Bueno, otro de los tantos ejercicios
memorables que hemos hecho en el taller de Germán ha sido suplantar el voice over de algunos cortometrajes de
cinearte y escribir otros encima, inspirados en la pura imagen, o en lo que se
nos diera la gana —facciones, música, gestos. En un primer momento,
precisamente, me hallé confuso, no en el fondo sino en la manera de abordar el
film. Lo intenté primero tomando notas sobre el mismo. Elegí, de entre por lo
menos cinco, Elegía de un viaje del
director ruso Aleksandr Sokúrov. Me sobrepasó el hecho de ver la imagen,
escuchar esa voz trémula y profunda, y además leer los subtítulos que me
traducían esa poesía en ruso tan fina; por lo que la dejé ir, me concentré en
el placer del telespectador dejando el moleskin y el lapicero a un lado. Comentario
aparte merece la peli, que es una bomba, una maravilla que te sobrecoge como si
te susurraran un poema al oído. Al segundo intento quité los subtítulos, pero —de
nuevo— el predominio de esa voz que —se entiende— sostiene (o quizás, provoca)
toda la película, no dejó que me concentrara. Finalmente decidí dejar todo en
mute y tomar notas a mi aire, como un etnógrafo en una pieza vacía, de esas
escenas tan soñolientas como alucinantes. Ya al minuto 20 no daba más del sueño
(no por aburrimiento, se entiende), el fraseo se tornó incoherente, incluso vulgar.
Lo dejé todo hasta ahí y es lo que pego acá, una consecución de frases a
momentos de un lirismo meloso, pero que al menos cumplieron con la consigna del
ejercicio. El texto está tal cual, a excepción de cierto detalle al final: una
suposición acerca de la condición sexual del muchacho que le quiere meter
conversa al protagonista, y que a Germán le pareció sumamente blasfema,
pues se tiene a este film, entre los entendidos, como una de las grandes obras
maestras del autor. Pero bueno, esto no lo discuto, el film es una maravilla,
así que de paso les dejo después del texto el link para verlo on line.
Violines pesadillescos. El árbol seco,
florido de frutos, decayendo iluminado, zombie.
Hay marea sobre la imagen. Es de ahí donde
naces tú, el personaje; como de un naranjo sin hojas, olvidado al borde de una
carretera.
Así el árbol, recrudo, florecido.
El vapor aparece como si el espíritu
emigrara, y el devaneo de gaviotas, la divinidad misma, y el mar allá abajo.
¿Qué habrá sido primero? ¿El árbol o el
otoño?
¿El texto o la imagen?
Despiertas de un sueño, y aparece ella
yéndose, dejando la habitación y a ti, a solas, en medio de una explosión, una
bomba en el barro.
Un hombre ―otro― oye explotar, alguien se
va, el soldado sonríe, el camino pasa, casas viejas en tropel.
Has llegado a sentir que tu estadía en la
milicia no te creará demasiados traumas, es más, parece que te comienza a
gustar. Entendiste que es el invierno.
Perplejo bajo el ocurrir de la nieve,
esperas a que el aire le dé más vaho a tu resoplido. Alguien te mira por detrás
de esas ramas nevadas.
El vapor pasa, un hombre se acerca, va de
negro, lleva algo en su bolsillo. Es de día, cae la nieve.
Viejas casas en tropel.
El rabino oscuro, te pide que le sigas.
Arrastra el velo.
Se persigna frente a la sacristanía. Un
hombre afligido lee en un rincón blanco, es un cuaderno desgajado. Lo manosea
con manía. Al otro extremo, mientras, otro cura de pelo largo y amarrado mira,
quizás, a un Cristo, desatado, con toda
su crueldad innecesaria, como si quisiera consumirle.
Se bautiza a un niño.
Hay manos en el alféizar, el monje a un
lado y la ventana dando luminosidades.
El cura te pregunta, no contestas.
No es que sea una confesión, sino, tal
vez, un silencio inculpatorio que no necesita de palabras para dejarse oír.
El monje es una mancha.
Debe tener cuarentaialgos, una barba
añosa, y una carrera sacerdotal demasiado precipitada, de un hombre maltratado
ya a su segunda edad.
Se aleja, lo ves por la ventana en el mismo
instante en que al niño lo bautizan con agua de la fuente.
El cura de pelo largo, el padre, el
niño-bautismo mojado, el padre ido, mirando quedamente un desastre que sólo él
logra contemplar.
La persignación,
por el cura,
el padre,
y el niño mojado.
Amén, pronuncia el monje.
Adiós, se despide el maniaco cargando su
cuaderno blasfemo.
Los curas viven sus rituales como retos
divinos, esas caras afligidas son tremendas a la luz de las fauces de Dios.
*
En la aduana, el timbre espera la señal de
tu partida.
El mismo cruce de la frontera es un
simulacro de la mirada atenta del aduanero.
Otras miradas: la de los soldados en los
límites, cazando espías.
La nieve arrasa con la ciudad nueva.
Una maqueta pareciera, azotada por el
plumavit.
Esa misma nieve de utilería que sigue
sucediendo a lo largo de las escenas.
Un barco en la tormenta. Tus pies
asomándose al borde, la nieve perpetrando la borda. El agua te recuerda que
también la geografía respira.
El melancólico está en el barco. Pasa
frío. El niño bautizado aún estila.
La ciudad a solas. En ella un foco se mece
sobre la nuca de un hombre, otro, solo, en medio de la nieve.
Llueve de tantas maneras por la noche,
como si se diluyera el agua en el caos.
La avenida a solas, donde la única señal presente
es una luz roja.
La ciudad funciona a pesar de todo, hay
algunas escaleras que llevan a los coches al cielo estrellado.
Los coches surcando esta
nada de noche nevosa; el desastre.
Una flecha señala el más allá, hacia donde
la neblina se desliza, serpenteando.
Molinos perdidos en la niebla. Industrias
que van, coches que vienen transitando la misma nada.
Una mano recibe un vuelto. Negros espían a
los paseantes. Paneras vacías. Cafés recién servidos, una mano que fuma.
Es cuando aparece el muchacho; espera a
alguien, quién sabe.
Mira por el ventanal, tal vez a los mismos
sapos negros, o tan sólo a sus recuerdos. Camiones detenidos a las afueras
también.
Quizás, una gasolinera.
Mira bastante hacia ti, o hacia la cámara,
quién sabe.
Quiere acercarse, coge su vaso de agua,
fuma a la vez. Sorbe de su cigarrillo con una obscenidad que le perturba.
(20:16)
No hay comentarios:
Publicar un comentario