I. I. Öschla Korolenko
Abducida,
no, alucinada evoco los tiempos de guerra
en
mi cocina de Santa María. Bebo café frío, como solíamos hacerlo.
Dmtri
duerme en su cunita. Aleksandr viaja de Montevideo.
Un
pobre dorado volatiza los rincones, la mesa: mi barca náufraga,
quieta la noche. La orilla inmóvil, aburrida.[1]
Pienso
en los bailes que no bailé, en los pianos que no escuché,
en
los muchachos que no besé. La
cocinilla, ¡ay!
y
tanta hambre que pasamos ¡y tan poca juventud!
La
nostalgia aquí quizás regocije; pero así y todo
no
se despega jamás de los muslos estremecidos del vértigo.
El
vértigo de la guerra me refiero. De la guerra y del hambre.
Diré,
claro, quién soy: nací en Kiev, en 1929.
Mi
nombre es Öschla Pávlovna Korolenko.
Mis
padres me abandonaron en la capital cuando yo era una nena.
Crecí
en Odessa, una ciudad al sur de Ucrania,
que
bordea y decora el Mar Negro con su arquitectura marmolea.
Pasé
toda mi huérfana infancia entre barcos pesqueros y comerciantes,
subiendo
y bajando las ―para mí― tristes escaleras de Potemkin.
¡Parecía
en esos años que todo el mundo se acercara a ellas
en
un intento morboso de empatizar con nuestra desgracia!
Insulsos
turistas europeos, o fariseos moscovitas,
que
prácticamente nos daban de comer a cambio de chucherías
y
fotografías instantáneas, inscrita en ellas: Потёмкин, 1935.
Esas
condenadas escaleras. Me parece que aún corre por ellas
sangre
y sudor, creo aún olerla, confundirla no sé,
con
pescado húmedo y lágrimas de mujeres.
Aleksandr
es mi marido. Nos casamos acá. Lo conocí en un viaje.
No
de placer, sea dicho.
Una
diáspora. Un exterminio, sin eufemismos.
Fuimos
lanzados fuera de Ucrania, como a otros los lanzaron a la muerte.
[1]De
un poema de Pushkin dedicado al mar de Odessa, escrito previo a su destierro a Pskov
(N. de la T.)
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