En parte como texto ensayístico, en parte como panfleto, Juan José Saer —el importantísimo y poco leído autor argentino— nos brinda aquí su concepción sobre el oficio del escritor, practicando en estas pocas páginas los lineamientos de una posible ética. En especial la que debiera sostener en nuestros días un escritor latinoamericano, ethos que después del estruendoso Boom cayó en la parodia de sí mismo, y en la vacuidad propia de un territorio hiperexplotado. La luminosidad de sus palabras nos ofrece algunos rastros, o huellas, sobre el programa a seguir; una mente acuciosa la de Saer, quien nos ofreciera reflexiones tan lúcidas como que "la mayoría de los escritos latinoamericanos procuran al lector europeo ciertos productos que recuerdan las materias primas y los frutos tropicales que su clima no puede producir: exuberancia, frescura, fuerza, inocencia, retorno a las fuentes.", y que no por ello sucede que sean auténticos.
El trabajo
de un escritor no puede definirse de antemano. Aun en el caso de que el
escritor parezca perfectamente identificado y conforme con la sociedad de su tiempo,
de que su proyecto sea el de ser ejemplar y bien pensante, si es un gran escritor
su obra será modificada, en primer lugar en la escritura y después en las
lecturas sucesivas, por la intervención de elementos específicamente poéticos
que sobrepasan las intenciones ideológicas.
Se sabe
que Sófocles fue descripto por uno de sus contemporáneos como uno de
los hombres más felices de su tiempo; amigo personal de Pericles, soldado
inteligente y victorioso, alcanzó una vejez serena y sin sufrimientos. El objetivo
de sus versos trágicos sería más bien el de mostrar los desastres que puede
causar la desmesura en los pobres humanos. Si observamos atentamente, esta
intención es oficial y conservadora (al menos esa sería la opinión de cualquier
intelectual contemporáneo). Y sin embargo, por una vía inesperada, no son
los peligros del incesto, sino, en definitiva, su atracción lo que
Sófocles nos revela y, al mismo tiempo, nos dice que el destino
trágico no está hecho sólo de desmesura sino que es también la culminación
del peso irresistible de la objetividad.
La obra
de un escritor tampoco debe definirse por sus intenciones sino por sus
resultados. Considero que actualmente, por razones económicas, políticas
y sociales, el lector está condicionado de antemano y que los contenidos
de tal o cual literatura le son impuestos a través de elementos extraliterarios.
En la cubierta de los libros, en los artículos de los periódicos, en
la publicidad, en el chantaje de la superioridad numérica de las
obras más vendidas, se escamotea la realidad material del texto, cuyo
valor objetivo pasa a segundo plano. El lector cree saber de antemano
lo que debe encontrar en un libro —y que lo encuentre o no, no tiene
finalmente ninguna importancia. Se podría decir, me parece, que se
trata de una maquinación de carácter represivo destinada a abolir la
experiencia estética que es un modo radical de libertad.
Se dice
que cuando Sófocles presentó su obra en la Olimpíada, fue un tal
Filocles, sobrino de Esquilo, el premiado. Puede pensarse que lo que disgustó
en su trilogía fue justamente la desmesura que pretendía criticar y que es
en realidad el fundamento poético gracias al cual ha llegado hasta nosotros.
Sófocles nos vuelve un poco más conscientes de nuestra animalidad. Él
veía el mundo con los ojos de un poeta trágico, a despecho de las reglas sociales
que defendía sinceramente y que sin duda había perfectamente interiorizado.
La poesía, especie de acto fallido, obedecería en cierta medida a los
mecanismos del lapsus linguae, tal como Freud lo describe en El chiste y su
relación con el inconsciente. Buscando
la forma de un discurso social inteligible, el poeta corre el riesgo de poner
al desnudo, desnudándose a sí mismo, aspectos insospechados de la condición
humana y de la relación del hombre con el mundo.
Las
reglas de conducta y de pensamiento en la sociedad contemporánea se
objetivan bajo la forma de instituciones. El poder político, la
censura, el periodismo, los imperativos de rentabilidad, el trabajo de
promoción de las editoriales y los medios audiovisuales suministran las consignas
que debe seguir el producto estético para que no solamente el artista sino
también el consumidor se adecuen a ellas. Vivimos, como dice justamente Nathalie
Sarraute, en «la era del recelo». Todo debe ser definido de antemano
para que nada, ni siquiera la experiencia estética que es tan personal, escape
al control social.
