A diferencia de la mole de pseudo-escritores
que juran por el altísimo que la buena literatura siempre brota de los
acantilados, de los pozos negros de la melancolía, el Camarero no siente más
que felicidad por nadar de cara al sol en este mar rico en filamentos de musas
muertas, y no por ello menos reales, a pesar del porfiado texto de memoria de
los habituales escribientes: «la literatura, la vía de escape del Mundo»; estos
tristes muchachos que se la pasan escribiendo en la oscura noche siberiana
fumando hasta desintegrárseles la paciencia y el analfabetismo. No hace mucho,
uno de los eximios solteros que se dedican a la escritura experimental —al
parecer fue Willy
Schürholz— dijo por ahí que leer es una forma de estar más intensamente presentes
en el mundo, que de no hacerlo estábamos condenados a la abulia o a morir de
inanición de ideas. No es por lo tanto, como algunos creen, una actividad que se
desarrolla en una virtualidad vaporosa; las palabras pueden escapársele a uno
de la boca, pero jamás de la memoria.
Hay un tema que se le ha quedado al
Camarero en el tintero —o, para ser fieles, en sus uñas de mecanógrafo—, un
detallito que ha desempeñado la labor de motor oculto a lo largo y estrecho de
toda esta novelita (que como se sabrá, ya se debe acabar dentro de poco; ya
después de un epílogo, de la última página, se le adviene al lector el panorama
abismal de sus zapatos o de sus soporíferos muslos), este detallito es el poeta
Enrique Lihn. El Camarero ha dejado constancia de esto en la única entrada de
su diario agramático, dice más o menos así: Heinrich
Lynch, Enrique Lihn, padre célibe: casi he perdido mi vida escribiendo tu
novela; que queden las cristalizaciones, las permutaciones de la nadería: la
literatura sin ojos, un puro órgano crepitante. Bueno, esto es
estrictamente así: el Camarero casi pierde la vida escribiendo la Novela, se
jugó el pellejo en su escritura como un soltero enamoradísimo haría lanzándose
de los rascacielos de Broadway por amor. Llegado el punto en que la vida y la
obra se empiezan a confundir, es momento de la retirada: ésta la gran enseñanza
de Buffalo Bill y su estola de pistolas y polvorines. De lo contrario todos
seríamos unos poetas excepcionales, unos grandísimos poetas, panorama nefasto
para una literatura longeva, para el desarrollo natural de la estética. Los
malos poetas, como la mala hierba, deben pues convivir per sé con los grandes astros. Por esto, y otras circunstancias
anexas, Antonin Artaud es el único Poeta del siglo pasado, ya se sabe: Life is nothing except burn in questions. I can´t
imagine the work outside life[i].
Alguien —suele ser siempre un viejo idiota, un viejo como Harold Bloom— alegaría
que cualquier loco sería un gran poeta. El Camarero se mantiene ajeno a estos
algoritmos, escribió poesía en su adolescencia por pura timidez, por el puro
pánico que le significaba escribir relatos o novelas, el pináculo de la Literatura
según él; al contrario de Faulkner, que trataba con despojo a sus colegas
novelistas titulándolos de patéticos poetas fracasados. Pues no, al Camarero la
poesía le parece una actividad demasiado sencilla como para ser real; sin ir
más lejos, otra de sus declaraciones públicas que le valieron el oprobio de la
plebe tenía que ver con los poetas y sus actividades, dijo en un simposio de
mal agüero que la Póészíyahá (gesticuló
esta palabra como un británico congelado) era el refugio de los necios, y por
ende, el territorio enemigo de cualquier tipo de escritura, incluso la más
infame, la más espuria, la más efímera, como la del New Yorker, la del New Herald,
la del New York Times, que ya era denostar
lo suficiente.
[i]
«Vivir no es otra cosa que
arder en preguntas. No concibo la obra al margen de la vida.» Antonin Artaud, El Ombligo de los Limbos.
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