Mi
labio ya está sano. 
Lo tuve dos semanas aquejado 
de un herpes inflamado que no 
sólo perturbó mi serenidad cotidiana 
(no había momento en que el otro 
no me mirara directo al labio 
inferior con cara de asco, 
o de interrupción), sino que 
también me afectó la psique. 
         Por
ciertas lecturas tangenciales 
en mi período de investigaciones 
esotéricas (y de literatura 
de autoayuda, que conste) 
supe lo que simboliza el herpes 
como manifestación psicosomática 
de algún embrollo mental; esto es: 
el herpes impide en cierto sentido 
el contacto con el otro, representa 
por tanto un rechazo, una resistencia 
a comunicar, a tomar la palabra, 
o, quizás, algo mucho más sencillo 
como la rabia, que de alguna forma se
expresa 
en esta explosión, o brote como se dice 
en jerga clínica, del músculo de la
comunicación, 
que junto con ese otro músculo, la
lengua, 
constituyen el aparato del habla.   
         Ahora
me encuentro en el baño. 
Según la última mirada al espejo, 
veo que mi labio ya ha sanado, 
no queda más que un leve 
                   enrojecimiento
circular 
en donde antes había estado la llaga. 
Han pasado muchas cosas esta semana, 
partiendo desde el día en que 
                                      mi
labio brotó.
Era precisamente domingo, tal como hoy, 
y fuimos con la Ne y la Mei, mi hija, a
dar 
un paseo por Franklin, o el persa, 
                            como
también se llama. 
No sé cuál de las dos es la acepción
cuica 
del término, pero suelo denominarla 
con la palabra Franklin, aunque, es evidente
que se parece más a los persas reales
que a cualquier mole comercial; 
espacios gigantes donde se vende 
a peso irrisorio la más variada gama 
de chucherías, antiguayas, especímenes, 
como se acostumbraba en los gloriosos 
mercados de Mesopotamia. 
         Son
inmensos galpones numerados 
en los que se ubican, según especialista,
los comerciantes de muebles, por ejemplo
―antiguos solamente, pues los nuevos 
que vendían a bajo precio fueron
expulsados 
por la empresa Walmart, para instalar
allí 
un supermercado de su cadena, 
                                      que
no venía al caso. 
                  Libros ―también se venden―, 
                   revistas,
                   monedas,
                   lámparas,
                   ropa,
                   vinilos,
                   partes
de computadores, 
                                                        ollas,
                                                        detergentes.     
         El
baño es mi oficina. 
Aquí pienso y tomo nota ahora, 
sentado en la taza, de lo que vi 
aquel día en los puestos de libros, 
una panorámica nada más. 
         Vi
dos libros de Nascimento 
en los cajones de luca. Varios libros 
de Anagrama que siempre juntan, 
como miembros de un clan de color 
amarillo pálido y gris (y como ocurre 
también en cualquier librería,
curiosamente) 
de autores ya olvidados, o unas cuantas 
novelas malas de cierto escritor de
renombre. 
Vi los mismos tochos de Aguilar que se
rematan 
en el lugar que sea, uno de la decena de
tomos 
de la Agatha Christie, sir Walter Scott 
                                               pero
sin Ivanoe, 
Rex Stout y William Irish completos, 
o del fantasmal David Dodge, escritor 
de novelas de aventuras ya nunca más
leídas. 
         Recuerdo
que ese domingo 
nos llevamos una muñeca peruana, 
un puzzle de goma, 
dos stickers chinos de cien pesos, 
un juego de pulsera con aros de
plástico, 
dos libros, y, el que fuera el remedio 
a mi mal del labio, Sangre de grado 
que es una mezcla hecha en la selva 
peruana que ayuda a curar las llagas y
heridas, 
entre ellas los herpes. Viene en un
recipiente 
que cabe en la palma de la mano, 
de tono marrón transparente 
como los antiguos botellines de jarabe, 
con una tapita roja y una ilustración 
que lo decora donde se ve a un nativo 
con el torso desnudo cogiendo una caña 
larga apuntando hacia un árbol grueso, 
y en frente una hoja enorme donde 
se escurre como un líquido rojo y
espeso. 
Debajo de todo esto reza: «Protegido de
la Naturaleza». 
La consistencia real se parece mucho 
a la del ungüento de melisa que alguna
vez 
comprara en una farmacia naturista 
y que luego ―me comunicaron― dejaron 
de producirlo, quizás por poca venta. 
         Por
el nombre de este ungüento 
es que lleva su nombre mi hija, o mejor
dicho, 
fue el nombre de esta planta 
usada también en infusión o aceite, 
que posee propiedades tranquilizantes 
y/o aromatizantes, el que eligió entre los
tantos 
nombres que le ofrecimos. Melisa
significa 
en griego, entre otras cosas, poetisa.
También, 
en … trabajadora de la miel. 
A las cuatro meses de haber golpeado 
la panza de su madre por dentro, 
comunicándonos que ese nombre le
gustaba, nació. 
         Al
tercer día de usar el menjunje 
el herpes se desinflamó por completo, 
y quedó sólo la piel enclenque 
que constantemente se caía de mi labio, 
para regenerarse en asunto de horas. 
Con la Ne durante el resto de esa semana
peleamos al menos cada dos días una vez,
el ambiente se volvía denso, casi 
no hablábamos, y yo solía acostarme
tarde 
por quedarme hasta las tantas
trabajando, 
leyendo o viendo series. No necesitaba 
ni mirarla a los ojos para saber cómo
estaba. 
Sé cómo está de ánimo por cómo le queda 
la crema de zapallo, que suele hacer a
menudo.  
El herpes aún no desaparecía
cuando la hallé en el living 
gimoteando sobre el sofá,
recordándome lo egoísta
que yo era. Aquella noche hicimos
el amor. Quejosamente me tuve
que negar a sus besos, para no
contagiarle la barbaridad.
Sucedió una semana casi
hasta que el herpes se rindió
y cayó a piso, expulsado ahora
de mi cuerpo con amor. 
En cuanto a hoy, 
estamos bien en casa.

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