Es así
como ciertas designaciones que deberían ser simplemente informativas
y secundarias se convierten, por el solo hecho de existir, en
categorías estéticas. Es lo que ocurre, por ejemplo, con la expresión
«literatura latinoamericana». Esta expresión, corriente en los medios
de difusión y en la obediente crítica universitaria, no se limita a
informar sobre el origen de los autores, sino que está cargada de intenciones
estéticas y además es portadora de valores; su empleo presupone
temas, estilos y una cierta relación estética entre autor y sociedad. Se
le atribuyen a la literatura latinoamericana la fuerza, la inocencia estética,
el sano primitivismo, el compromiso político. La mayoría de los autores
—a sabiendas o no— cae en la trampa de esta sobredeterminación, actuando
y escribiendo conforme a las expectativas del público (por no decir, más
crudamente, del mercado). Como en la edad de oro de la explotación colonial,
la mayoría de los escritos latinoamericanos procura al lector europeo
ciertos productos que, como pretenden los expertos, escasean en la metrópoli
y recuerdan las materias primas y los frutos tropicales que el clima
europeo no puede producir: exuberancia, frescura, fuerza, inocencia, retorno
a las fuentes.
Además, es necesario que
todo producto tenga una apariencia decentemente latinoamericana y que
las obras editadas conserven cierto aire de familia. La literatura
latinoamericana debe cumplir así, no una praxis iluminadora, sino una
simple función ideológica.
Es inútil
decir que los grandes escritores latinoamericanos del siglo XX —Rubén Darío, César
Vallejo, Macedonio Fernández, Vicente Huidobro, el Neruda de los años
treinta y cuarenta, Jorge Luis Borges, Juan L. Ortiz, Felisberto
Hernández, etc.— son en su mayoría casi desconocidos en Europa y mal
leídos en su propio continente. Además, cuando nos familiarizamos con
sus obras, descubrimos que no sólo tienen poco o nada en común, sino
que también se oponen violentamente los unos a los otros. Todos, sin
embargo, poseen en sus escritos un elemento que no se encuentra más
que en los textos mayores de la literatura moderna: la voluntad de construir
una obra personal, un discurso único, retomado sin cesar para ser enriquecido,
afinado, individualizado en cuanto al estilo, hasta el punto de que el hombre
que está detrás se convierte en su propio discurso y termina por identificarse
con él. Todas las fuerzas de su personalidad, conscientes o inconscientes,
se encuentran en una imagen obstinada del mundo, en un emblema que
tiende a universalizar su experiencia personal. Que la sociedad mercantil
se ilusione en seguida con la recuperación de esas obras mayores oficializándolas,
es un fenómeno que merece ser estudiado en detalle, pero podemos
afirmar desde ya que estas obras siguen siendo de cierta manera secretas
y escapan siempre al juego de la oferta y la demanda, y que sólo el amor
y la admiración pueden penetrar en su aura viviente y generosa.
Por todas
estas razones, creo que un escritor en nuestra sociedad, sea cual fuere
su nacionalidad, debe negarse a representar, como escritor, cualquier tipo
de intereses ideológicos y dogmas estéticos o políticos, aun cuando eso lo condene
a la marginalidad y a la oscuridad. Todo escritor debe fundar su propia
estética —los dogmas y las determinaciones previas deben ser excluidas
de su visión del mundo. El escritor debe ser, según las palabras de Musil,
un «hombre sin atributos», es decir un hombre que no se llena como un espantapájaros
con un puñado de certezas adquiridas o dictadas por la presión
social, sino que rechaza a priori toda determinación. Esto es válido para cualquier
escritor, cualquiera sea su nacionalidad. En un mundo gobernado por
la planificación paranoica, el escritor debe ser el guardián de lo posible.
(1980)
Extraído de: El Concepto de Ficción, Seix Barral ed. 1997
Juan José Saer (1937, Santa Fe, Argentina; 2005, París, Francia) escritor y ensayista argentino, el mejor lector de Faulkner del cono sur junto con Juan Carlos Onetti. Sus narraciones, caracterizadas por un estilo depurado, pero no menos espontáneo y rico en reflexiones, han sido traducidas a innumerables idiomas. Entre sus obras narrativas más destacadas se encuentran La vuelta completa (1966), El limonero real (1974), Nadie nada nunca (1980), El entenado (1983), La pesquisa (1994). Autor también de los volúmenes de ensayos El concepto de ficción (1997) y La narración-objeto (1999). Su obra poética se encuentra reunida en El arte de narrar (1977).
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