Un buen día el Camarero se dio cuenta
que en el baño escribía más que en su escritorio. Solía llevarse una libretita
con él cuando iba a cagar, y notaba que las frases regurgitaban solas en el
papel, y los trazos se sucedían innatos, dando vida a la más variopinta
sucesión de prosas breves; su concentración y su ímpetu se acrecentaban a lo
largo incluso de horas sentado en ese orificio, que a fuerza de soportar su
culo le dejaba una nítida circunferencia rosácea. Había algo de literario en
ello también, hacía poco había leído un librito de Henry Miller titulado Read in the Bathroom, que al contrario
de lo que pensará el vox populi —y su
manía de ponerlo todo en términos escatológicos—, no es una apología a la lectura
mientras se está uno en el baño desechando, sino todo lo contrario, la mala
costumbre de dedicarse a leer mientras se está haciendo una actividad esencial
y fundamental para el organismo: cagar. Uno no lee mientras hace el amor, por
ponerlo en esos términos. Pero, se preguntó el Camarero, ¿y qué hay de escribir
en el baño? El cohabito de dos actividades excrementicias, una que se ha
merecido todos los desprestigios universales, y otra, inmaculada, y sólo virtud
de unos pocos. En la mierda está la creatividad, le solía decir Treepine cuando
le venían esas temporadas de engolosinamiento con sus autores esotéricos, en
especial Gurdjieff, que era un anciano santo y cochino. Asi que decidió
llevarse la máquina de escribir al baño, y ponerse a escribir allí. Quería ver
qué podía suceder con su escritura en ese lugar sagrado. La instaló en la taza
del wáter, donde se ajustaba perfectamente a la circunferencia; parecía como si
escribiera sobre un abismo que daba directo al desagüe. Y se sentaba a lo indio
en una alfombrilla frente al wáter a teclear. Así sucedió que aquella imagen
abismante y sucia, junto con el eco reverberante que producía el firme tecleo y
las paredes cerámicas, le daba al tono, o al estilo del relato una viveza que no
había leído en sus otros escritos. ¡El baño funcionaba!
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