Un profesor al que acaban de echar del trabajo despierta en
el pelotero de un Mc Donald’s. Un escritor indie vuelve a su pueblo donde todos
parecen odiarlo y en un bar paranoiquea con que lo podrían matar. Un policía
amable arresta a una chica por manejar ebria y después la alcanza hasta su
casa. Otro personaje llega a su casa cargando el hastío. Insulta a su vida. A
su padre. Se pregunta si acaso podría cogerse a su tía. “Sos una mierda”,
piensa el personaje cada vez que se mira en el espejo y no puede dormir. Son
personajes trazados por Sam Pink, Noah Cicero, Lily Dawn y Jordan Castro. Estos
autores son parte de la nueva narrativa estadounidense conocida como la Alt
Lit.
Surgidos como oposición a la generación anterior, ya
indiscutida en el canon estadounidense como Bret Easton Ellis, Jonathan Franzen
y David Foster Wallace, los autores de la Alt Lit (un nombre que podría
significar tanto la tecla Alt como un apócope de “alternativo”) plantean,
después del 11 de septiembre, una nueva sinceridad: producto inevitable del fin
de un imperio, la sensación de que ellos también son vulnerables. Una
literatura que se enfoca en cuestiones mínimas de la vida cotidiana (tan
mínimas que parecen estar hablando de cosas sin sentido), llevadas a una
banalidad irónica, que atraviesa la alienación capitalista y el aburrimiento
posmoderno. La endogamia como modo de supervivencia y una fragilidad que
enmascara bronca, son marcas que identifican a un movimiento sin programa que
hace de las redes sociales e Internet su territorio. Tao Lin es el más famoso
de esta troupe de desconocidos. “Vamos a tomar cerveza y mirar Facebook y
escribir poesía sobre llamas y hacer videos de nosotros borrachos caminando a
través de una tormenta”, escribió Tao Lin en un cuento de título que parece una
broma infinita: “Vamos a tomar nuestro café y a terminar nuestras novelas y a
echarnos al sol y a sentarnos en la oscuridad”, publicado en español en una
antología armada y traducida por Lolita Copacabana y Hernán Vanoli para
Interzona. “La nueva sinceridad se desplegó, muchas veces, como una ingenuidad
tendiente a lo cínico, una politización con frecuencia más declamatoria que
cotidiana, o un ajuste de cuentas con ciertas representaciones arcaicas sobre
las consecuencias del terrorismo de estado”, escriben en el prólogo.
La
poeta argentina Valeria Meiller, que supo estudiar a esta generación y tradujo
a Tao Lin al español en 2012 cuando se publicó por Triana el libro Hikikomori , que este autor
escribió junto a Ellen Kennedy, explica desde Nueva York que se trata de
“escrituras desprolijas, a simple vista poco trabajadas, que todo el tiempo se
preguntan si existe o no un artificio”. Es decir: generan el artificio de
parecer literatura espontánea. “Estoy escribiendo una novela que tiene lugar en
un supermercado. Por eso vine a una librería. Porque el narrador de mi novela
va del supermercado a la librería. Estoy inventando esto en este preciso
momento. Estoy escribiéndolo. En mi mano. Estoy escribiendo una novela. Estoy
en eso. En mi novela, en mí”, escribe Tao Lin en el relato “El novelista”,
publicado por Dakota Editora y traducido por Meiller junto a Lucas Mertehikian.
“Son escrituras que a mucha gente le resultan irritantes y además tienen una
clara voluntad de irritar”, explica Meiller. No se puede negar, sigue la
traductora, que las plataformas donde se produce esta literatura son
plataformas virtuales. “Llegué a Tao Lin a través de Miranda July”, linkea
Meiller. “Había algo de ese tono que lo hacía muy accesible. Además me gusta
cómo trabajan. Ellos no firman contratos, cuelgan sus textos en la red, todo
es copyleft . Hay mucho de punk en la manera en que trabajan.
Cualquiera los puede leer y ellos son sus propios editores. Es un circuito
endogámico, es cierto, pero resulta fácil acceder a ellos y traducirlos”. No
hay límites para su producción, circulación y viralización. Meiller observa que
esta suerte de banalidad no está muy alejada de la poesía de los 90 en la
Argentina (Belleza y Felicidad y aledaños): hay cierto relajo y apertura de la
forma, característica que también pudo verse en la ola de bloggers y la
posterior preponderancia de la literatura del yo en las escrituras a partir del
2000. La relación no es arbitraria. Hace un tiempo, Fernanda Laguna, fundadora
de aquella mítica editorial y galería de arte de Almagro conocida como Belleza
y Felicidad, escribió en su cuenta de Facebook: “Abrí un archivo de word para
escribir algo/ y me sentí muy sola./ Abrí una ventanita blanca/ en la Internet/
y descubrí que publicar era el poema.”
