con el cine mudo”.
En Kafka, los aspectos infinitos e irresolubles de un universo sin sonido están sujetos a una sintaxis meticulosa.


La idea actual de lo nuevo

Las revoluciones en el arte de la novela son una gesta individual, no generacional. Todo gran escritor representa su propia época privada. Esto quizás imposibilita la discusión sobre los cambios generacionales: ¿quién, ahora, es más nuevo que Kafka? Y, sin embargo, es cierto que, en el orbe de habla inglesa, hay una idea hipster de la novedad. Esa idea, a grandes rasgos, es así: en la actualidad lo ficcional nos aburre, ansiamos solo aquello que insistimos en llamar realidad. Como críticos, queremos leer sociología, en busca de información, y como lectores ansiamos lo confesional. Se ha desarrollado un gusto híbrido por la ficción realista de Jonathan Franzen o Elena Ferrante, las descripciones mínimas y literales de Lydia Davis y las novelas-memorias de Karl Ove Knausgård. La novela realista y el Künstlerroman, la novela de formación del artista, son las formas básicas del gusto que predomina hoy. “La mera idea de ficción, la mera idea de un personaje inventado en una trama inventada me producía náuseas”, escribe Knausgård en Un hombre enamorado (Anagrama, 2014), de su serie de novelas Mi lucha. En “La escritura”, un relato del reciente Ni puedo ni quiero (Eterna Cadencia, 2014), Lydia Davis, con tranquilo gesto de desaprobación, dice: “A menudo, escribir no es escribir sobre cosas reales, y cuando se escribe sobre cosas reales, a menudo están tomando al mismo tiempo el lugar de algunas cosas reales.”
De inmediato surgen ciertos problemas, el primero es histórico. Hay en este gusto una negación elemental de la historia, pues se trata más bien de la repetición de propuestas anteriores. Tantas revoluciones vanguardistas han incluido una retórica de lo real –desde Cervantes, que ofrece un recuento de los engaños de la mente–, así como una retórica de lo que no tiene forma –presente desde que Laurence Sterne, Proust y Musil contaminaron sus novelas con los atributos disolventes del pensamiento ensayístico–. Fue Georges Bataille, en el pasado siglo, quien inventó la categoría de lo informe para describir esta forma de arte devaluado. Y fue Clarice Lispector, en La pasión según G. H., quien dio el registro definitivo de este impulso estético hacia lo no estético, cuando habló de tener “el gran coraje de resistir a la tentación de inventar una forma”.
Consideremos, amigos, el estado salvaje de Lispector. En esa novela hay un momento extraordinario:

Escribí “olas enormes del mutismo”, lo que antes no diría porque siempre respeté la belleza y su moderación intrínseca. Dije “olas enormes del mutismo”, mi corazón se inclina humilde, y yo acepto. ¿Habré, en fin, perdido todo un sistema de buen gusto? ¿Pero será esta mi única ganancia? Cuánto debería haber vivido presa para sentirme ahora más libre solo por no seguir temiendo la falta de estética... [La pasión según G. H., traducción de Alberto Villalba Rodríguez, Siruela, 2013.]

Hay aquí una sabiduría salvaje que diferencia el amor que muestra Lispector hacia su tema de la actitud hipster actualmente en boga. La autora se muestra prudente ante la complejidad filosófica, una actitud cuya ausencia es visible en las melodramáticas “náuseas” de Knausgård, o en la idea de Davis sobre la grandeza de las “cosas reales”. Su verdadera objeción es ética, no estética. Podemos llamar a esa actitud puritana, protestante, filistea o solo “estadounidense” –dependiendo de la ubicación del lector, se puede elegir el adjetivo peyorativo de preferencia–. El error es el mismo: a) pensar que lo ficticio es inmoral; y b) pensar que el mundo puede ser fácilmente discernible para nuestra inteligencia.
¿Aburrirse con las novelas al uso? ¡Por supuesto! Aburrirse es una postura noble y correcta. Pero la salida de estas convenciones no es creer de manera tan tajante en lo real, como si la historia de la filosofía nunca hubiera existido. A menudo se ve la novela confesional como la ruta vanguardista para huir del realismo, aunque de hecho se trata de realismo en su estado más puro. Sin embargo, lo que la novela siempre ha necesitado es lo opuesto del realismo: lo irreal. (No es que esto, por supuesto, sea algo nuevo. “Pinto odaliscas para hacer desnudos”, observaba Matisse, el emperador de las apariencias. “¿Cómo pintar un desnudo sin que resulte artificial?”)
Entiendo que la actual podría parecer la época del individuo al desnudo: el mundo de Instagram y Snapchat. Es la época de los reality shows, no de la telenovela. Pero eso no significa que vivamos en la era de lo real. Significa, de hecho, lo contrario. Estamos en la edad de oro de la ficción. Todos están en el negocio de la construcción narrativa, y, sin embargo, el terror por lo ficticio se ha difundido. Si lo real está señalado por discontinuidades tan violentas en el orden político, filosófico y estético, no veo por qué la novela no pueda volver a representarlas, absorbiéndolas. En un momento como este, la verdadera novedad en el arte de la ficción habrá de acecharnos bajo disfraces mucho más complejos.


