miércoles, 7 de octubre de 2015

LAS CANALLADAS DEL SEÑOR JUX/ FRAGMENTO DE "LA PATRIA ELÉCTRICA"

      


      En fin, el señor Jux era un experimentado capitalista desprovisto de cualidades humanas. No solamente sus empleados, sino la mitad de Santa María lo repudiaba. Era costumbre reírse de sus negocios en forma de disparates, y de su cinismo fuera de todo lo imaginable. 
  Por dar ejemplos, firmaba los avisos publicitarios dominicales en El Liberal con las iniciales de su nombre: Juan Urbe Xérez, nombre producto de una monstruosa mezcla entre ascendientes colonos portugueses y catalanes, y sangre italiana, llegados casi por casualidad: los esperamos, J.U.X. «Jux ―decían― el señor Jux» «Hay saldos en la librería Marinetti, el señor Jux ha anunciado hoy en el periódico».
         Los lunes, en la Plaza Grande, se congregaban a jugar al ajedrez citadinos e inmigrantes, entre ellos alemanes o checos, por regla general judíos exiliados; vestigios de la gran diáspora de los 40´, con los nazis en pleno exterminio. Ya iban tres generaciones asentadas en Santa María, y nadie había olvidado su lengua materna: el alemán. Así, los veteranos germánicos, reunidos alrededor de los tableros de piedra, se reían cada lunes de los anuncios de don Juan; risas que a la larga contagiaban a todos los paseantes de la Plaza. 
           ¿Pero, por qué risa? Ha de saberse primero: las siglas J.U.X. forman una palabra que en alemán puede significar chiste y/o broma. La solemnidad de los avisos se convertía en una marranada con ese toque final: “broma”; es decir, una mentira, o sea, en-realidad-todo-lo-que-he-dicho-es-falso; una estafa. Incluso, algunos más letrados contaban que podía significar algo obsceno, o incluso cachondo.
         Uno de los alemanes, recuerdo su nombre: Heinrich, un anciano flaco y de ojos magenta, era el más viejo, y a la vez el más expresivo, con un carácter payaso ejemplar, les leía de puro gusto, a boca de jarro, alzado sobre un banquillo de la Plaza de cara a los ajedrecistas de turno, y con un tono como de camioneta de circo, los anuncios del señor Jux. El timbre alemán, inevitable, hacía más graciosa la declamación: 





Y se detenía un momento, y como aguantando un eructo, luego de toda esa grandilocuencia, con el tono de un amague, decía en perfecto alemán: YOX!! Y sus compatriotas se echaban a reír; los vejestorios con más énfasis, a la vez que explicaban a los que no entendían que eso significaba algo así como ¡os estoy tomando el pelo! u ¡os estoy hueviando! en alemán, y se reían, cómplices, con ellos. En cualquier caso, fuera del chiste, tal actitud no se alejaba mucho de la realidad.
Por ello, había también algo de resentimiento, no específicamente con el señor Jux, sino por lo que él representaba; es decir, un declarado antisemita y simpatizante de las políticas reaccionarias más infames. La risa de esos viejos ―maltratados en algún tiempo― en la Plaza Grande de Santa María, resonaba en los oscuros rincones de Europa. Esas risas de quienes padecieron la brutalidad de otras especies de don Juanes, batían sus mandíbulas ―años de risas contenidas. Este hijo de puta –decían los ancianos― si hasta sin quererlo le sale lo canalla. ¡Jux! ¡¡Jux!! ¡¡¡Hurensohn, Unglücklich!!! (Hijo de puta, desgraciado en alemán) y se reían hasta las lágrimas. 
Como supondrán, la venta de saldos era una total farsa.
El señor Jux tenía una técnica nada elegante para engañar a los compradores: si el Teatro Completo de Luigi Pirandello por Aguilar, por ejemplo, costaban (hace años) $50.000, dos semanas antes de hacer sus bullados anuncios los mandaba a sacar de los polvorientos anaqueles del fondo de la librería, les decía a sus libreros que le sacaran minuciosamente todo rastro de polvo. Los limpiaban con acetona, y lijaban las páginas para sacarles la negrura; botaban sacos y sacos de algodón negro y otras inmundicias que acumulan los libros con el paso de los años. Quedaban como nuevos. Los mandaba a etiquetar de nuevo, con casi el doble del precio original, en este caso el de Pirandello a $100.000, y los exponían en la vitrina, como recién llegados de España. Por supuesto, los libreros hacían un pacto de silencio. El que hablara era despedido. Dos semanas después anunciaba en El Liberal el gran ofertón; y mandaba a pegar papelitos con vistosos colores con el famoso descuento, que sin duda, para el de Pirandello eran los mismos $50.000. Le agregaban un exagerado, y en letras groseras, ¡¡40% de descuento!!
Los entendidos se daban cuenta del engaño, y más de uno entró en la librería a decirle al dependiente de turno casi siempre lo mismo: que le dijera a su jefe, de su parte, que era un canalla, y un sinvergüenza. Es de suponer que dichos mensajes nunca llegaron a oídos del señor Jux. Habría sido un suicidio para sus dependientes.



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