Entre el hiperrealismo y el absurdo
Una serie de novelas argentinas recientes, que atraviesan esta “nueva sinceridad” contemporánea, conducen a una pregunta inevitable: ¿podría hablarse de una Alt Lit en la Argentina? Veamos. Novelas como Te quiero , de J. P. Zooey, Scalabritney de Martín Zícari, Los catorce cuadernos de Juan Sklar o incluso Merca del autor llamado simplemente Loyds son novelas que hablan del sistema y sus dinámicas sociales, de la alienación, de la forma falsamente colectiva de relacionarnos. Internet democratiza los vínculos pero también aísla. Es el confinamiento en el que se encierran los personajes que inundan estos libros. Un retrato de la época. De la abulia y el hastío que dan cuenta de un momento y producen un efecto (a veces demoledor) en el lector.
Separemos estas cuatro novelas en dos grupos. Por un lado
Zooey y Zícari. Por otro, Sklar y Loyds. Empecemos por el hiperrealismo que
proponen estos últimos.
Los catorce cuadernos (Beatriz Viterbo) traza la rutina cínica de un
guionista de televisión en el verano de Buenos Aires cuando decide sumarse al
alquiler compartido de una casa del Tigre junto a un grupo de gente que apenas
conoce y otros amigos de amigos que no conoce para nada: “dos parejas, un amigo
y dos lesbianas. Está bien, no me voy a besar con nadie en todo enero”. Ese
mes, en una casa para algunos soñada y para otros destruida, entre personas que
no se soportan demasiado, mosquitos hambrientos, veganismo militante, diversas
variedades de marihuana, vino tinto mediopelo, voyeurismo rapaz y amargura
disuelta en tardes al sol, el personaje de Sklar, ese yo hiperpsicoanalizado,
lector devoto de Michel Houellebecq y Jacques Lacan, se embarca hacia una
deriva en el agua turbia de su alienación. El frenesí del onanismo dentro de
una media llena de barro, las aspiraciones de una sexualidad dispersa en
mensajes de Facebook, son algunas de las formas que encuentra para sobrellevar
una existencia solitaria, sonámbula, desesperada. Sklar tiene una prosa
frenética. Entre la ambición por lo coloquial y las citas cultas que parecieran
fuera de registro, no le escapa al humor. Y eso le aporta un pliegue
interesante a su propuesta: Sklar goza de una envidiable capacidad para narrar.
Al final de la novela, el yo que narra, a punto de ser rechazado una vez más, supone
que Houellebecq tiene razón. “El esoterismo contemporáneo no es más que una
bolsa de gatos metafísica. El popurrí de sabiduría que nos tocó a nosotros, los
burgueses sensibles, que no tenemos religiones en las que creer, ni progreso al
que apostar, ni ideales revolucionarios por los que morir. El problema es que
ese escepticismo es el que lleva a sus personajes a ser los soretes
desconectados que son.” En el fondo ese yo es un romántico. “No creer es la
opción racional”, dice a metros de fracasar, al borde otra vez del cinismo
inevitable. “Esto es tan indiscutible como que la racionalidad total es el
camino del sadismo y la flagelación. Apretado todo el pomo, la visión de mundo
de Houellebecq deja como única opción el asesinato o el suicidio. Cuando te
hayas cogido a todas las minas del mundo, ¿qué vas a hacer? Cuando todos te
veneren, ¿para qué te vas a levantar? Y cuando descubras que hay deseos
incontrolables que jamás vas a satisfacer, ¿dónde vas a buscar consuelo? Porque
tiene razón, porque el mundo es como él dice, porque somos sus personajes o
estamos camino a serlo. Michel Houellebecq es un autor luminoso”.
El despreciable Johnny, que protagoniza Merca (Altopogo), tiene puesta la
careta de Houellebecq, pero carece de su artefacto pesimista y se ubica en la
línea de otro francés, el aristócrata Frédéric Beigbeder, o en la del ex enfant
terrible Bret Easton Ellis de Menos
que cero . En varios aspectos (el frenesí de la escritura, el uso de
redes y el tema de la soledad) se emparenta Loyds con Sklar: Johnny es un niño
rico y aburrido de 31 años, que odia a todos, y lo único que desea, lo único
que lo entusiasma, es consumir cocaína. Loyds consigue que una novela que se
llame Merca esté a la altura de su título. El hiperrealismo que
ejerce podría leerse como versión literaria de las obras plásticas de Guillermo
Iuso: biografía química en escenarios hipócritas. Por momentos berreta, por
momentos mapa hedonista de nuevo rico, también podría ser leído –arriesguemos–
como las esquirlas de una literatura menemista en la era K. En ese sentido
encuentra puntos de contacto con la sociología que implementa Fogwill para leer
los años noventa en Vivir afuera ,
aunque se acerque menos a Fogwill que a Los dueños de la Argentina .