Nuevos avances

En una conversación con el pintor Philip Guston, el compositor Morton Feldman señalaba que “ha habido periodos de la historia en que la gente sentía que los viejos sistemas iban muriendo sin que hubiera nuevos sistemas que los reemplazaran. Y así la obra podía desarrollarse en cualquiera de las dos direcciones [...] El artista verdaderamente grande era quien hacía avances en medio de esta ambivalencia entre periodos”. El ejemplo de Feldman para este tipo de héroe era Anton Webern, con sus Seis piezas para gran orquesta: “Miraba hacia adelante, al tiempo que miraba hacia atrás, y aun así avanzaba. Aun así avanzaba.”
Es interesante esta lección básica de Feldman, además de su forma elegante y sesentera de expresarla. Sea una época o una era, el dilema es cómo hacer avances. La novedad siempre será un proceso único y solitario, caótico y privado. Y los avances que, viendo el mundo desde Londres, considero más originales, no son los movimientos contra la ficción que proponen las corrientes de moda sino los que tienen un aire de tropicalismo, los que juegan con el proceso de la ficción de manera más ingeniosa: escritores –para elegir algunos de entre los de mayor experiencia, o entre los fallecidos recientemente– como Bolaño, Krasznahorkai o Vila-Matas, con Calvino y Perec de fondo.
Intento defender dos modos distintos: en el nivel más general, hay un conocimiento específico de lo ficticio, una forma de epistemología práctica que solo se puede desarrollar a través del pensamiento propio, con una libreta y un marcador o durante el tiempo en el teclado: la confianza de que si escribimos, reescribimos, cortamos y añadimos, emergerá un conocimiento improvisado que no podríamos haber pronosticado y que solo se producirá mediante esta forma personal de trabajo.
Así que, ¿para qué inventar algo? ¿Por qué no solo escribir historia? ¿O filosofía? Esta es la pregunta que los novelistas necesitan hacerse todos los días. No pienso, sin embargo, que la respuesta sea rechazar la categoría de la representación. Das origen a modelos imaginarios porque en el proceso puedes crear problemas más profundos y ricos que aquellos que habrías descubierto por casualidad, en el curso de tu vida cotidiana. O, como Roland Barthes comenta en un ensayo sobre Stendhal, advirtiendo lo que hubo de pasar entre los diarios de Stendhal y la riqueza de sus novelas: “Lo que ocurrió entre su diario de viaje y La cartuja de Parma es la escritura.” Y este proceso de escritura determina una diferencia ontológica esencial: representa una transformación.
Hay un video del artista sudafricano William Kentridge en que un puñado de hojas negras son ordenadas una y otra vez hasta crear la imagen realista de un caballo. El video, Hacer un caballo, es una pieza de notable exuberancia artística y, con todo, prueba también una verdad complicada, que Kentridge se ha dedicado a explorar en conferencias recientes. ¿Qué ocurre cuando vemos esos pedazos de papel como un caballo? No es que simulemos por cortesía aceptar su caballidad. Más bien, escribe Kentridge: “No podemos evitar ver el caballo. Se requiere de un esfuerzo, de una ceguera deliberada, para seguir viendo esas imágenes como pedazos de papel.” Y después él mismo se corrige: “para verlas solo como pedazos rotos de papel. Las vemos como las dos cosas, no nos dejamos engañar. El caballo y el papel están aquí. Es una reticente suspensión de la incredulidad”.
La reticente suspensión de la incredulidad. Esto es tan cierto en el arte como en la escritura. Y esto es por lo que siempre me han atraído las ficciones de Italo Calvino: por la descripción sincera de sus procesos, la forma en que sentía –como dijo en 1967– “una obligación moral, mientras escribo, de advertir: ‘¡Atención!, estoy escribiendo’”. Se trata de una cuestión ética, ciertamente, pero también era la única forma que Calvino tenía de ser sincero respecto de la manera en que la realidad se le esfumaba permanentemente. En una nota escrita hacia el final de su vida, define esta estructura como dependiente del marco:

Hay una función fundamental, tanto en arte como en literatura, que es la del marco. Marco es aquello que señala el límite entre el cuadro y lo que está fuera de él: permite al cuadro existir, aislándolo del resto, pero recordando a la vez –y en todo caso representando– todo aquello que permanece fuera del cuadro. Podría arriesgar una definición: decimos que es poética una producción en la que cualquier experiencia singular adquiere evidencia destacándose de la continuidad del todo pero conservándose como un reflejo de aquella vastedad ilimitada. [Citado por Esther Calvino en la nota introductoria a Bajo el sol jaguar, traducción de Aurora Bernárdez, Siruela, 2012.]

El marco es la ruta hacia la novedad en la ficción de cualquier época: permite una obra que no sea falsa ni verdadera, ni falsamente real ni falsamente cifrada: una pluralidad de capas de significados, en que cada uno de ellos persiste simultáneamente. Con esta idea del marco, puedes ir hacia dentro, hacia lo literal y lo metaficcional, y puedes ir hacia fuera, hacia el universo infinito. Con el marco, se pueden inventar cosas nuevas.