Zooey y Zícari, por su parte, proponen un realismo
aturdido, extrañado, donde abundan las mentes en fuga y el delirio de ciertos
elementos sumergen a Zooey y a Zícari en un virtuoso diálogo generacional. La
escena en la pizzería Kentucky entre Bonnie y Clyde con la que empieza Te quiero (Páprika), podría citar
el comienzo de Tiempos violentos : Tarantino eje del canon de una
estética contemporánea. El enigmático J. P. Zooey, luego de Sol artificial y Los
electrocutados , vuelve con un relato delirante, rítmico y frenético
protagonizado por dos personajes algo paranoicos, con diálogos chispeantes y
atisbos de absurdo. Clyde escribe y discute sobre los clásicos, la literatura
posmoderna y la crítica literaria. Bonnie está obsesionada con los asaltos y
las formas de hablar de los “pibe Face”. Si tuviera una banda de sonido,
en Te quiero debería sonar
todo el tiempo Babasónicos: una música sin prejuicios que teje imágenes
insospechadas, una tras otra, entre la ilusión y la desfachatez, produciendo
desfasajes casi imperceptibles (“paguemos algo que todavía no rompimos/ para
que luego no nos vengan a frenar”, canta Adrián Dárgelos en la letra de
“Tormento”). Zooey, de algún modo, entabla una discusión directa con la
estética que propone Tao Lin y el grupo de la Alt Lit: “La literatura
posmoderna es fácil, dice Clyde, cualquiera escribe con ironía y socarronería,
cualquiera puede burlarse de sí mismo. Hay que leer a los clásicos, Faulkner,
Stendhal, Thomas Mann, a los que sostenían una palabra desde el comienzo hasta
el final de las trescientas o quinientas páginas. Hoy todos quieren ser
ingeniosos y paródicos. Tienen el yeite del ingenio, pero están muertos. Están
todos muertos.” Scalabritney (Entropía) se desarrolla en el
chisporroteo de una mente en fuga, de un protagonista con rasgos similares a
los de Dani Umpi. Suerte de melancolía naivë y sentimentalismo posmo,
Zícari construye su relato a través de filtros: como los flujos de la
imaginación o el filme (“mentalmente, esto es una película”). En el núcleo del
libro de Zícari está su idea de “una aventura indie”: consumo pop para una
travesía emocional. Aburrido, el protagonista sólo encuentra que puede
refugiarse “en la actuación, el canto, el baile y la sobreexpresión de todo lo
que siento arriba de un escenario para poder sobrevivir en este mundo hostil”.
Si en Te quiero suenan los Babasónicos, en Scalabritney se
escucha la música de los DJ’s Pareja. El personaje de Zícari (más conservador,
menos desesperado) quizás sea el más cercano al protagonista de Los
catorce cuadernos : alienación, soledad y una búsqueda infructuosa de la
felicidad, sin saber muy bien de qué se trata eso.
Vanoli y Lolita Copacabana entienden que tanto Zooey como
Zícari intentan construir una cierta espontaneidad vinculada a los recorridos
urbanos. La movilidad y ciertos escenarios muy reconocibles son palpables en
ambas novelas. Escribe Zícari: “...me acuerdo de mi proyecto de baile en los
espacios públicos para el taller y ahí nomás saco la cámara digital y se la doy
a un pibe re lindo que estaba al lado mío y le digo que soy estudiante de un
taller para el cual tengo que hacer un trabajo de experimentación literaria
usando la problemática entre las esferas pública y privada de la vida de uno
mismo como escritor con el fin de pervertir alguno de los géneros establecidos
por los cánones literarios y si él por favor podía filmar las caras y gestos y
expresiones corporales de la gente mientras yo bailaba con los ojos cerrados en
el espacio para discapacitados que nunca se usa y siempre está vacío”.
Hay algo en común en estas cuatro novelas: Internet. No se
trata de una fuente de preguntas sobre las maneras de narrar en tiempos de
digitalización de las interacciones o de la experiencia, sino que está
incorporada a través de un doble movimiento: naturalizándolo en la
cotidianeidad y construyendo con ella una relación singular. Podría
arriesgarse, a modo de conclusión, que si bien el efecto 11 de Septiembre fue
la expresión de una nueva sensibilidad en el centro del mundo global, en la
periferia, en tanto, esa misma sensación del derrumbe de las certezas se
anticipa ya en los años 90 y se metamorfosea, primero como tragedia y ahora
como comedia. Tanto Sklar, Loyds, Zooey como Zícari intentan entender las
gramáticas sociales. A veces con ejercicios de lenguaje, otras con una mera
perspectiva sociológica, estos autores posan para una selfie literaria: son
ellos y su mundo. Realistas por opción, cada una de estas novelas elige su modo
de extrañamiento. Y con sus diferencias, coincidencias, derrapes y pretensiones
de singularidad, se manifiestan como una manera de expresar el hastío, el
desencanto y el sinsentido contemporáneo. Desde luego, no son las únicas.
Por Diego Erlan,
Extraído de Revista Ñ
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