Historia de las obras nuevas

Pensemos por un momento en el ideal contemporáneo de lo real, o en el ataque de Lispector a todo un sistema de buen gusto. Aprecio el compromiso con la ausencia de forma (con lo informe) o con un propósito tan literal y amplio como sea posible, pero no estoy seguro de si para obtener “lo real” sea suficiente extender el rango de lo confesional. La verdadera invención sería aumentar el alcance de los matices estéticos permitidos: Lo Repelente, Lo Tierno, Lo Tenue, Lo Sórdido, Lo Aburrido, Lo Estridente y Lo Lindo... Después de todo, son estos los nuevos matices que predominan en el panorama editorial, en la atmósfera technicolor de nuestros días, y que dependen de la confusa mezcla entre distancia e intimidad que es la norma digital de la cotidianidad, lo que me hace pensar también que la forma de examinarlos es imponiendo al lector esta estructura híbrida: se necesita exagerar la presencia del marco en la novela. Porque si el ideal es producir sensaciones de claustrofobia y podredumbre en el lector, esto solo será posible si quien narra está consciente de su propia existencia.
Una versión cercana de este experimento es la hipernovela de Marcel Proust, quien inventa al más grande novelista-narrador en En busca del tiempo perdido, obra que crea tal confusión entre lo real y lo irreal que al autor le es posible concebir no solo la famosa ambigüedad sobre si su narrador se llama o no Marcel, sino también un inusual escenario onírico donde nombres reales coexisten con otros inventados y los personajes ficticios aparecen en pinturas auténticas. Proust consigue un ambiente resbaladizo y extraño debido a que su novela tiene como premisa el despliegue del marco, es decir: exhibe y, a partir de eso, explota de modo lúdico y extravagante la construcción de su narrativa. Ese marco tan visible le permite ejecutar trucos, minuciosos y melancólicos, con el tiempo.
Algunas de las más fieras refutaciones de la novela son apenas investigaciones dentro de la ficción. Hacen ostentación de su jugueteo ficcional. Esa es una lección que uno puede aprender al adentrarse en una breve historia de la novela. Sin embargo, hay otra lección acerca de la categoría de la historia. Porque, sin duda, el experimento de Proust con la narrativa “desde dentro” –como el de Clarice Lispector– se dio en el siglo pasado. Pero también se puede dar en el futuro, incluso si este se presenta como algo infinitamente huidizo.


Nuevos universos

En mi caso, solía buscar la destreza artística en el infinito que está en el interior. Pero cada vez me cuestiono más sobre el infinito que está afuera. Para decirlo de otro modo: siempre creí que la novedad consistía en una invención técnica. Ese fue el tipo de indagaciones que hice durante la década en que escribí mis primeras novelas. Ahora ya no estoy tan seguro.
Toda novela es una pequeña réplica del universo, y su novedad dependerá de la peculiar exageración que se le imponga a su tamaño en miniatura. Esta puede ser una exageración en la técnica: una novedad en el cómo. Pero también puede –y esto sería quizá más interesante– tratarse de una exageración en la trama: una novedad en el qué. Por eso pienso reiteradamente en Calvino y su idea del marco. Puedes utilizar el marco para ir hacia el interior, y convertir la obra en un juego literal entre el lector y el autor. Pero también puedes ir en la dirección opuesta, y usar el marco para mostrar el infinito de allá afuera: “un reflejo de aquella vastedad ilimitada”, como escribió él mismo.
Este es un ideal que Calvino describió una vez como multiplicidad: “una obra concebida fuera del self, una obra que me permitiese salir de la perspectiva limitada de un yo individual, no solo para entrar en otros yoes semejantes al nuestro, sino para hacer hablar a lo que no tiene palabra, al pájaro que se posa en el canalón, al árbol en primavera y al árbol en otoño, a la piedra, al cemento, al plástico...” (Seis propuestas para el próximo milenio, traducción de Aurora Bernárdez y César Palma, Siruela, 2014). Su versión de esto fueron Las cosmicómicas, su serie de cuentos sobre el universo que empiezan con una hipótesis o un concepto científico seguidas por un relato en primera persona en voz de un narrador imposible, Qfwfq, que ha sido testigo de cada momento en la historia del universo. Me pregunto: ¿qué cosa es esta novela ideal y múltiple sino una cosmogonía, un juego que también establece la existencia de un universo? O, en otras palabras, no solo Las cosmicómicas, que son del siglo XX, sino también El otro mundo o los Estados e imperios de la luna de Cyrano de Bergerac, del XVII, o Las metamorfosis de Ovidio, o...
Ser moderno no es garantía de novedad. Y cuando una obra es nueva, es nueva para siempre.


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Extraído de Letras Libres, septiembre 2015.
Traducción del inglés de Geney Beltrán Félix.
Copyright © Adam Thirlwell, 2015.


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